EDUCACIÓN

El efecto Columbine: ¿por qué EE.UU. no ha podido parar las masacres en los colegios?

El ataque ocurrido en la Escuela Secundaria de Columbine, en 1999, fue solo el comienzo. Casi 20 años después sigue sobre la mesa la pregunta de cómo prevenir el fenómeno de las masacres estudiantiles y, sobre todo, cómo cuidar la salud mental de los estudiantes.

3 de julio de 2018
El 20 de abril de 1999 asesinaron a 12 estudiantes y a un profesor e hirieron a 27 personas más. | Foto: Getty Images

32 minutos después, Eric Harris y Dylan Klebold se quitaron la vida. Habían cometido una de las masacres escolares más violentas de la historia de Estados Unidos: asesinaron a 12 estudiantes y a un profesor e hirieron a 27 personas más. Era 20 de abril de 1999. La masacre impactó de tal manera a la población, que incluso el nombre del colegio fue acuñado para referirse a futuros asesinatos: “Columbine”. Desde entonces, este fenómeno se ha arraigado en el imaginario del país norteamericano. En las primeras 20 semanas de 2018, ha habido 22 tiroteos escolares en los que alguien ha muerto y más de una persona ha sido herida.

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El episodio más reciente ocurrió el 18 de mayo, en Texas. Diez personas fueron asesinadas y diez más heridas por el ataque de Dimitrios Pagourtzis, un estudiante de 17 años. Tan solo unos meses atrás, el 14 de febrero, Nikolas Cruz, de 19 años, mató a 14 estudiantes y a 3 profesores de la escuela de la que había sido expulsado recientemente. Las masacres y manifestaciones violentas han sido la preocupación del gobierno estadounidense, que ha ideado más de una estrategia para prevenirlas. Se han reforzado las medidas de seguridad en los colegios públicos instalando detectores de metales y requisando a los estudiantes.

En referencia a las explosiones de violencia en los colegios, el presidente Donald Trump incluso propuso armar a los profesores como mecanismo de seguridad. Junto a las alternativas que pretenden asegurar que ningún arma entre a las instituciones escolares, se han creado programas en contra del bullying e instaurado políticas de “cero tolerancia” que buscan disminuir las manifestaciones violentas entre estudiantes tomando medidas como, por ejemplo, incrementar la presencia de policías en las instituciones educativas.

Los efectos de la implementación de este programa también han sido foco de múltiples discusiones, ya que son dispositivos estrictos que castigan con la misma severidad grandes y mínimas violaciones de la norma. El caso de un niño de 14 años que fue suspendido por tener un llavero de una pistola es bien conocido entre los opositores de esta medida. Los detractores de esta política aseguran que deja en manos de la policía garantizar la disciplina escolar, convirtiendo la escuela en un espacio presto para adoptar lógicas policiales y sus imparcialidades.

Según VOX, la frase “school to prison pipeline” (el tránsito del colegio a la prisión) ha sido usada para describir cómo la instauración del sistema policial en las escuelas incrementa el riesgo de que los estudiantes crezcan para ir a la cárcel. Lo más preocupante es que esta medida alimenta las disparidades sociales: un porcentaje significativamente más alto de niños afroamericanos es suspendido sin causa justa en los colegios y, por ende, un número mayor de estos niños termina en las cárceles. La principal crítica, sin embargo, es que la política de cero tolerancia resulta inútil.

Según estudios como “Zero Tolerance, Zero Evidence”, conducido por el Indiana Education Policy Center, “todavía hay poca evidencia de que estrategias relacionadas con la ‘cero tolerancia’ mejoren el comportamiento de los estudiantes o la seguridad en la escuela”. Las medidas implementadas desde el famoso caso de Columbine no han logrado acabar con el fenómeno de las masacres colegiales en Estados Unidos. Se trata, a todas luces, de un asunto profundo y complejo que, aparte de las discusiones sobre las leyes que permiten la tenencia de armas en el país, suscita preguntas sobre los ambientes estudiantiles, las estrategias disciplinarias, el control sobre los contenidos a los que están expuestos los adolescentes y, sobre todo, respecto a cómo el sistema educativo trata la salud mental de sus estudiantes. En medio del pánico, el caos y la inexplicable recurrencia de las masacres, la pregunta que queda en el aire es ¿por qué ocurren?

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Las medidas implementadas desde el famoso caso de Columbine no han logrado acabar con el fenómeno de las masacres colegiales en Estados Unidos.

El bullying  y la exclusión social

“Los dos sospechosos hacían parte de Trenchcoat Mafia, un pequeño grupo de marginados que odiaba a las minorías y a los atletas”, comentaba en 1999 la presentadora de CNN mientras narraba los hechos de la tragedia de Columbine. Pocas horas después del ataque, los testimonios de los sobrevivientes confirmaron que los asesinos eran víctimas de bullying y que, de hecho, hacían parte de este grupo. Hace unos días, Antonio Pagourtzis, padre del adolescente acusado de la más reciente masacre escolar en Estados Unidos, le dijo a los medios: “Mi hijo es un niño bueno que era maltratado en la escuela. Creo que esto es lo que está detrás de sus acciones”. Caso tras caso, parece que el bullying y la exclusión de círculos sociales en los colegios son los motivos que impulsan estos comportamientos en extremo agresivos. Entonces, ¿por qué los programas anti-bullying no han disminuido esta clase de ataques?

El paradigma de Columbine

“Todo el mundo sabe quién comete este tipo de asesinatos. Son parias, típicamente emos u otro tipo de niños que se visten extraño y viven en los márgenes”, asegura Dave Cullen, escritor de Columbine, el libro que esclareció para el público los hechos de la masacre. “Esta verdad tan conocida está mal”, aclara. Análisis extensivos de los estudiantes que han cometido este tipo de delitos, como el informe de evaluación de amenazas de masacres escolares del FBI, aclaran que no existe un solo tipo de perfil bajo el que todos estos estudiantes puedan ser clasificados. En otras palabras, no todos los que cometen este tipo de crímenes son adolescentes aislados, que se visten de cierta manera y que son excluidos de grupos sociales.

De hecho, varios de ellos han sido descritos como “amigables”, con un “amplio círculo social” y “participativos en actividades escolares”. Por ejemplo, Kip Kinkel, que asesinó a sus padres, a otras dos personas e hirió a 25 estudiantes en su escuela, no era víctima de maltrato escolar ni familiar. La explicación de este fenómeno es mucho más profunda y está intrínsecamente relacionada con la masacre de 1999. En los años que siguieron a Columbine, las masacres escolares cambiaron: se convirtieron en un rito. Malcolm Gladwell, reputado sociólogo y periodista estadounidense, así lo sustenta en su artículo “How School Shootings Catch On” (Cómo las masacres escolares se propagan). En este, reúne los resultados y opiniones de expertos que se han dedicado a estudiar a fondo este fenómeno.


En las primeras 20 semanas del 2018 ha habido 22 tiroteos escolares en los que alguien ha muerto y más de una persona ha sido herida. Foto: Getty Images. 

Gladwell encuentra una pieza de la respuesta en un famoso artículo publicado hace décadas por el reconocido sociólogo de Stanford, Mark Granovetter, “Threshold Models of Collective Behavior” (Modelos de umbral del comportamiento colectivo). En el estudio, el investigador intenta responder la paradoja detrás de la siguiente pregunta: ¿Qué explica que una persona o un grupo de personas actúe en contra de lo que cree que está bien? Granovetter estudia las riñas y las define como un “proceso social” que es impulsado por los “umbrales” personales.

Aquellos “umbrales” son para él, en palabras simples, la cantidad de personas haciendo algo que incitaría a otra a replicar esta acción, así vaya en contra de lo que este individuo cree. Para quienes tienen umbrales bajos, la influencia de una persona es todo lo que necesitan para cometer aquello que solos no se atreverían a hacer. Otras necesitan dos, cinco o veinte personas. Tanto para el sociólogo Ralph Larkin, como para Gladwell, Harris y Klebold, los dos asesinos de Columbine, inauguraron un movimiento cultural e instauraron un guion para que los próximos pudieran actuar.

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El fenómeno de las masacres escolares, entonces, está relacionada con una necesidad de pertenecer a un grupo, de seguir una tradición y de reinventarla. Harris y Klebold fueron más allá de perpetrar la masacre. Escribieron manifiestos y diarios, grabaron videos para “iniciar una revolución”. Según Larkin, en las grandes masacres después de Columbine los estudiantes que asesinaron a sus compañeros hicieron referencias explícitas a los asesinos de Columbine; los estudiantes que cometen este tipo de crímenes se representan entre ellos y se rinden homenaje, usualmente llamándose “hermanos en armas”. Esta clase de masacres, por tanto, son un fenómeno que vive en la cultura y se propaga a través de los medios y el entretenimiento. Cabe anotar que parte de la inspiración de Klebold y Harris fue la película Natural Born Killers, que prácticamente conocían de memoria.

Un proceso de lenta construcción

Quizá en parte por la idea equivocada de que los asesinos eran víctimas de bullying es que las medidas tomadas por el gobierno norteamericano para frenar estas masacres no han surtido efecto. Sin embargo, el acervo de casos ha posibilitado trazar perfiles de los estudiantes que cometen este tipo de delitos. Según Peter Langman, hay tres tipos de perfiles: los tiradores traumatizados, que vienen de familias disfuncionales, pobreza, abuso sexual y que, en general, no tienen ninguna estabilidad; los tiradores psicopáticos con una personalidad narcisista, que no tienen empatía o remordimientos y, en general, ningún tipo de respeto por la autoridad; y los psicóticos, que comparten con el psicopático todas las características, además de emocionarse al tener el poder sobre la vida y la muerte. ¿Cómo, entonces, prevenir este tipo de masacres si las razones parecen ser imposibles de cambiar?

Sobre lo que todos los investigadores parecen estar de acuerdo es en el hecho de que estos delitos no se dan de un día para otro y que son, en realidad, el final de un proceso largo y de lenta construcción. Poco a poco estos estudiantes empiezan a obsesionarse con las armas, con otros casos de masacres estudiantiles y, poco a poco, pequeños incidentes en el colegio –como ser rechazado por una niña– van acumulando razones para matar.

En este lento proceso de construcción no son pocas las veces en que estos adolescentes comunican sus planes. Con cada uno de los casos, el fenómeno se va arraigando lentamente en el imaginario adolescente y, poco a poco, toma fuerza. Según Gladwell, lo más preocupante es que actos horrorosos como estos lleguen a todas las personas por igual. Para Langman, las medidas que se están tomando en las escuelas son superficiales, pues solo tratan el fenómeno cuando está a punto de ocurrir. Los profesores y estudiantes tienen que estar capacitados para reconocer comportamientos que se salen de la norma y que son indicadores de estas masacres.

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Además, añade que saber sobre el estado mental de los estudiantes ayudaría significativamente; no solo para conocer perfiles psicológicos especiales –como los espectros del autismo o los perfiles psicóticos– sino para cuidar la salud de los estudiantes, muchos de los cuales pueden estar pasando por momentos difíciles y necesitar ayuda. La solución podría ser simple y poderosa: el sistema educativo tiene que hacer un esfuerzo por prestar atención, por oír a sus estudiantes y, sobre todo, por conocer su contexto profunda y ampliamente para poder ayudar a quien lo requiera y prevenir este tipo de masacres.

Este artículo hace parte de la edición 35 de la revista Semana Educación. Si quiere informarse sobre lo que pasa en educación en el país y en el exterior, suscríbase ya llamando a los teléfonos (1) 607 3010 en Bogotá o en la línea gratuita ?018000-911100.

Este y otros temas serán abordados en la Cumbre Líderes por la Educación 2018 que se llevará a cabo en Bogotá el próximo 19 y 20 de septiembre más información aquí

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