PERFIL
Joaquín Sánchez: el cura del micrófono, el acordeón y los toros
A la edad de 78 años, el que fuera rector de la Universidad Javeriana perdió la batalla contra el coronavirus y falleció en el hospital San Ignacio de Bogotá.
Sin conocer su testamento, pero conociendo al padre Joaco, habría podido dejar escrita su voluntad de que sus cenizas reposaran en la capilla del patio de cuadrillas de la plaza de toros de Santamaría. Ese lugar que, durante los años 90, administró con sigilo. Como único dueño de la llave, era el primero en llegar los domingos de temporada grande, precisamente para abrir ese recinto, dominado por una imagen de la Virgen de Guadalupe y a donde entraban los toreros para elevar la última plegaria antes de salir al ruedo a jugarse la vida ante un toro bravo.
La principal función que el jesuita Joaquín Sánchez García (Buga, Valle, 1942 - Bogotá, 2021) tenía era la de cargar unas hostias y un frasquito con los santos óleos, para imponerlos a aquellos toreros que resultaran corneados mortalmente. En la Santamaría nunca se utilizaron, ni siquiera el 12 de septiembre de 1954 cuando el charro Arturo Bañales se convirtió en la única víctima fatal tras ser corneado por un toro media casta en un espectáculo de jaripeo mexicano. Entre otras, porque ese día no había un médico que le brindara los primeros auxilios ni un sacerdote que le perdonara sus pecados.
Entonces, las hostias y los santos óleos, y una veladora que llevaba por si las moscas, para prender en la mitad del ruedo cuando las nubes negras amenazaban con aguar las tardes de toros, le servían a Sánchez como pasaporte de ingreso al callejón de la plaza, y allí, desde el palco de médicos, disfrutaba de una de sus pasiones, y hasta se le veía emocionado como cualquier aficionado de barrera o de balcón que pagaba su boleta para una corrida.
O también hubiera podido dejar escrito que esparcieran sus cenizas en el campus de la Universidad Javeriana, esa institución a la que le entregó su vida, y a donde llegó en 1976 como profesor de la Facultad de Comunicación, y de la que fue decano hasta 1997. En esas dos décadas se robó un espacio en el corazón de sus alumnos, muchos de ellos figuras del periodismo en los medios de comunicación nacionales.
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El padre Joaco, como le decían sus alumnos y los aficionados a los toros, creció hasta los ocho años en las calles de su natal Buga, quizá con la mirada del Señor de los Milagros desde la basílica con mayor número de fieles en el Valle del Cauca. Su padre era ferretero y le enseñó a manejar los secretos del negocio, a tal punto que a los 5 años era el encargado de la caja registradora. Y como su padre también era importador de bicicletas, el niño Joaquín también se convirtió en un experto para armarlas. Le pagaban 5 pesos por bicicleta armada, los cuales ahorraba en una alcancía.
Estudió primaria y bachillerato en Bucaramanga, en el colegio jesuita San Pedro Claver donde recibió la llamada de Dios.
Entró al seminario, en el municipio antioqueño de La Ceja, y allí hizo sus primeros pinitos como periodista. Se le ocurrió montar la emisora RCN, que significaba Radio Cadena Nazaretana, con un micrófono, una tornamesa y unas cornetas amplificadoras, que los domingos, día de las visitas, transmitía una programación. Luego, en otro seminario, en Santa Rosa de Viterbo, se inventó un programa de noticias religiosas que era retransmitido en la Voz de los Libertadores, en Duitama.
En 1966, siendo estudiante de teología, filosofía y educación, se radicó en Bogotá y siguió con su afición por la comunicación en la programadora Cenpro. Al padre Joaco se le debe la misa por televisión cada domingo y programas como Educadores de hombres nuevos, orientado a los maestros de provincia para que no tuvieran que ir a Bogotá a capacitarse, sino que pudieran hacerlo desde sus hogares. Universidad abierta y a distancia fue otro de los programas televisivos que el jesuita lideró en la pantalla chica.
Tras veinte años como decano de comunicación de la Javeriana de Bogotá, fue nombrado rector del colegio San Bartolomé La Merced en 1997. Allí, entre otras, fue recordado por haber organizado las mejores becerradas, una de las tradiciones de este colegio, pues llevó toreros de cartel como Joselito Borda, Pepe Manrique y Diego González, y le pedía a su amigo Jerónimo Pimentel que le alquilara vacas limpias (es decir, que nunca habían sido toreadas) de la ganadería El Paraíso, para que los bartolinos se retaran para ver quién era el más valiente ante reses de casta.
En el año 2000 tuvo que entregar la llave de la capilla de la Santamaría cuando los jesuitas lo trasladaron a Cali, donde asumió, por siete años, la rectoría de la Universidad Javeriana en la capital vallecaucana. Allí también fue profesor de historia del toreo y encastes del toro de lidia en la Escuela Taurina de Santiago de Cali. Los aspirantes a toreros de aquella época, como le dijo a SEMANA Álvaro Marín, recuerdan que sus clases eran todos los jueves, y a las que el padre Joaco, sagradamente, llegaba con tres cajas de Dunkin Donuts para repartirlas entre sus alumnos, y quien triunfara en los cursos prácticos tenía derecho a repetir dona. Prueba de la entrega de su misión como educador, Sánchez escribía e imprimía los libros con las lecturas para debatir en sus clases.
En el año 2007 regresó a la capital del país para asumir la misión que fue la cúspide de su carrera como educador, cuando se posesionó como rector de la Javeriana de Bogotá, cargo que desempeñó durante siete años.
Además de su condición de académico, comunicador y aficionado a los toros, el padre Joaco también se hizo célebre entre los jesuitas por la forma como tocaba el acordeón y, con otros sacerdotes, armó un conjunto musical. A donde llevaba su acordeón, Joaquín Sánchez armaba auténticas parrandas, como las que encendía los días de tentadero en la ganadería San Martín, de su amigo el doctor Francisco Páez, médico de la Santamaría, y con sus compañeros de juerga José Joaquín Quintero, Juan Carlos Páez y Jürgen Horlbeck, también decano de Comunicación de la Javeriana, y que se adelantó el pasado 2 de enero.
Este martes 11 de mayo, el padre Joaco debió encontrarse con Jürgen, luego de que su cuerpo no pudo resistir más al virus de la covid 19, que lo llevó a pasar sus últimos días bajo el cuidado de los médicos del hospital San Ignacio. Joaquín Sánchez dejó un vacío entre quienes lo conocieron, y se marchó dejando como legado un micrófono, un acordeón y las llaves de la capilla de la plaza de toros de Santamaría.