EDITORIAL

El desafío que representa la protesta social

Cuatro semanas cumplió el paro indígena que tuvo paralizada la carretera Panamericana, la principal arteria que comunica al Valle, Cauca y Nariño con el resto del país.

8 de abril de 2019
La minga indígena nacional sobre la vía Panamericana. | Foto: Semana

Esa parálisis se tradujo en desabastecimiento de alimentos y combustibles, así como en la desesperación de miles de habitantes de esa región que quedaron atrapados en medio de las protestas, pagando los platos rotos. Las pérdidas millonarias ya se han hecho sentir y preocupa que el desabastecimiento empiece a trasladarse a los precios y pueda mover la inflación no solo de la zona sino del país.

Aunque nada justifica las medidas de hecho, la protesta indígena tiene antecedentes desde los años noventa, cuando el gobierno firmó el primer compromiso ante la declaratoria de la emergencia social, cultural y económica de los pueblos indígenas del Cauca. Desde entonces, cada presidente ha sentido la capacidad de protesta de la minga, y esas manifestaciones han culminado en nuevos compromisos incumplidos. Y suman 1.523 acuerdos.

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Paradójicamente, el proceso de paz con la guerrilla de las Farc abrió un nuevo escenario de conflictos en el país: el social. El caso de la minga y su protesta solo ofrece uno de los ejemplos de tensión social de la historia reciente: en 2016 fue el paro camionero. Ese paro tuvo un impacto muy fuerte en la economía, a tal punto que la inflación, que venía controlada y dentro del rango del Banco de la República –de entre 3% y 4%–, se disparó a 10% en el mes de julio de ese año.

Un año después llegó el paro de maestros y, para solucionarlo, el gobierno tuvo que proponer una reforma al Sistema General de Participaciones (SGP) en busca de más recursos con destino a la educación. Eso todavía está en debate y ahora quedó incluido en el Plan Nacional de Desarrollo. Pero para que esa reforma avance, habrá que sacrificar otros sectores, como la salud.

A finales de 2018, los estudiantes tuvieron un pulso con la recién llegada administración Duque y suspendieron clases por dos meses. A final del año lograron un acuerdo con el Ejecutivo, que se comprometió a invertir $4,5 billones en las universidades públicas durante los próximos cuatro años.

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Ahora está la protesta indígena, pero en los próximos días se pueden sumar los maestros, los campesinos, los cafeteros y un sinnúmero de sectores que se sienten amenazados y sin recursos para sus sectores.

Colombia ha venido creciendo en los últimos años, no solo en lo económico, sino también en lo social: más personas y familias salen de la pobreza, crece la clase media, el servicio de salud tiene un cubrimiento global; más jóvenes desean incursionar en la educación superior de alta calidad; más ciudadanos buscan mejor movilidad y también más seguridad. El país ha cambiado y las expectativas de los colombianos también. Esa es la buena noticia.

La mala es que eso tiene un costo y el país tiene que empezar a entender cómo va a financiar esas nuevas expectativas y si la estructura fiscal de la Colombia de hoy alcanza para atender esos requerimientos, y los muchos que vienen en materia de posconflicto, conectividad regional y desigualdad.

Las discusiones en torno a las reformas tributarias ya se quedan cortas y los colombianos tendremos que avanzar en debates más profundos sobre la destinación de recursos. Por ejemplo, en materia de subsidios, si están llegando a quienes en realidad los necesitan, o si es posible usar los dineros públicos en forma mucho más efectiva.

Sin duda, gran parte de ellos se quedan en la corrupción, un mal que le va a impedir a Colombia cumplir las expectativas de millones de sus ciudadanos. Además, pone en riesgo los recursos para atender hechos sobrevinientes, como los miles de venezolanos que hoy buscan en el país un nuevo futuro.

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Es hora de que el Congreso y el Gobierno vuelvan a impulsar el proyecto de ley anticorrupción. Pero también deben abordar reformas estructurales que permitan que sus recursos lleguen a las poblaciones que lo requieren. Ese sería, sin duda, el primer paso para desactivar las bombas sociales que hoy amenazan al país.