Educación
La educación rural en Colombia se enfrenta a deserción escolar, falta de recursos y corrupción
La cobertura de las escuelas rurales alcanza apenas a la mitad de la población y los alumnos obtienen puntajes significativamente más bajos en las Pruebas Saber. Semana Educación visitó varios centros educativos en la zona rural de Medina, Cundinamarca, para conocer las razones.
A las 2:30 de la madrugada una tormenta empieza a retumbar por las colinas de Medina y activa una serie de llamadas. El primero en despertar es Norbey Peña, habitante de Mesa de los Reyes, pequeño caserío donde queda uno de los colegios de más difícil acceso en Cundinamarca. De inmediato agarra su teléfono y llama a la profesora Andrea Carrillo, que está en el casco urbano del municipio.
“Profe, está lloviendo mucho. Puede que el río esté muy hondo. Cuando amanezca la llamo a decirle si pueden pasar o no”.
Andrea les pasa el mensaje a los otros dos docentes que forman la plantilla del colegio y espera la aurora. Una vez más será el clima el que decida el horario de clase. Todo depende del caudal que separa a Mesa de los Reyes y su colegio del resto del mundo. No existe otra ruta: al pie de una Cordillera Oriental que se eleva abruptamente por encima de las nubes, una treintena de casas del pueblo se levantan rodeadas, a lado y lado, por los ríos Gazaunta y Jagua; un aislamiento que, a principios de siglo, sirvió a paramilitares y guerrilleros para imponer su ley.
Pero actualmente la región vive en calma y hoy el río Gazaunta amanece sin salirse. A las ocho, los tres docentes ya montan las mulas que les ayudarán a salvar los quinientos metros de agua y piedras donde muchos han perdido la vida. A pesar de ser una travesía que hacen dos veces a la semana –por lo general, el viaje dura dos horas y media–, la inquietud no los abandona. Andrea, que lleva diez años enseñando en Mesa de los Reyes, recuerda cómo una mañana casi se la lleva la corriente cuando estaba embarazada. Stiwar Ovalle cuenta que varios docentes han renunciado al puesto sin poner un pie en la escuela, solo con ver el río. Y Viviana Morales Gaona cruza aferrada a sus dos hijas pequeñas con las que comparte montura.
Tendencias
El último tramo del viaje consiste en una trocha empinada que serpentea entre potreros hasta llegar a Mesa de los Reyes. Los maestros llegan por fin al encuentro de los 21 estudiantes que están matriculados en el colegio. Muchos también han tenido que caminar durante horas entre el barro y las quebradas. Las largas distancias que recorren son una constante en la educación rural y es, además, uno de los mayores factores que contribuyen a la deserción escolar. Ayse Kocak, experta en educación de Save The Children, explica que en las zonas donde se vive con más intensidad la violencia de los grupos armados, como Cauca, Norte de Santander y Arauca, muchos padres prefieren no mandar a sus hijos al colegio por la inseguridad en los caminos. “Y en muchos sitios no se garantiza el transporte escolar, las familias simplemente no tienen los recursos para llegar”, añade.
El problema aumenta a medida que los niños pasan a cursos más avanzados, porque hay menos colegios rurales que ofrecen grados desde sexto a undécimo. Según el Dane, las zonas rurales tienen el 72,9 por ciento de los centros educativos en nivel primaria en el país. Sin embargo, esa cifra baja hasta el 48 por ciento en educación básica secundaria, y luego hasta el 39,2 por ciento en educación media.
Érika Suárez, una de las estudiantes de Mesa de Los Reyes, padeció ese cambio drástico cuando terminó noveno grado. Entonces, el colegio no ofrecía educación media y tuvo que irse a Cumaral, donde viven sus abuelos, para seguir estudiando. Muchos de sus compañeros no tuvieron la misma suerte: abandonaron por completo los estudios. “Mi hermano mayor se fue a estudiar virtualmente en Acacías, pero se aburrió y empezó a trabajar limpiando palmeras. De pronto, si hubiera podido seguir aquí habría terminado”, comenta.
Heidi Arévalo, experta en niñez de la ONG World Vision, asegura que en esas transiciones los niveles de deserción son más alarmantes. “Si a la distancia le sumamos que el niño tiene que madrugar mucho para apoyar las labores familiares, que el camino es inseguro y que llega a un aula que no responde a sus necesidades de aprendizaje porque un mismo docente tiene que manejar varios cursos... Pues hace que la probabilidad de deserción sea muchísimo mayor”, explica. En efecto, la tasa de cobertura en la educación rural –es decir, la relación entre el número de alumnos matriculados y la población que está en edad de estar estudiando— es de apenas el 53,7 por ciento. Casi treinta puntos por debajo de las ciudades.
El año pasado el colegio de Mesa de los Reyes empezó a impartir educación media, y Érika pudo volver a su pueblo. Hoy se levanta todos los días a las 5:30 de la mañana, alista a su hermana de 7 años y juntas cruzan tres quebradas a caballo para llegar a clase. En noviembre, será la primera persona en terminar el bachillerato en Mesa de los Reyes. La ceremonia de graduación promete ser uno de los mayores acontecimientos que ha visto la inspección en los últimos años. Al menos así lo sueña su profesor Stiwar Ovalle: “Quiero invitar a gente del municipio y del departamento, hacer una fiesta, traerme a una periodista que transmita el evento en vivo por internet, y también a una intérprete de lengua de señas…”.
Mientras el maestro enumera los preparativos, vamos descubriendo las carencias en infraestructura del colegio. Unas aulas desgastadas en las que “llueve más dentro que fuera”, unos baños sin puerta a plena vista del patio, una nevera que trajeron a lomo de dos mulas, pero que nunca funcionó, y un puñado de portátiles que ya no encienden. “Y si no fuera porque a los técnicos de la eléctrica les da miedo cruzar el río, hace tiempo nos habrían cortado la luz”, cuenta Ovalle.
Un pequeño cartel pegado a la pared llama la atención. Es un calendario con tareas de limpieza. Esta semana, a la profesora Andrea le tocan los baños. Aprovechamos que está terminando su clase –todos los cursos de primaria al tiempo– para preguntarle sobre las cargas que asumen los docentes rurales. “La comunidad aquí ayuda mucho, se preocupan por mantener el colegio bien cuidado, hacen jornadas de cortar el pasto y aportan garbanzos y arroz para que el refrigerio que damos no sea tan poco”, responde.
Pero al mismo tiempo, siente que los docentes necesitan mucho más apoyo del gobierno. “Uno tendría que estar continuamente formándose, aprendiendo nuevas estrategias pedagógicas. Pero muy pocas veces nos tienen en cuenta para capacitaciones porque estamos muy lejos”, reclama. Después de diez años enseñando en Mesa de los Reyes, Andrea cree que está lista para irse. Ya está cansada de ver a sus hijos solo los fines de semana, cuando vuelve a su natal Cumaral; de arriesgar su vida en el río Gazaunta; de gastar buena parte de su salario –poco más de dos millones de pesos– en transporte. “Todavía no se lo he dicho a los niños porque medio lo intenté la semana pasada y se pusieron a llorar”.
Una clase, cinco cursos
A la mañana siguiente, viajamos hacia el suroeste de Medina para visitar dos sedes rurales del instituto educativo Gazatabena en compañía de su rector, Carlos Quintero. A medida que nos adentramos en el piedemonte llanero –por una vía que no se decide a estar pavimentada o destapada–, él explica que la falta de inversión en educación rural tiene a sus escuelas al límite. “Recibo solo 13 millones de pesos al año para mantener 16 sedes rurales. ¡Y encima me presionan para cerrar escuelas por falta de alumnos! Es un error no solo porque aumentan las distancias que tienen que recorrer los chicos, sino porque la escuela es el alma social de las comunidades. Allí se reúnen a deliberar, a hacer eventos culturales, es un espacio seguro”.
El Ministerio de Educación tiene para 2022 un presupuesto de 49,2 billones de pesos, la cartera que más recibe recursos del presupuesto nacional. Sin embargo, no existe una división administrativa ni financiera que permita saber a ciencia cierta cuántos recursos se destinan al sector rural. Un estudio de Fedesarrollo publicado en 2019 hizo varias estimaciones: “Aunque la proporción de estudiantes rurales es entre la quinta y la cuarta parte del total de la matrícula (22 por ciento), el gasto en zonas rurales representa aproximadamente la tercera parte del gasto total”. Sin embargo, el mismo documento advierte que es urgente invertir más.
Al borde de la carretera, en medio de una planicie solitaria, hay una escuelita pintada de colores. Allí la profesora Janeth Méndez –una mujer jovial, ya jubilada– enseña a una decena de niños entre preescolar y quinto de primaria. Como haciendo malabarismos, alterna entre pupitre y pupitre la enseñanza de formas y colores, de lectoescritura básica y de biología. Los niños, a pesar de su corta edad, parecen agradecer su esfuerzo con una concentración inquebrantable.
Catalina Duarte, especialista en educación de Unicef, afirma que la enseñanza en multigrado es una constante en la zona rural porque no hay suficientes niños como para hacer una escuela más grande. “Pero una cosa es alfabetizar solo a los niños de primero y otra muy distinta es guiar a transición y, a la vez, instruir a los de cuarto y quinto. Necesitas un entrenamiento docente diferente. Por eso es sumamente importante fortalecer las capacidades de los docentes y darles material didáctico”, explica.
Estas carencias en la formación docente son un ingrediente más en el coctel de abandono que incluye las largas distancias, la falta de materiales y la precariedad en infraestructura y servicios públicos. Todos estos factores crean una brecha en el aprendizaje que se ve reflejada en los exámenes oficiales. En las Pruebas Saber de los grados tercero, quinto y noveno de 2017, las últimas realizadas, el 72 por ciento de los estudiantes rurales tuvieron un resultado insuficiente o mínimo en lenguaje y matemáticas. En la zona urbana la cifra fue del 65 por ciento. En las pruebas Saber 11, 2021, los alumnos rurales sacaron en promedio 26 puntos menos que los de las ciudades, una brecha que creció desde que comenzó la pandemia.
Janeth, al igual que todos los docentes que consultamos, dice que no tuvo una formación específicamente enfocada al multigrado. Pero ha sabido manejarlo a punta de paciencia y dedicación, y lo demuestra haciendo leer en voz alta a todos sus estudiantes. Después nos muestra una caja de madera llena de juguetes didácticos como rompecabezas, juegos de mesa y figuras. Un tesoro escaso en estas tierras. “Si cada escuela tuviera materiales así, la cosa sería mucho menos compleja. Pero este es un trabajo que se hace con pasión a pesar de las dificultades. Porque el error del médico muere, pero el del educador se multiplica”, declara.
De la guerra a la corrupción
La institución educativa de Los Alpes está al pie de la cordillera y a casi tres horas del casco urbano de Medina. A medida que nos acercamos, enormes derrumbes color arcilla empiezan a aparecer en las laderas de las montañas. El rector Quintero asegura que los deslizamientos son las cicatrices de los bombardeos del Ejército contra la guerrilla que ocurrían hace veinte años. Luego se sumaron, como siempre, enfrentamientos con paramilitares, listas negras y desplazamientos masivos. “La población aún no se recupera. Este era un pueblo próspero, pero ahora muchísimas casas están abandonadas. Pocas familias han regresado”, comenta.
A tan solo 200 metros de la entrada del pueblo, la quebrada Caño Blanco corta la carretera. Un puente de cemento casi sepultado por el lecho del río alcanza a asomarse entre la corriente, como anunciando que la guerra se fue, pero no la corrupción y el olvido estatal. Basta decir que el colegio Los Alpes iba a ser uno de los beneficiarios del proyecto de conectividad rural del Ministerio de las TIC, que terminó en el escándalo de corrupción de Centros Poblados. “De verdad, necesitábamos internet porque no tenemos suficientes libros de actividades para todos. Tenemos una clase de informática que consiste en tres o cuatro alumnos por portátil, aprendiendo a manejar Excel”, lamenta la docente Camila Varena.
El año pasado, nueve de cada diez sedes educativas de todo el país tenían algún servicio o bien TIC. Pero solo el 22,7 por ciento de ellas correspondía a un centro educativo rural con internet. A la larga, afirma Varena, la falta de acceso a las tecnologías de la información pasará factura en el aprendizaje. Un estudio del Icfes descubrió que los colegios rurales con internet obtienen, en promedio, 20 puntos más que los carentes de conectividad.
No obstante, nada de esto desanima a Andrei Contreras, de 16 años, que tras dos horas de camino llegará esta tarde a su casa a trabajar como fumigador, pero se empeña en graduarse para convertirse en ingeniero civil. Ni tampoco a Valentina Alvarado, de 15, que planea ser la primera profesional de su familia y de paso inspirar a su hermana pequeña.
¿Qué tanto dependerá su éxito del esfuerzo? ¿Qué tanto depende la deserción de la azarosa necesidad en un campo en el que el 44,6 por ciento de la población vive en la pobreza y otro 18,8 en la pobreza extrema? La deuda con la educación rural es también la de un campo condenado al olvido. Una deuda con Franklin, de 17 años, que abandonó la escuela hace dos años porque “no le gustaba el estudio”; además, su abuelo se enfermó y tuvo que cuidarlo, y trabajar en las fincas. O como Jaider, que cursa octavo en Mesa de Los Reyes: su hermano de 16 años prefirió trabajar a estudiar, justo cuando las vacas dejaron de dar leche y su madre tuvo que irse a Medina a buscar empleo, escondiendo quizás el más puro sacrificio fraternal.
La educación rural avanza gracias a la pasión de los maestros, el compromiso de los padres y las comunidades, y la voluntad de los alumnos. Pero las brechas en calidad y cobertura piden a gritos inversiones en formación e infraestructura que reduzcan el azar y hagan florecer el esfuerzo. Para que sean ellos, y no el río, quienes decidan cuándo empieza la clase.