ANÁLISIS
Los analfabetas de ayer y de hoy
La meta de Santos de reducir la tasa de analfabetismo al 3,2 % para el 2018 es positiva, aunque modesta.
La paradoja es que a la par, 787 millones de habitantes en el mundo – pobres y mujeres la gran mayoría - aún no saben leer ni escribir, y por tanto, no pueden dialogar con las grandes ideas de hombres que ya han muerto, no pueden comunicarse con alguien que use otro idioma o habite en otro contexto. De estos, dos millones son colombianos, la mayoría de los cuales viven en zonas rurales de Chocó, Sucre, Córdoba y Magdalena.
Uno de cada cinco habitantes del Chocó todavía no sabe que existen los libros, los periódicos, la imprenta, el internet, el computador o los cuadernos, ya que nunca los ha podido utilizar. Son personas profundamente limitadas para ascender social, económica y laboralmente. Carecen de los medios para escribir y para acceder a los registros permanentes de las ideas.
Tenemos una infinita deuda social y ética con la población analfabeta, ya que la ausencia de los códigos convencionales de comunicación los inhabilita para ejercer los derechos propios de una democracia, ascender socialmente, salir de la pobreza y acceder libremente a la información. Estos adultos están condenados a la marginalidad, la pobreza y el hambre. Por ello, la cifra sigue siendo escandalosamente grande en el mundo, en América Latina y en Colombia. Una persona analfabeta está condenado a aprender a un ritmo miles de veces más lento y restringido: debe limitarse a su propia experiencia, perdiendo en parte la connotación de ser cultural que le corresponde como humano.
Los analfabetas desconocen que existen los cuentos, las narraciones, las cartas, los libros y los ensayos, desconocen la historia que han construido los 33.000 millones de seres humanos que nos han antecedido. Nunca han podido leer las ideas de otros y tampoco han logrado escribir sus propias historias, cuentos, sueños o ilusiones. Y al no poder hacerlo, estos casi se desvanecen. No pueden leer los nombres de las calles, las rutas y estaciones de los buses o las maneras como nominamos los animales y las personas; ni pueden escribir su propio nombre para reforzar su identidad y autoconcepto, ni elaborar un simple inventario de cosas para hacer en el día o un listado de productos y mercancías antes de ir de compras. Ni qué decir de crear un cuento, un poema, una columna de opinión o una carta de amor.
El lenguaje le permitió al ser humano crear otro mundo, y al hacerlo, duplicarlo. Pero la inequidad y el hambre excluyen de esta posibilidad a todos las analfabetas del planeta. Y sus efectos no paran allí, ya que con ello, limitan sus ideas, reflexiones, deducciones, argumentos e inferencias.
Las palabras engendran las ideas, pero al mismo tiempo las alimentan y contaminan. Allí radica la magia que las cubre y la seducción que poseen. Por ello decimos que amamos desde el fondo del corazón, cuando sabemos que lo hacemos con el cerebro, y es precisamente por lo mismo que duele tanto que en nuestro país llamemos falso positivo a un asesinato, o que alguien ante la muerte de otro afirme: “Por algo sería”. Sin decirlo explícitamente, termina por justificar y avalar el crimen.
La lectura y la escritura son las mejores maneras para desarrollar el pensamiento, y lo son, porque los textos cambian a quien los lee o escribe. Basta ver que alguien tiene ideas originales, profundas y argumentadas, o que se exprese en un lenguaje fluido y enriquecido, para saber que es un buen lector. Por ello, quien comprende lo que lee, tiende también a desarrollar formas más complejas del pensamiento, ya que ha intercambiado ideas con un público más amplio, más diverso y más culto. Especialmente cuando lo hace con los grandes configuradores de la historia humana que nos han antecedido: los clásicos. Leer y escribir no solo transforma las ideas, también los sentimientos y las formas de actuar. Basta ver el llanto que produce la lectura de un poema escrito por un amante, o la ira que genera la lectura de una nota de agravio o difamación.
En el futuro las escuelas le darán enorme peso al desarrollo de las competencias comunicativas para leer y escribir, ya que sin ellas es casi imposible aprehender a pensar con cabeza y criterio propio y volverse un mayor de edad en el sentido kantiano del término.
Por todo lo anterior, la meta del presidente Santos de bajar el analfabetismo en el país al 3,2 por ciento durante su segundo gobierno, aunque positiva sigue siendo una meta modesta, ya que al hacerlo, condenamos a más de un millón de personas a vivir en la marginalidad y la pobreza total.
Hoy día también existen los analfabetas funcionales, aquellos que a pesar de reconocer los códigos, no están en condiciones de utilizarlos de manera eficiente en su vida cotidiana. Saben leer y escribir, pero tienen pocas competencias comunicativas. Según las últimas pruebas PISA, en Colombia la mitad de los jóvenes después de diez años de asistir a la escuela lee de manera fragmentaria, como hacen los niños, y por ello no logran captar las ideas principales de los textos, ni sus argumentos, su articulación o sus contradicciones.
Son jóvenes que tienen 15 años, pero que leen como si tuvieran siete. Es decir, son jóvenes a los que la escuela les frenó su desarrollo mental y les produjo un retraso cognitivo. Por ello apenas alcanzan el primer nivel de lectura entre seis posibles (el último es el de lectura crítica).
La tragedia para ellos también lo es para sus familias, la sociedad y la democracia. ¿O acaso puede llamarse democracia un país en el que el 6 por ciento de sus habitantes no sabe leer ni escribir, un país en el que la mitad de sus jóvenes no pueden extraer las ideas que subyacen en un pequeño párrafo de un texto como este? Volvemos a la pregunta fundamental, ¿por qué todavía no hemos podido superar las principales debilidades estructurales de la educación en nuestro país?
*Es director y fundador del Instituto Alberto Merani