PARO ESTUDIANTIL DEL 10 DE OCTUBRE
La crisis financiera de las universidades públicas
El pedagogo Julián De Zubiría explica en esta columna las razones de la grave crisis financiera que vienen sufriendo las universidades públicas y la cual ha llevado a rectores, docentes y estudiantes a convocar movilizaciones para exigir adiciones para la vigencia del presupuesto que está por definirse para el año de 2019.
El país se prepara para recibir una de las marchas más grandes en las últimas décadas. El 10 de octubre, estudiantes, profesores y ciudadanos, saldrán a la calle en todos los rincones del territorio en defensa de la universidad pública y para exigir recursos que garanticen que puedan seguir ofreciendo educación de tan alta calidad, como hasta el momento han podido hacer. Simultáneamente, en el Congreso se realizará un foro por la dignidad de la educación superior. La idea es incidir en la decisión del gobierno sobre el presupuesto general de la nación para el año 2019. Sin duda, son marchas justas en defensa de la educación y la democracia.
La única opción para alcanzar la movilidad social que tienen los hijos de familias que vivieron en la pobreza es convertirse en estudiantes de alguna de las universidades públicas con que cuenta el país.
La propuesta del gobierno es adicionar 3,5 billones a las armas y la guerra. La propuesta de docentes y estudiantes es que, de esos recursos, se reasigne 1 billón para las universidades públicas, que se incrementen los recursos para el SENA, que se transfieran fondos del ICETEX hacia la educación oficial y que los 800.000 mil millones que cuesta anualmente el programa Ser Pilo Paga se inviertan por completo en las universidades públicas regionales. Veremos de qué manera elige defenderse el país: si con armas o con educación. Si la decisión se toma pensando en las próximas generaciones y el desarrollo nacional, no hay duda: mejoraremos significativamente los recursos para la educación.
En Colombia, sólo el 40% de los jóvenes de estrato uno culmina la educación media y tan solo el 10% de ellos logra ingresar a la educación superior. La sociedad es especialmente injusta con ellos porque los condena a seguir viviendo en la marginalidad y la miseria. La única opción para alcanzar la movilidad social que tienen los hijos de familias que vivieron en la pobreza es convertirse en estudiantes de alguna de las universidades públicas con que cuenta el país. Lo demás es jugar irresponsablemente con las ilusiones de las más pobres o apostarle a la lotería, en la que los que ganan, según la teoría de la probabilidad, son menos que los que reciben el impacto de un rayo en vida. Colombia sigue siendo un país con muy alta iniquidad y muy baja movilidad social. La educación oficial tiene la llave maestra para superar estas dos tragedias que cargamos de tiempo atrás.
Para leer: En las universidades oficiales no son bienvenidas ni las pedreas ni la fuerza pública
Diversas investigaciones que he hecho y otras consultadas de la Universidad de los Andes concluyen lo mismo: cerca del 90% de los jóvenes vinculados a la educación pública aspiran a continuar sus estudios superiores en una universidad oficial, pero ésta le cierra a la mayoría sus puertas con candado. Sus sueños se truncan y desde muy jóvenes terminan vinculados al mundo laboral, frenando así cualquier posibilidad de movilidad social.
De los 540.000 jóvenes que cada año se gradúan de la educación media en Colombia, el 90% pertenece al estrato 1, 2 o 3. Relativamente pocos de ellos logran ser admitidos en una universidad oficial. En la Universidad Nacional, de 75.000 que se presentan, tan solo logran ingresar 5.000. En la de Antioquia ingresan 5.000 de los 50.000 que lo intentan, en la del Atlántico son admitidos 3.000, pero se presentan 30.000.
Desde hace algunos años, las universidades públicas, están en cuidados intensivos a nivel financiero. La explicación es sencilla: En 1993 recibían, por cada estudiante, un monto de 10,8 millones de pesos por parte del Estado. Hoy, 25 años después, las transferencias han pasado a 4,8 millones de pesos por estudiante. Una caída sensible que se origina en que el incremento en el número de estudiantes no estuvo acompañado por uno similar en los recursos girados. Es así que, en 1993, las universidades oficiales contaban con 159.000 estudiantes, en tanto hoy acogen a 611.000. La situación es todavía más grave si se tiene en cuenta que los estudiantes de maestrías y doctorados vienen creciendo exponencialmente; y que el costo de tener un estudiante en maestría es más de tres veces superior al que se requiere en el pregrado.
La Ley 30 de 1992 determinó que las transferencias a las universidades serían ajustadas anualmente según el IPC. El problema grave es que los costos crecieron muchísimo más al cuadruplicarse los alumnos que recibieron, al aumentar los estudiantes en maestrías y al elevarse los niveles de formación, publicación y titulación de los docentes. El déficit se fue agravando año a año. Quienes asistimos a las universidades oficiales del país sabemos que pueden carecer de condiciones mínimas de infraestructura. Literalmente algunos de sus edificios se están cayendo.
¿Cómo pudieron subsistir con este creciente déficit financiero? Hay varios factores para explicar la continuidad de las universidades a pesar de la crisis de sus finanzas; pero, sin duda, el más importante ha sido el recurrir a la venta de sus propios servicios e investigaciones al sector público y privado. Es una estrategia comprensible, pero riesgosa en el mediano plazo, ya que desvía a la universidad de sus fines esenciales. En 1993, la Universidad Nacional recibía de la nación el 75% de todos sus ingresos, en tanto hoy en día recibe el 50%, y el otro 50% lo consigue mediante contratos que celebra con el Estado y con el sector privado. Un monto muy similar se alcanza para el resto de las universidades públicas regionales, con el agravante de que en ellas el traslado de los costos hacia los estudiantes ha sido cada vez mayor.
Que las universidades participen en la generación de sus finanzas tiene un elemento positivo: contribuye a la necesaria articulación entre la universidad y la sociedad. Sin embargo, llegamos a un límite que sería muy riesgoso de superar, ya que esta ruta ha obligado a directivos a desplazarse de sus funciones esenciales: la generación de conocimiento y la formación de las nuevas generaciones.
Otro mecanismo particularmente grave al que han tenido que recurrir las universidades públicas es aumentar el número de docentes temporales y de cátedra. Hoy por hoy, el 43% de todos los docentes en las universidades están vinculados como catedráticos y el 21% como ocasionales, cuando diez años atrás el promedio era del 36% y del 20%, respectivamente. Esto amenaza seriamente la calidad de la educación superior pública a mediano plazo. Con docentes catedráticos y ocasionales que no participan en espacios de reunión y planeación, la reflexión pedagógica tiende a desapacer. Con humor negro son apodados como los profes “rateros”: un rato aquí y otro allá.
Para leer: La guerra abierta contra la educación pública
Las universidades están en mora de revisar, entre otros, sus modelos pedagógicos, su responsabilidad en la formación de mejores ciudadanos, sus sistemas de evaluación y su estructura curricular. No es sólo una cuestión de inyectarles más recursos. Tienen que repensarse en términos institucionales, administrativos y pedagógicos. Aun así, esas serán tareas casi imposibles de realizar sin contar con docentes de tiempo completo y de planta.
La situación de las universidades públicas se complica si se tiene en cuenta la gigantesca campaña mediática de desprestigio que han sufrido. Se dice que son instituciones de baja calidad, que allí estudian “tirapiedras”, desadaptados y guerrilleros; que los docentes “lavan el cerebro” de los estudiantes, que son excesivamente costosas y miles de mentiras y falacias. Es así, que, aunque en las dos últimas décadas la Universidad Nacional no ha suspendido un solo semestre, es común la malintencionada afirmación de que en las universidades oficiales las carreras duran mucho tiempo más debido a los supuestos cierres prolongados que sufren. Es más, la Nacional no tuvo ningún cierre de más de un día durante todo el tiempo que duró el proceso de paz. Todos sabemos que fue un tiempo extenso. Pero eso tampoco lo saben los colombianos.
El país no sabe que son públicas ocho de las diez mejores universidades en valor agregado y en apropiación social de conocimiento, y que también lo son tres de las cinco universidades que más están consolidando los procesos de investigación a nivel nacional.
Para leer: Le llegó la hora a las universidades públicas regionales
Pero lo más importante de todo, lo que nunca podremos perder de vista, es que la única opción para que los pobres de América Latina salgan de la pobreza es fortalecer la educación pública. Sin ésta, ellos estarán condenados a vivir eternamente en la miseria. Por ello, como muchos otros, también anuncio que respaldaré a los docentes y a los jóvenes del país en las marchas que se realizarán el 10 de octubre. Marcharé, porque tengo claro que un país que no defiende su educación pública no merece llamarse una democracia.
*Director del Instituto Alberto Merani