OPINIÓN

¿A qué deberían ir los niños a la escuela?

En Colombia hemos aplazado el debate en torno a los fines de la educación. Sin abordarlo, no será posible mejorar la calidad de la educación, y mucho menos que logremos convertirnos en el país más educado de América Latina

* Julián De Zubiría
3 de enero de 2017
| Foto: Simón Granja

En Colombia hemos carecido de política pública en educación. Andamos como inmigrantes: a la deriva. Cada nuevo ministro llega con una nueva agenda. Tenemos políticas de gobierno, pero no de Estado. Y por ello, como país no hemos abordado las reflexiones esenciales sobre los fines de la escuela, los modelos pedagógicos, los fundamentos y la pertinencia del currículo, la formación de docentes o la naturaleza de la educación inicial, entre otros. El más serio intento por abordar estas temáticas fue en 1994, cuando la gigantesca movilización de docentes culminó con una Ley General de Educación. Sin embargo, el peso desproporcionado que alcanzaron los aspectos administrativos durante los gobiernos de Pastrana y Uribe hizo abortar este esfuerzo inicial. Doce años continuos de abandono de lo pedagógico produjeron una gran contrarreforma educativa que a la postre terminó por anular las grandes discusiones pedagógicas que se habían gestado durante el gobierno de Ernesto Samper. También a ello contribuyó el abandono de FECODE del movimiento pedagógico que había impulsado en los años 80 del siglo pasado y su casi exclusiva dedicación a la reivindicación gremial del magisterio. Es por ello que en las dos últimas décadas el país no ha vuelto a pensar en serio en torno a un proyecto educativo de largo aliento. De esta manera, la reflexión pedagógica se ha concentrado excesivamente en aspectos coyunturales. En estas líneas me referiré a uno de los debates pedagógicos pendientes: El currículo.

La visión fragmentada, informativa y desarticulada que ha dominado la educación en Colombia ha conducido a una idea totalmente equivocada a nivel curricular y es que, ante cualquier nuevo problema, debe aparecer una nueva asignatura. La idea mágica que subyace es que la cátedra creada lo resolverá. Así aparecieron múltiples asignaturas en la última época: La de tránsito, finanzas, cooperativismo, educación sexual, paz o emprendimiento, para citar algunas de ellas.  Sólo en las dos últimas legislaturas del Congreso se promovieron iniciativas para crear 16 nuevas cátedras.  La gran mayoría de ellas fueron pensadas y diseñadas por congresistas que carecen de los mínimos elementos para realizar una reflexión pedagógica que amerite ser comentada en estas líneas. Una y otra vez se ha impuesto esta visión en el currículo nacional. Y por ello, hoy los jóvenes tienen que enfrentar hasta quince asignaturas en cada uno de los grados.  Y también por ello, matemáticas no tiene nada que ver con sociales, ni educación física está relacionado con artes; como tampoco lo está lenguaje con ciencias naturales. Son congregaciones de islas o pequeños árboles de navidad recargados de adornos, según el símil del senador Juan Manuel Galán en el reciente debate que promovieron quienes quieren retornar a una Constitución más clerical, excluyente y discriminante.

La idea que sustentaré en estas líneas es en extremo sencilla. En lugar de quince asignaturas desligadas, toda la educación básica debe estar concentrada en desarrollar tres esenciales competencias transversales: pensar, comunicarse y convivir. En últimas, los estudiantes deberían ir al colegio a aprehender a pensar, comunicarse y convivir. Todo lo demás es superficial al lado de esas tres esenciales competencias en la vida. Por ello, todas las asignaturas de todos los grados y todas las áreas deben desarrollarlas. Así se garantizaría que desapareciera uno de los factores que más explica la baja calidad: el trabajo desarticulado de los docentes en las instituciones educativas.

De esta manera, el desarrollo de la competencia para interpretar puede considerarse la meta cognitiva más importante del proceso educativo durante la educación básica.  No se requiere tener en la cabeza la información exacta sobre los accidentes geográficos, los presidentes, los algoritmos, la gramática o los símbolos químicos, como equivocadamente había supuesto la escuela tradicional. Ahora bastará con una tecla de un computador o un celular para acceder a cualquier información necesaria. Lo que sí necesitamos es que los jóvenes sepan dónde y cómo encontrar la información y que tengan los conceptos previos para interpretarla. Que puedan trabajar hipotética y deductivamente con ella; es decir, requerimos competencias para argumentar, deducir, inferir e interpretar. Así como los deportistas necesitan ejercitar sus músculos, niños y jóvenes tienen que ejercitar una y otra vez sus procesos para pensar. La escuela tendríamos que convertirla en un verdadero gimnasio para pensar.

Pero, por importante que sea, la finalidad cognitiva no basta. Necesitamos que los niños y jóvenes desarrollen competencias que les faciliten la comunicación con los demás. La escuela tiene que ser un lugar para aprender a hablar, escribir, escuchar y leer. Estas son competencias sin las cuales no se puede convivir de manera adecuada en el siglo XXI.

Hoy estas competencias tendrán que desarrollarse con diferentes lenguajes y discursos, ya que los niños no sólo se enfrentan a textos escritos. Niños y jóvenes están diariamente expuestos a comunicaciones visuales en afiches, propagandas y en el cine. Varias veces al día interactúan de diversas formas en la red. En este contexto, no tiene sentido que la escuela siga mediando exclusivamente el lenguaje escrito.

Finalmente, pero no por ello menos importante, habría que desarrollar las competencias para convivir con los otros; en muchísimo mayor medida en un país que por primera vez en décadas tiene la histórica oportunidad de decidir si continúa la guerra o si comienza a respetar y valorar las diferencias y a convivir en paz. Si le seguimos apostando a la exclusión, la ira y la amargura, o si nos decidimos por la alegría y la esperanza. Estas competencias están asociadas a lo que Gardner llamó la inteligencia intra e interpersonal. Es decir, son las competencias que nos ayudan a conocernos, comprendernos y a convivir con los otros de manera civilizada. Por ello, algunos pedagogos las llaman competencias ciudadanas.

La escuela tiene que enseñarnos a convivir con quienes son diferentes a nosotros porque tienen diversas razas, idiomas, religiones, culturas, estratos, géneros o inclinaciones sexuales. La escuela no puede concentrarse únicamente en la dimensión cognitiva y no debe trabajar exclusivamente algunas zonas del cerebro. Necesitamos que se convierta en un espacio en el cual desarrollemos intereses y fortalezcamos la autonomía y la solidaridad. Necesitamos formar individuos que se comprendan a sí mismos, a los otros y al contexto. Necesitamos individuos más éticos, sensibles e integrales, y eso sólo lo resolveremos si entendemos que el trabajo en la dimensión ética, valorativa y ciudadana es una responsabilidad de todos los docentes.

Pero nada de lo anterior será posible si no resolvemos de manera colectiva, reflexiva y argumentada la pregunta central en educación: Hoy en día, ¿a qué deberían ir los niños y jóvenes a las escuelas? Y ello no es posible responderlo si no garantizamos un currículo más pertinente para formar los niños y jóvenes que requiere la sociedad del siglo XXI. En este debate, diversos países de América Latina nos llevan una ventaja casi inalcanzable. Precisamente, por ello, hay que iniciarlo cuanto antes.

*Director del Instituto Alberto Merani y Consultor en educación de las Naciones Unidas (@juliandezubiria)