NACIÓN

La paz que no se ve

Un acuerdo en La Habana no garantiza el fin de la violencia. Reconstruir el tejido de una sociedad que lleva más de medio siglo en guerra requiere voluntad y tiempo. La tarea no se puede hacer sin educación. ¿Cuáles son los retos?

23 de junio de 2016
| Foto: Semana Educación

La herencia de 60 años de guerra no se borra de un plumazo. El diálogo entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC es un gran paso para frenar la violencia, pero no es el único. La paz debe enfrentar un camino tan complicado como el campo de batalla en el que se convirtió Colombia. Es difícil pero no imposible. Jugársela por un país que aprenda a tramitar sus conflictos sin recurrir al maltrato y la negación del otro es un deber colectivo. A todos nos toca. La paz no solo está en La Habana. 

Lo recordó el presidente Juan Manuel Santos en diciembre pasado cuando le dio luz verde a la Cátedra de la Paz: “La violencia no es ajena al diario vivir de los colombianos, y es por eso que debemos trabajar en diferentes sectores de la sociedad, no solo en La Habana, para ser una nación más tolerante, para que no resolvamos nuestras discusiones con agresiones”. Justamente porque el conflicto armado caló hasta los huesos de los colombianos y afectó sistemáticamente la manera en que nos relacionamos.  Entonces, hay que desaprender las secuelas de la guerra. 

María Emma Wills, asesora del Centro Nacional de Memoria Histórica, fue enfática en señalar que “todavía tenemos una sociedad muy anclada en la solución violenta de sus problemas. No estamos en posconflicto. Es más bonito hablar de un buen vivir juntos y traer la reflexión de lo que eso significa”.  Un escenario, agrega, que se teje valorando las diferencias y reconociendo que el conflicto siempre va a existir en las relaciones humanas. El quid es la manera en que se tratan. “El conflicto no es el anverso de una sociedad en paz”, puntualizó. 

En este sentido Mery Rodríguez, directora de la especialización en Resolución de Conflictos de la Universidad Javeriana, sostuvo que la pregunta debe ser ¿cómo vivimos en el conflicto sin matarnos?  Allí el papel de la democracia es protagónico. “La naturaleza de la democracia, si se cumple idealmente, es que los ciudadanos se reúnen para hablar en la diferencia y tomar las mejores decisiones para todos”. La construcción empieza en cada uno. 

Sergio Guarín, coordinador de Paz y Posconflicto en la Fundación Ideas para la Paz, definió esa realidad como el gran desafío.  “El proceso en La Habana tiene muchos titulares y noticias, pero la sociedad no tiene urgencia de generar una condición de paz. Muy pocos se preguntan qué tengo que cambiar yo”, explicó. Y Mery Rodríguez lo secundó: “La decisión de vivir de una manera más decente es nuestra. Comprender la responsabilidad propia en la transformación del país es una barrera grande”. 

La posición de Marco Fidel Vargas, académico del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), es clara: la violencia del país es uno de los fenómenos más deshumanizantes. De ahí que como sociedad necesitemos “un nivel profundo de conciencia y reflexión sobre la necesidad de reconstruir las relaciones. Sobre todo con un énfasis en las víctimas”, sostuvo. Esa  cifra asciende a casi 7 millones y medio de personas registradas, con quienes el país tiene una deuda incalculable que no se puede ignorar. 

Cuestión de método

Para Vargas, uno de los principios orientadores de la cultura para la paz “es reconocer la dignidad del ser humano”. El primer paso, añadió, debe ser transformar las relaciones para reestablecer los vínculos que la guerra ha quebrantado. Y el bastón de ese andar es la educación. “Es un cambio cultural y eso implica modificar nuestras costumbres. Una cultura de la guerra cambia por una de paz con pedagogía que favorezca la reconciliación”. ¿Qué hábitos? La desconfianza, corrupción, impunidad, segregación y discriminación, por mencionar algunos.

Entonces necesitamos reeducarnos en la convivencia. Un término que necesita volver realidad el profundo respeto que debe haber por el otro: por su diferencia, sus derechos, sus argumentos, su pluralismo. Reconocerlo en igualdad de condiciones nos blindará de querer exterminarlo o vulnerarlo como ser humano. No puede existir un proyecto colectivo de perdón y paz sin transitar esa ruta. Es allí donde las instituciones educativas “deben ponerse la camiseta”, como afirma María Carolina Meza, investigadora de la Fundación Ideas para la Paz. 

Cuando la gente dice que el alcalde Gustavo Petro es guerrillero lo entiendo porque en las aulas nunca hubo un proceso de perdón y de reconciliación con ese momento de la historia. Colombia no puede repetir esos errores”, sostuvo. Para Meza en los colegios debe hablarse sobre estos temas y explicar la importancia del perdón. Contextualizar la coyuntura. Vargas aclaró que todos estos esfuerzos deben estar guiados por un ejercicio práctico, porque “las relaciones no se cambian cantaleteando, se modifican en la interacción”. 

De ahí que la crítica a la Cátedra para la Paz se funde en que debe traspasar el plano de que sea una clase. “Tiene que ser con experiencias positivas, y proyectos pedagógicos”, insistió Vargas. María Emma Wills acotó que la educación para la paz “no se puede convertir en manuales de educación cívica, porque realmente las personas no aprendemos normativamente sino cuando confrontamos dilemas y evaluamos las opciones que tenemos para tramitar el conflicto”. En pocas palabras, el colegio y las escuelas deben convertirse en el territorio por excelencia de la no violencia.

Justamente, el viceministro de Educación Preescolar, Básica y Media, Luis Enrique García, sostuvo que “la Cátedra para la Paz debe ser un tema transversal, resultado de los colegios en los que se implementa en todos los espacios de convivencia y debe estar presente en todas las áreas de conocimiento”. Concluyó que debe ser una nueva manera de ver la escuela de manera integral: “La cátedra debe convertirse en la herramienta”.

Para alcanzar ese cometido “en un país que vive dentro de una confrontación armada es necesario formar personas que puedan decir no a los actores de la confrontación; no a la posibilidad de optar por la violencia como manera de afrontar los problemas o de resolver los conflictos; no a la opresión, eso es desobedecer”, escribieron Mery Rodríguez y Manuel Salamanca, doctor en Ciencia Política y Sociología, en su documento sobre educación para la paz.

Rodríguez agregó que “nadie nace aprendido ni para hacer la guerra ni para hacer la paz. Si estás rodeado de gritos no tienes ni idea de que no se grita. Si te enseñan  a usar tus palabras, aprendes a dialogar”. Por eso, no solo en la escuela se imparten lecciones. Es en todas partes. Juan David Aristizábal, cofundador de Todos por la Educación, cree firmemente que la formación “puede lograr que seamos un país con mayor bienestar, donde respetemos a los demás por lo que tienen en la cabeza y no por las balas que han dado”. Sin embargo, aclara que su enfoque debe estar en el talento, “en sacar lo mejor que cada persona tiene”. Por eso es imperativo preguntarse ¿para qué nos educamos?

Para no olvidar

Si bien Colombia necesita desprenderse de la violencia y el legado de la guerra, no debe hacer lo mismo con su historia. No es solo conocerla para no repetirla, es comprender todo lo que nos trajo a este punto. Wills explicó que se debe abrir la puerta de la reflexión sobre el conflicto armado e indagar qué nos ha pasado. “En esa reflexión es que puedes ir, en conversación con otros, delimitando cuáles fueron los problemas para que la sociedad derivara en guerra. Al comprender se pone en contexto el horror. Hacer memoria histórica no es solo describir el hecho sino también entender las condiciones que permitieron la violencia”. 

Ese es el propósito principal de la caja de herramientas que coordinó en el Centro de Memoria Histórica. Este proyecto también pretende que quienes “no han vivido una masacre, una desaparición o un secuestro puedan ponerse por un lado en los zapatos de las víctimas”. Sergio Guarín enfatizó en que enseñar historia, independiente del método porque hay unos más efectivos que otros, es un protector de violencia. “Tiene que ver con mantener el pasado vivo recordándonos hasta dónde podemos llegar y cuáles son las alertas. En Colombia muchos textos escolares de historia no tienen temas de conflicto y paz”.

En este sentido, María Carolina Meza resalta el valor de las diferentes miradas a la hora de narrar los hechos porque no existe una única verdad: “No solo está la perspectiva de la violencia. En medio de las tragedias hay iniciativas, organizaciones y personas que resisten. Sobrevivientes. Contar la historia desde los actos de resistencia es más efectivo porque te permite ver que la violencia no es el único camino”. La empatía para relacionar los hechos pasados con la experiencia propia es una clave que no debe pasarse por alto.

Escalar la paz

Compromiso. Ahí está la principal condición de paz. Entender la violencia nos permite tomar decisiones. Armar el propio mapa. Discernir la cuota personal para el tránsito a una sociedad sin conflicto armado, que no aniquile la diferencia. Eso también pasa por una comprensión cognitiva y emocional de lo que ha ocurrido en más de medio siglo de guerra. Nadie puede obligar a nadie a creer en algo. ¿Por qué es más efectivo ser no violento a ser violento? 

El sendero que falta es largo. Como aseguró Mery Rodríguez: “No se pelea 60 años para dirimir las diferencias en dos o tres”. Además, la posibilidad de seguir perpetuando esta guerra siempre está ahí. Por eso la educación también debe explicar que negociar no es un hecho magnánimo, sino que hay dos actores antagónicos que se sientan a decidir acuerdos. De ahí que una salida negociada no deba estar sujeta al ciclo electoral. Debe ser sostenible en el tiempo.

Soñar la paz no cuesta nada. Volverla un hecho sí. Nos cuesta a todos, pero es un precio que vale la pena pagar. 

Este artículo hace parte de la edición 10 de la revista Semana Educación que acaba de salir en papel al mercado.  Si quiere informarse sobre lo que pasa en educación en el país y en el exterior suscríbase ya llamando a los teléfonos (1) 607 3010 en Bogotá o en la línea gratuita 01 8000 51 41 41