EDUCACIÓN
¡Hay que dar papaya!
Es necesario construir una sociedad que deje atrás la intolerancia, la exclusión y la desconfianza que heredamos de la guerra. Una sociedad que aprehenda a “dar papaya”.
Una y mil veces los colombianos hemos oído el dicho contrario al que se plantea en el título de esta columna. “No hay que dar papaya” le dice el padre al hijo cada vez que sale de su casa. También lo afirma quien está negociando, participando en una contienda política o haciendo fila. Es más, se ha convertido en un “mandamiento”. Por ello, la mitad de los jóvenes que estudian el grado noveno en zonas de conflicto, dicen que atropellarían a sus compañeros si ello les permitiera sacar provecho personal. Y cuando se les pregunta por qué, su respuesta es implacable: Eso es lo que he visto en el país.
¿Por qué una sociedad recomienda a gritos a sus ciudadanos “no dar papaya”?
Lo primero que demuestra este “mandamiento” es que los colombianos no creemos ni confiamos en los otros. No reconocemos sus virtudes ni sus potencialidades. Suponemos que en general son malas personas y que se aprovecharían de cualquier oportunidad para beneficio personal. Lo que subyace a este dicho es la subvaloración de nuestros vecinos, compañeros de trabajo y la sociedad en general. No creemos en ellos ni en sus intenciones. Tenemos – como decía Estanislao Zuleta-, una doble moral: muy permisivos y tolerantes para juzgarnos a nosotros mismos e implacables con los demás.
Las investigaciones de Corpovisionarios en el mundo, le permiten concluir que en ciudades como Montevideo o en Copenhague, sería imposible que tuviera acogida entre la población un dicho como el que estamos analizando. Y la explicación es muy sencilla: Ellos confían en sus vecinos, compañeros y ciudadanos. Como lo hacen, no los juzgan. Y si lo hicieran, lo harían para destacar sus fortalezas o potencialidades. Aun así, tienen extremo cuidado. En Colombia, es excesivamente fácil hacerlo. Lo hacemos a diario en las calles, en el trabajo; incluso a quien acabamos de conocer. Más aún, por lo general, lo hacemos para hablar mal de ellos y para censurarlos por sus actos, sus palabras o su apariencia.
En Colombia no nos hemos dado cuenta, pero la guerra y las mafias han afectado de manera profunda nuestra cultura. Como hemos convivido tanto tiempo con ellas, casi sin percibirlo, hemos incorporado su visión del mundo y su estructura ética y valorativa. Esto lo podemos ver hasta en el lenguaje cotidiano. Por eso, ante una víctima de asesinato hay mucha gente que dice: “Por algo será” o “Algo debía”. Quien lo hace, convalida al asesino. Por eso –en un lenguaje heredado de las mafias–, llamamos “capo” al mejor del equipo de ciclismo. Por eso, el padre le dice al hijo que “el mundo es de los vivos”. También por lo mismo, en los colegios hablamos de “banda de guerra” o llamamos “sapo” a quien denuncia una violación a la convivencia. Tenemos incluso ex presidentes que se han hecho famosos por decir “Le voy a dar en la cara, marica” o “Hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones”.
Hemos construido una cultura hija de la guerra y del contubernio con las mafias, en la que todo vale para conseguir los fines. Por eso, un 40% de los ciudadanos consideró que los paramilitares eran un mal necesario. Por lo mismo, de los 102 senadores en 2006, el 33% fue investigado por parapolítica; no obstante, la mayoría de ellos fueron reelegidos años después, en cuerpo propio o en ajeno. También por eso, el gerente de la campaña del NO por el Centro Democrático puede revelar que la estrategia que utilizaron fue delictiva al recurrir al engaño, la manipulación del miedo, el odio y la ira; y no pasa nada, ni para él, ni para el partido político al que le dirigió la campaña. En cualquier otro lugar, estarían en la cárcel. Por el contrario, aquí están dilatando el proceso más importante de paz que hayamos tenido en Colombia, con el único fin de aspirar a ganar la presidencia en el 2018 e impedir para siempre la verdad. Así esto implique volver a la guerra.
La guerra endureció el corazón de los colombianos. Hemos construido una sociedad indolente ante el secuestro, las masacres, los descuartizamientos con motosierra, la exclusión o las bombas. Hemos construido una sociedad que vive con miedo de vivir y de expresar lo que piensa.
Los educadores hemos sufrido en carne propia la tragedia de la guerra: Hemos puesto la mayor parte de las víctimas. De todos los líderes sindicales asesinados en el mundo entre 1999 y el 2005, el 71% fueron colombianos. Y casi nadie lo sabe. De ellos, el 51% estaban vinculados a la educación. Mientras tanto, son más exiguos nuestros recursos para fortalecer la educación pública que requieren las democracias, porque la guerra sigue absorbiendo la tajada más grande del presupuesto nacional.
Una sociedad que no cree en los otros no es viable porque no construye el tejido social, que es la savia del trabajo en equipo, la colaboración y los sueños colectivos. Una sociedad sin confianza no puede sacar adelante los cruciales proyectos que demandan los tiempos actuales.
En consecuencia, la tarea que tenemos padres y educadores es inmensa y profundamente contracultural: Hay que restablecer un tejido social que la guerra destruyó; hay que restablecer entre las nuevas generaciones la tolerancia con las ideas ajenas y la confianza en los otros.
La tarea de construir la paz demandará décadas de trabajo conjunto entre padres, docentes, partidos políticos, medios de comunicación y la sociedad en general. De allí lo equivocado del término postconflicto. El conflicto es connatural al ser humano. Como no es posible eliminarlos, se trata de aprehender a darles solución de manera dialogada, respetuosa, colectiva y argumentada.
A los educadores nos corresponde impulsar el cambio de una cultura en la que domina la intolerancia, la zancadilla al contrario y la desconfianza, por otra, en la que fortalezcamos el debate argumentado de ideas, el respeto a la diferencia y el trabajo en torno a los proyectos colectivos. Una vez culminado este capítulo sangriento, será la lucha para disminuir la inequidad, combatir la corrupción y transformar la educación, la que nos lleve a firmar pactos nacionales. Al fin y al cabo, son las guerras contra el hambre, la corrupción, la inequidad o la baja calidad de la educación, las únicas guerras que merecen librarse. Pero para hacerlo, tendremos que poner fin a este baño de sangre.
Pero todo lo anterior no se podrá lograr si, como sociedad, no aprehendemos a confiar y creer en los otros, de tal manera que podamos construir colectivamente un nuevo país. Por tanto, como hacemos con amigos y familiares, también hay que aprehender -como dice el cuentero Nicolás Buenaventura- a dar papaya con los vecinos, compañeros y con la sociedad. El día que este dicho sustituya al anterior, podremos decir que hemos comenzado a construir la paz. Las marchas de los jóvenes de las semanas anteriores, van en la dirección correcta: el renacer de la confianza y la esperanza.
*Director del Instituto Alberto Merani y Consultor en educación de las Naciones Unidas para Colombia (@juliandezubiria)