HOMENAJE
La increíble historia detrás de Tintín, ahora que cumple 90 años
Fernando Castillo, uno de los biógrafos de este entrañable personaje, cuenta en este texto de la 'Revista de Occidente' por qué el enigmático reportero, creado por Hergé, representa los valores de una generación.
ÑPor Fernando Castillo
Dice el conocido tango que 20 años no son nada, una afirmación que es a veces más voluntariosa que real. Sin embargo, en el caso de Tintín, cuyo cumpleaños 90 celebramos este año, Carlos Gardel podría cantar la estrofa de Volver aplicada a estas nueve décadas con la certeza de acertar. Y es que ha pasado casi un siglo desde el nacimiento del joven reportero, creado por el dibujante y periodista belga Georges Remi, Hergé, con un viaje al país de los Soviets, a la Rusia soviética que tan de moda estaba en la época, y a pesar de los vaivenes propios del tiempo y de los cambios que ha traído esta casi centuria, sus aventuras siguen interesando a quienes se acercan a alguno de sus 23 álbumes, o mejor, 24, si añadimos el inconcluso pero editado póstumamente, Tintín y el Arte Alfa.
Fue en enero de 1929 –cuando en Nueva York también aparecía Popeye y apenas quedaban unos meses para que llegase la oleada del crack de Wall Street que con el Tratado de Versalles, acabaría de transformar el mundo y sobre todo Europa–, cuando apareció en Le Petit Vingtiéme, el suplemento infantil del diario de Bruselas Le Vingtiéme Siecle, una historieta dedicada a un joven con tupé, vestido con knickerbocker y sweater azul, acompañado de un fox-terrier que viajaba al que entonces se llamaba el País de los Soviets.
La tira estaba dibujada en blanco y negro con la moderna sencillez del dibujo lineal que había traído el neoclasicismo del llamado ‘retorno al orden‘. Un estilo sin sombras ni complejidades que estaba en el ambiente y que practicaban los dibujantes de la llamada Escuela de Bruselas que resultaba de gran modernidad, y que luego se ha generalizado con el nombre de ‘línea clara‘, el afortunado término de Joost Swarte. El medio en el que apareció Tintín era un periódico católico, de carácter conservador y nacionalista, dirigido por el abate Norbert Wallez, un sacerdote amigo de Mussolini y admirador del fascismo y sus soluciones autoritarias. Por sus características, este periódico, cuyo subtítulo rezaba "Diario católico y nacional de doctrina e información", era el entorno idóneo para acoger a Georges Remí, un joven de 22 años afín al escultismo y a los principios del diario que desde hacía tres años dibujaba con excepcional personalidad las historias del boy-scout Totor que armaba como Hergé. Desde entonces, enero de 1929, y con una periodicidad variable hasta 1976, año en que se publica su última aventura, tanto el joven periodista que jamás hizo una crónica –tan solo en su primera aparición amaga con enviar un artículo desde la Rusia soviética– como su creador Hergé han recorrido gran parte del siglo y del mundo por medio de sus aventuras mostrando parte de los valores surgidos de la tradición europea y los temores de su época, algo que ha contribuido a su permanencia.
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Y es que las aventuras de Tintín, a quien desde El cangrejo de las pinzas de oro, álbum publicado en 1941, le acompaña el magnífico capitán Haddock –un personaje extraordinario y de carácter que compite con el reportero–, están de una u otra manera relacionadas con el contexto, con los acontecimientos en que se inspiran muchas de sus aventuras. En algunas de las historias esta vinculación con la actualidad es muy estrecha, como sucede con los episodios publicados en su primera época, la de los años treinta, e incluso, con intensidad diferente, en las dos etapas siguientes que se extienden desde el comienzo de la Ocupación en Bélgica hasta finales de la década de los cincuenta, cuando se publica Stock de coque en 1958. En los álbumes de estas dos décadas se suceden las referencias, más o menos explicitas, a la Rusia soviética, al expansionismo de la Alemania nazi mediante el Anschluss de Austria, o de Japón a través de la invasión de Manchuria, a la guerra del Chaco, a los enfrentamientos entre palestinos y judíos, al colonialismo, al tráfico de opio y a la falsificación de dinero, mostrando la importancia del incipiente crimen organizado.
"Las peripecias de Tintín, del capitán Haddock y de Milú, nos acercan a un siglo terrible cuyos efectos afectaron tanto al creador como al personaje".
Luego llegaría la Guerra Fría, con las referencias al espionaje, a las armas de destrucción masiva, a la Rusia de Stalin, al tráfico de armas... El último periodo, apenas vinculado con los acontecimientos, sin embargo se cierra en 1976 con el álbum Tintín y los picaros, una aventura en la que de nuevo la actualidad –en este caso por medio de la guerrilla latinoamericana, quizás boliviana, nicaragüense o salvadoreña– es la protagonista. Incluso, el póstumo Tintín y el Arte Alfa, también se ocupa de un asunto que cada vez le interesaba más como era el mundo del arte contemporáneo, tanto el de los artistas como el de los marchantes y las galerías, pues no hay que olvidar que Hergé fue un destacado coleccionista de pintura con obras de Jean Du buffet, Auguste Herbin, Sérge Poliakoff, Lucio Fontana, Andy Warhol o de Roy Lichtenstein, así como de los españoles Martín Chirino y Manuel Hernández Mompó. Todo ello revela además de su interés por el arte, el oficio de Hergé, el instinto del periodista que también era y el interés por la actualidad, que con diferente intensidad se mantuvo hasta el final. Junto a los acontecimientos reales en los que se basan muchas de las aventuras, en los álbumes de Tintín la filantropía, la solidaridad y los sentimientos son elementos esenciales que se imponen en su última etapa cuando aparecen álbumes intimistas y corales, en los que lo literario se impone a la aventura y a la actualidad, como sucede con Tintín en el Tíbet (1960) y sobre todo en Las joyas de la Castañore (1963), un modelo de poética de lo cotidiano.
"Tanto Hergé como Tintín ayudan a entender la historia"
Quizás la razón del interés que ha despertado Tintín a lo largo de estas nueve décadas reside en el entorno en el que se desarrollan las aventuras del reportero. Y es que tanto Hergé como Tintín no se entienden sin el contexto, es decir, sin la actualidad, que es el estado por el que pasan algunos acontecimientos antes de convertirse en historia. Los dos periodistas, el real y el ficticio, si es que hay distinción posible entre autor y personaje, son dos europeos en los que se pueden encontrar parte de los valores y de los temores de su época; dos ciudadanos del Viejo Continente que asisten desde Bélgica, casi en el corazón de la antigua Europa, al desarrollo de la historia del convulso siglo XX en los años que constituyen el núcleo esencial de la centuria. No es descabellado sugerir que con su trabajo y sus aventuras, una suerte de episodios nacionales ilustrados del siglo XX europeo, tanto Hergé como Tintín ayudan a entender lo que sucede en estos años y, muy especialmente, trasmiten la valoración de esos acontecimientos precisamente cuando se estaban produciendo. De esta forma, las peripecias de Tintín, del capitán Haddock y de Milú, nos acercan a un siglo terrible cuyos efectos afectaron tanto al creador como al personaje.
Hergé fue siempre un periodista de olfato que desde la placidez de la redacción bruselense de Le Vingtieme Siecle, luego de la revista Tintín y, desde los modernos Estudios Hergé, fue capaz de distinguir entre los sucesos del momento aquellos que se iban a convertir en historia, esos que con el devenir del tiempo iban a tener la capacidad de influir en la vida de los lectores.
Por esta razón, la mayoría de los asuntos que sucedían y que aparecen en las aventuras tintinescas, incluso los más banales, resultan de interés y son reveladores de algunos aspectos del pensamiento del dibujante acerca de una serie de cuestiones que eran de actualidad. Como ciudadano europeo y como profesional de la información despierto e inquieto, Hergé crea un periodista que en muchos aspectos es una suerte de alter ego, de personaje que recoge la vocación profesional y la poética de aventura y viaje que él mismo no pudo llevar a cabo. Tintín es el Hergé que el dibujante hubiera querido ser, el free lance que ha atravesado, como un Robert Capa sin cámara, la centuria más violenta dejando testimonio de lo sucedido con sus peripecias. Esta afortunada confusión de identidades y de biografías, a pesar de la paradoja que supone llevar vidas tan distintas –uno, parafraseando la novela de Georges Rodembach, viviendo si no en Brujas, sí en Bruselas, la muerta, y otro por el contrario recorriendo los cinco continentes e incluso la Luna–, distingue a Hergé de otro ilustre aventurero de despacho como Jules Verne, quien por mucho que se identificase con el capitán Nemo, solo tenía en común con el mis- terioso marino el título de patrón de barco.
La huella poética de Tintín
Hoy día, excepto algún partidario de Asterix irrecuperable, nadie discute que las aventuras de Tintín, más allá del inicial contenido infantil que va desapareciendo con los años, tienen una apreciable complejidad literaria, pues se trata de un héroe cercano, sin superpoderes ni manifestaciones propias de la tradición mitológica. Además, se podría decir que es el heredero de Ulises y de Telémaco, de los caballeros del otoño medieval –los Amadís, Es- plandián o Floristán–, y de la narrativa decimonónica, romántica y realista, que da origen a un género de aventuras como el recogido por Julio Verne en el que la naturaleza y la épica se unen en un contexto cercano, en ocasiones aparentemente infantil. El contenido literario de la obra de Hergé se refleja en la presencia de personajes de carácter como Haddock o Bianca Castafiore, por no acudir a otros secundarios tan complejos como el contramaestre Allan Thompson, el general Alcázar, el espía doctor Müller, el piloto lituano Piort Pst, el pianista de la Castafiore Igor Wagner, el marchante Endaddine Akass y sobre todo el agente japonés Mitsuhirato o el ingeniero Frank Wolff, dos de los escasos personajes que mueren, en este caso suicidados, el último de manera altruista, algo decididamente poco infantil. Todo por no aludir al Yeti y a su relación con el joven Tchang o al malvado y misterioso aunque torpe Rastapopoulos, pues en las aventuras del periodista hay humor, hay incluso comedia –Haddock protagoniza episodios memorables dignos de los hermanos Marx en Tintín en el Tíbet– y hay épica, aunque nunca excesiva, pero también está presente el drama y a veces la tragedia, que muestran el sufrimiento tanto personal como de un colectivo con cercanía filantrópica.
Pero ese elemento literario que poseen los personajes citados también se muestra en la presencia de las numerosas poéticas que se desarrollan a lo largo de los distintos episodios de las aventuras de Tintín. En los álbumes dibujados por Hergé a lo largo de casi seis décadas hay una temprana poética del desierto, de la montaña, de la selva, de Oriente y del mar; es decir, del viaje y de la exploración en un mundo que todavía conservaba territorios vírgenes como el fondo oceánico y las alturas del Himalaya, o prácticamente desconocidos tal que las selvas de Nueva Guinea o del Amazonas. Todo como una combinación desigual de Jules Verne, Pierre Benoit, Paul Morand y Henry de Monfreid. Hay también en las historias una poética de la geografía, sea terrestre o selenita –esta última más imaginada que real, como corresponde a un autentico viajero literario–, y una poética de la naturaleza, que con frecuen-
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cia se convierte en una nostalgia por la feliz Arcadia preindustrial, coincidiendo con una evocación que se desarrolla en toda Europa desde el siglo XIX. Una nostalgia misoneísta que sin embargo convive con la muy moderna poética de la velocidad y de la mecánica, manifestada a través de la presencia del automóvil, del ferrocarril, del avión, de la lancha motora, del tanque o, incluso, del cohete, de esa suerte de V-2 adaptado a usos civiles por un Tornasol en funciones de Werner Von Braun que es el X-FLR6. También está presente la poética de la metrópoli, de la ciudad moderna, con ese amor-odio muy de Fritz Lang, hacia Chicago y la arquitectura racionalista, la atracción por el Shanghái de los años treinta o la Brasilia de los sesenta. Le sigue una poética de la arqueología –sea precolombina o egipcia, esta muy de moda desde los años veinte gracias a los hallazgos de Howard Carter y lord Carnarvon– y del buscador de tesoros y yacimientos como el popular y debatido Henri Lhote, descubridor de las pinturas del Tassili, con la que se relaciona también una poética de la etnografía y la antropología, un poco a lo Tristes trópicos de Claude Levy Strauss, coetáneo de Hergé y también casualmente nacido en Bruselas, manifestada por el interés hacia los pueblos africanos, los indios norteamericanos, el mundo chino y árabe o los pueblos andinos. Hay una poética del espionaje, de la conspiración y la organización secreta, tan de folletín semanal de Gastón Leroux o de Eric Ambler, pero también vinculada con la visión más reaccionaria de la Masonería y de las fuerzas ocultas, desarrollada a raíz del caso Stavisky y la aparición de grupos de presión en los días de la crisis de la III República francesa. Luego, durante la Guerra Fría, con el miedo al átomo y a los espías del Este, culminaría esta idea de lo secreto que es a veces también una teoría del miedo a lo oculto que subyace en El gabinete del doctor Caligari o en los temores ancestrales que ha estudiado como nadie Jean Delumeau. Muy próxima a esta presencia aparece una poética de la intriga, del enigma policiaco a lo Agatha Christie y la tradición británica, especialmente en los primeros álbumes, con personajes ocultos y misteriosos. Incluso, hay un discurso del coleccionista que persigue la creación de una wunderkammer personal con la reunión de objetos conseguidos a lo largo de sus viajes. En fin, podríamos decir que también hay una poética de la técnica, de la ciencia, del rigor y la razón que está encarnada en el profesor Tornasol y en la vocación documental demostrada por Hergé en la elaboración de sus álbumes.
Pero sobre todo, lo que hay en el conjunto de las aventuras del periodista es una poética del héroe, de los valores que tradicionalmente acompañan a la épica tradicional y a la filantropía surgida en la Ilustración. Y es en este aspecto donde Tintín y Hergé son una vez más esencialmente europeos, pues suman a los valores tradicionales de la Caballería medieval que hunde sus raíces últimas en la cultura clásica –platonismo y estoicismo– y en el cristia- nismo, aquellos otros principios desarrollados a lo largo del siglo XVIII que culminarán en los derechos proclamados en 1789, distintos de los de 1793, de los que surgen la democracia parlamentaria y los derechos humanos. Así, es en la protección y en el respeto de las minorías, en la defensa del débil, de la comunidad en su conjunto y de las causas que considera justas, sin recurrir a principios ideológicos ni religiosos, y desde el ejercicio de la tolerancia, donde surge el Tintín heroico, el personaje de las aventuras que a veces son domésticas y otras fantásticas, pero siempre respondiendo a idénticos principios morales. Este Tintín, mod lo de caballero moderno desde sus inicios, desarrolla claramente desde 1950 una ética civil, una cierta poética de los derechos humanos –tan europeos, tan occidentales– y una voluntad de su defensa y de su extensión por el mundo, aunque cada vez con mayor escepticismo sin duda fruto del que ha visto mucho. El único per-sonaje que forma la pareja Hergé-Tintín vive a lo largo del siglo XX como un ciudadano del mundo, un moderado, un liberal conservador a lo Jovellanos, es decir, a la antigua, que desconfía de las grandes construcciones políticas –sea la URSS, los Estados Unidos, la Alemania nazi, o sus modelos ficticios Sildavia o Borduria– o socioeconómicas como el capitalismo –los industriales y banqueros no suelen salir bien parados en los álbumes– así como del etnocentrismo europeo. También tiene sus recelos en relación con algunas instituciones como el ejército, del que casi siempre destaca el autoritarismo, y a veces también de la policía, con frecuencia autoritaria, corrupta y demasiado parecida a los delincuentes.
Por el contrario, Hergé no muestra de forma expresa ninguna inclinación ideológica ni religiosa, a pesar de su sólida formación católica y su conservadurismo, salvo una discreta pero constante vocación hacia el pacifismo, la defensa del individuo, de la Naturaleza y del modelo de democracia occidental encarnado por la monarquía parlamentaria belga. No es de extrañar que en alguna ocasión se trasluzca cierta simpatía hacia el budismo como sucede en Tintín en el Tíbet, muchos antes de que lo hindú y lo tibetano inspiraran la contestación hippie surgida del 68. Con estos valores, los de los derechos humanos, la filantropía y la libertad, pero también el orden burgués, que son los que han inspirado en gran parte la sociedad europea al menos hasta hace poco, Tintín atraviesa de la mano de Hergé las décadas centrales el siglo XX. Algo que no impide que en algunos álbumes haya un paternalismo colonial, que no racismo, y que Hergé tuviera una fugaz tentación primero rexista –Leon Degrelle, líder del partido fascista belga Rex era amigo y compañero del periódico– y luego, durante la ocupación alemana, collabo en una Bélgica muy proclive al Nuevo Orden. Como se ve, es Tintín un personaje muy real pues no está libre de contradicciones, las mismas que experimentaban tantos otros escritores europeos de la época cuyas obras se veían condicionadas por los acontecimientos. Es naturalmente el caso del propio Georges Remi, quien durante les années noires escribió en Le Soir, un diario colaboracionista dirigido por el periodista y escritor algo errático Raymond de Becker, y tuvo un lamentable desliz antisemita, además de algún que otro guiño hacia el Nuevo Orden europeo, en el muy polémico álbum La estrella misteriosa, publicado en un año tan difícil como 1942. Para compensar, quizás sea bueno recordar la anterior militancia antinazi de Hergé en relación con el Anschluss en el magnífico álbum El cetro de Ottokar, que es una apología de una monarquía parlamentaria como la belga, o la crítica del expansionismo japonés en El loto azul. Todo ello, al igual que su negativa a trabajar en Pays Réel, el periódico de Leon Degrelle, es algo que tiende a olvidarse, a pesar de los problemas que podría haberle causado ante los alemanes la creación de ese personaje de nombre Mussler, apócope de Mussolini y Hitler, el malvado líder sildavo de partido Guardia de Acero que aparece en El cetro de Ottokar intentando destronar al democrático rey Muskar.
Tras la desaparición del periodista del tupé, ya con blue jeans, en los últimos años de la década de los setenta una vez publicado Tintín y los pícaros, el que se suele considerar su último álbum, y muerto Hergé a principios de los ochenta, es inevitable plantearse qué hubiera dicho y hecho el periodista en las últimas décadas en el caso de haber aparecido nuevas aventuras. ¿Qué hubiera pensado Hergé del fin de la Unión Soviética y del comunismo o de la guerra de los Balcanes? ¿Cómo hubiera reaccionado, siempre tan interesado en la técnica, ante los ordenadores y sobre todo ante el mundo de internet? ¿Qué escenarios habría recorrido Tintín ahora que la sociedad global ha acabado con todo exotismo viajero? ¿Quizás el espacio, más allá de la ya conocida Luna? ¿Cómo hubiera contem- plado el terrorismo o el fundamentalismo islámico? ¿Qué habría dicho de la emigración, del narcotráfico o del ISIS? ¿Qué diría, tan sensible siempre ante la naturaleza, de la crisis medioambiental y del recalentamiento de la Tierra? ¿Habríamos podido ver alguna aventura del periodista en Irak o en Afganistán? ¿Estaría Tintín hoy en Siria, Palestina o quizás con una ONG ayudando a los emi- grantes que intentan cruzar el Mediterráneo? ¿Hubiera viajado a la Venezuela chavista? ¿Recogería en sus aventuras la crisis económica, la primavera árabe y la nueva realidad de Europa, en la que su esencia, esa que ha creado el estado de bienestar y al propio Tintín, está en peligro? Son preguntas sin respuesta, aunque podemos aventurar que dado el desinterés de Hergé hacia los acontecimientos políticos en sus últimos años –de hecho, no hay ninguna aventura dedicada exclusivamente a alguno de los principales hechos de la década de los cincuenta y sesenta como la guerra de Argelia y Vietnam, el conflicto de Oriente Medio, los sucesos de Hungría, Suez, Berlín o la crisis de los misiles de Cuba– probablemente dedicaría al periodista a resolver otro tipo de cuestiones más cercanas a la sociedad. Quizás alguna aventura en la red o cómo salir de la crisis económica que aún colea e identificar a sus responsables, una tarea digna de un verdadero héroe.
Un héroe que sigue vivo
Ha transcurrido más de un siglo desde el nacimiento de Hergé, treinta y seis años desde su muerte y cuarenta y tres desde la publicación de la última aventura oficial de Tintín y, al igual que se puede recorrer el pasado siglo con sus álbumes a modo de baedeker, aún alienta y fascina su recuerdo, su vida de joven héroe solitario y sus aventuras de caballero andante moderno en unos acontecimientos que ahora son historia. Sin embargo, hay que decir que todo lo referido con anterioridad es fundamentalmente una buena muestra de la excelente salud de la que gozan Tintín y el sinpar capitán Haddock dos décadas después de la desaparición de Hergé; y si no que se lo digan a Steven Spielberg, cuyo Indiana Jones es, más que deudor, claro tributario de muchos lances del reportero belga. ¿Quién al llegar a la secuencia del interior de la pirámide llena de serpientes de En busca del Arca perdida, no recordó su equivalente en Los cigarros del faraón? ¿Quién al ver el ambiente del Shanghái de los años treinta con el que se inicia El templo maldito, no le vino a la memoria El loto azul, o quien no revivió El asunto Tornasol al asistir a las peripecias de Indy y su padre en la Alemania nazi, como si fuera la Borduria de Plekzsy Gladz que conocieron Tintín y Haddock? Precisamente, en La última Cruzada, Spielberg se muestra algo más que inspirado por las aventuras del personaje de Hergé, pues el perverso millonario que se hace con la cruz de Hernando de Soto encontrada por un joven Indiana en su época de adolescente y boy-scout –por cierto, una organización insepara- ble del mundo de Tintín y Hergé– parece una réplica de Rastapopoulos, ese prodigio de perversidad sin el cual las andanzas de Tintín hubieran carecido de un contrapeso esencial. Tampoco es difícil detectar la figura de Haddock, si la osadía de intentar representarle fuera posible, tras el personaje del padre arqueólogo del intrépido Jones, encarnado por un Sean Connery barbudo y más temático que el marino, pero al igual que él capaz de llevar a cabo unas enormes meteduras de pata, comparables a las mejores de las protagonizadas por el capitán. No es extraño que el director americano haya llevado al cine las aventuras de Tintín, como adelantamos hace años, en un alarde de técnica que le ha permitido evitar recurrir a actores como en anteriores intentos, y en lo que es antes que nada un homenaje al reportero de Bruselas.
Probablemente, también algo tiene que ver en el interés que aun perdura hacia Tintín el estilo de Hergé, ese dibujo plano, sin sombras, conocido luego como ‘línea clara‘ con que da vida al héroe. Se trata de un dibujo que en el momento de su aparición recogía un lenguaje que estaba en el ambiente europeo, en el llamado espíritu de 1925, en el que coinciden las aportaciones de la vanguardia y del clasicismo practicado por quienes preconizaban el retorno al orden. Es un momento de coincidencia entre novedad y tradición que tiene, a pesar de su aplacamiento vanguardista, una gran capacidad de renovación del lenguaje artístico, y que encuentra en la ilustración gráfica un ámbito de aplicación privilegiado. Es lo que sucede con Hergé, o con nuestro Luis Bagaría, quienes renuevan la ilustración, liberándola de la confusión y oscuridad del romanticismo, adelantándose a quienes luego, de la mano de Patrick Caulfield, David Hockney, Tom Wesselmann o Roy Lichtenstein, consagrarán el arte pop, a veces tan cercano a la línea clara. En relación con el color de las historietas que dan la señal de identidad al Tintín moderno, hay que señalar la colaboración esencial, primero, de Edgar Pierre Jacobs en la etapa de color surgida en los años cuarenta, y luego de Bob De Moor en los Estudios Hergé desde el álbum clave de Objetivo la Luna, acabaron por fijar el universo formal tintinesco que es el que ha pervivido. No obstante, la frescura, fuerza y expresividad de los dibujos en blanco y negro de las viñetas de los primeros álbumes, unido a la modernidad que aportaban, están en el origen en la realidad del personaje.
Toda reflexión acerca de Tintín, un personaje de cómic que da para lo que da, ni un paso más, me gusta rematarla con unos párrafos incluidos en Tintín- Hergé. Una vida del siglo XX (Ed. Fórcola, 2011), que siempre intento repetir. En relación con Tintín habría que hacerse la pregunta de por qué ha permanecido en cada uno de nosotros el interés hacia estas y también hacia otras historias de los días en que leímos por primera vez sus aventuras y por qué aun resulta dulce su recuerdo. Probablemente debido a que, como tantas otras cosas, aparecen en la vida de ese adolescente que fuimos en ese momento en que, como dice Pere Gimferrer, por primera vez leímos versos y quisimos escribirlos, pero también porque entonces todavía permanecía el culto infantil hacia el héroe. Tintín, como esos primeros versos y como la propensión al mito, es lo mejor que en sí tiene cada uno de nosotros; pero es que además este joven reportero, sin duda hijo único y sin familia, reconforta con su vida de adolescente solitario a quienes estamos convencidos de que, como dice Baudelaire, un verdadero héroe es el que se divierte solo. Tintín, junto a tantos otros personajes, ha sido el mejor método para experimentar la felicidad incomparable de la lectura atenta, como solo puede leerse a esas edades en las que uno quiere ser, entre tantos personajes que ha sido, el admirado periodista. Si, como dice Pessoa, hay que escoger de lo que fuimos lo mejor para el recuerdo, entre lo magnífico hay que guardar un lugar especial para Tintín, buen compañero de aventuras que exige poco a cambio de infinita distracción, y para Haddock, por quien el lector inteligente siempre acaba sintiendo una especial debilidad. Cuando Louis Malle lanzaba la terrible, por acertada, afirmación de lo mucho que envejece un niño en una tarde de domingo, es muy probable que el cineasta no reparase en los posibles efectos rejuvenecedores de los álbumes protagonizados por el periodista, dado que en su infancia aún no había nacido el personaje. En cambio, otros hemos tenido una mayor fortuna que el director de esa joya que es Au revoir, les enfants al contar con las aventuras de Tintín para afrontar esas tardes a veces tan complicadas. Ahora, muy lejos de la primera vez en que vimos al periodista, al abrir un álbum de Tintín, a ser posible siempre de tapas duras y lomo de tela, se produce el fenómeno muy borgiano de la relatividad del tiempo, pues en realidad resulta difícil saber qué edad tenemos cuando nos acercamos a sus aventuras el momento en el que se da ese fenómeno que Fernando Savater descri- bió hace ya décadas en La infancia recuperada.
Dicho esto, no es extraño que Tintín y su imprescindible compañero Haddock, que a veces se impone al protagonista, continúe con una salud envidiable en su noventa cumpleaños, ya en otro siglo, a pesar de ciertos achaques, diríamos que inevitables, y de que su creador haya desaparecido hace más de tres décadas. Y es que, como sucede con los clásicos, Tintín sigue vivo pues, como decía Percy B. Shelley en su Adonais al referirse a su amigo el poeta Keats, "quien ha muerto no es él sino la muerte". Y es que mientras perviva el interés por las aventuras del periodista aún sobrevive algo de la Europa que representa, de sus valores de libertad, solidaridad e igualdad, que han inspirado –al tiempo que a otros monstruos totalitarios y nacionalistas–, el liberalismo, la social- democracia, el parlamentarismo y el welfare state, hoy tan denostados por quienes viven de espaldas a la Historia y aúnan lo más antagónico de los radicalismos en imposible combinación. En fin, mientras viva Tintín se diría que está contenida la amenaza de que Europa se convierta en otro ‘mundo de ayer‘ como el que recordaba Stefan Zweig, a causa de la irrupción de ideas que, aun siendo del continente, se sienten ajenas a esta tradición cultural que tiene en sus orígenes a Atenas y que, con sus luces y sombras, no deja de alumbrarnos.
*Este artículo apreció primero publicado en la ‘Revista de Occidente‘. Lo reproducimos con su autorización.
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