Bajo Baudó (Pizarro), Chocó
El hombre que resucitó el coco en un rincón de Chocó
Esaud Ibargüen vive hace 62 años en un corregimiento de Bajo Baudó donde los cultivadores pusieron sus esperanzas en el cultivo de esta fruta. Hoy piden ayuda para poder comercializarla
Sobre el grueso papel del atlas de Colombia, el río Catripe es una vena azul casi invisible que pronto desaparece del croquis para juntarse con el océano Pacífico. Se trata de un lugar remoto cuyas únicas dos salidas son el mar y el río Baudó. En ese rincón del país, en el corregimiento de San Agustín de Terrón, vive Esaud Ibargüen, un chocoano de 62 años y 1,80 metros de estatura que hace cuatro años limpió de maleza la parcela de su padre, recogió semillas, alistó la tierra y resucitó el cultivo de coco que ya se tragaba la selva para convertirlo en su proyecto de vida.
La historia de Esaud, como la de miles de campesinos colombianos, está atravesada por largas jornadas de trabajo, cosechas azotadas por diversas plagas, falta de infraestructura y cultivos que se abandonan porque no dejan ganancia. Este chocoano, un optimista pura sangre, ha sembrado arroz, caña de azúcar, lulo, banano bocadillo y cacao. Hoy concentra todos sus esfuerzos en el coco, un fruto del que vive el 70 por ciento de la población de esta zona rural del municipio de Bajo Baudó.
Esaud es un testigo de la transformación de su tierra, donde por muchos años se vivió del trueque. Cazaban iguanas, pericos, pavas y pavones, tenían animales de corral y abundaban el plátano, el arroz, el maíz y otros productos. “No existía ese interés de poseer y de estar mejor que el vecino —recuerda Esaud—. Se cambiaba arroz por plátano, coco por maíz, una canoa de madera por una marrana de cría. Esa era la manera de subsistir”.
Su padre y su abuelo, agricultores como él, trabajaron toda su vida, cada día de la semana, hasta que el cuerpo se los permitió. “Eran muy responsables y trabajadores. Pero mi abuelo se muere, y se muere pobre; mi papá se muere, y se muere pobre”, dice Esaud, quien, con más ambiciones que seguir la tradición del trueque o vender al por menor, a los 40 años empezó a labrar la tierra con la meta de generar una actividad económica productiva que les diera mejores ganancias a él y a su comunidad.
Esaud sigue teniendo el vigor de siempre. Desde 2015 decidió “enamorarse de los cocos”.
© Cortesía Esaud Ibargüen
Vivir lejos es el principal obstáculo para comercializar sus productos. Como en tantas regiones de Colombia, los intermediarios son quienes ponen el precio. Esaud y los demás cultivadores de Terrón deben costear los gastos de la mercancía que se envía en los botes cargueros que surten las tiendas y llevan la madera.
Cuando se le pregunta cuánto se demora el trayecto hasta Istmina, la segunda ciudad del departamento, Esaud suelta una carcajada y responde a continuación: “En mi lancha, que es de 15 caballos, un poco más de 12 horas”. A continuación, como si quisiera demostrar que podría ser peor, cuenta que, cuando sus ancestros se aventuraron a comerciar de manera incipiente, solían recolectar huevos en baúles para venderlos en los istmos. Los viajes suponían una travesía de dos semanas en una canoa impulsada a remo y a palanca.
Esa lejanía hizo que al Terrón todos los adelantos llegaran tarde. Hasta el año 2000, por ejemplo, no había servicio de energía ni de señal de televisión. La radio era su canal para informarse de cuanto ocurría más allá de las selvas, los manglares y los ríos que bañan el Bajo Baudó.
Las condiciones geográficas de Bajo Baudó, tierra remota, de selvas tupidas y ríos que desembocan en el mar, la convirtieron en un lugar ideal para los traficantes de droga. Como anotó el periodista Alfredo Molano en su libro De río en río, “Los paramilitares montaron el negocio del cristal; la fabricación de cocaína pura en los esteros de San Juan, Mosquera y Francisco Pizarro y en la propia ciudad de Tumaco, de donde salía limpia para el exterior”.
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La riqueza natural de Bajo Baudó contrasta con la pobreza de sus habitantes. Según el Dane, el índice de pobreza multidimensional es de 90 %.
© Fundación MarViva
Por medio de la radio Esaud escuchaba las malas noticias de su región. Hoy reconoce que, hasta el año 2000, San Agustín de Terrón era un paraíso. Desde entonces, con la llegada de grupos armados, comenzaron los desplazamientos y la vida se hizo más difícil. En medio de los avatares de la violencia, Esaud confía en que el coco traiga una mejor calidad de vida a su comunidad. En noviembre de 2007 creó con otros cultivadores la Asociación de Productores Agrícolas y Pecuarios de Terrón. En estos trece años solo han recibido ayuda de un alcalde que los apoyó con la siembra de coco. El resto de la inversión ha salido de sus bolsillos.
Históricamente, el coco ha sido un fruto muy consumido en Bajo Baudó, pero su producción se limitaba al consumo interno. Durante varios años, el cultivo de esta fruta se abandonó, luego de que las ardillas acababan con las cosechas de diez familias. La solución a esta plaga fue organizar los cultivos, quitar la maleza y visitar el sembrado con frecuencia para así ahuyentar a los animales, que a su paso dejaban un reguero de cascarones roídos sobre el suelo. Hoy, con orgullo, Esaud dice: “nosotros resucitamos el coco”.
A pesar de las dificultades, Esaud no se amilana. Hoy está enamorado del coco, un fruto que, según dice, tiene los más variados usos y propiedades. No hay plato en la cocina de ese rincón del Pacífico que no tenga el característico sabor del coco: el tapao de pescado, el encocado de jaiba, desmechado de toyo y el guiso de piangua, entre otros.
Pero quizás la propiedad que Esaud más resalta del coco es su capacidad de esperar. A diferencia de otras frutas, que maduran y pudren en pocos días, su gruesa cáscara preserva por más de un mes este alimento. En un lugar donde el mar elige cuándo se puede salir y las distancias son tan largas, el tiempo de preservación es acaso la mejor virtud. “Necesitamos un medio acuático y un medio terrestre para poder comercializar bien nuestro producto y sacar adelante este proyecto”, dice Esaud.
© Esaud Ibargüen
La apuesta de Esaud y su comunidad por el coco es grande. Esperan que para 2022, la producción se cuente en varias toneladas. Las palmas de coco dan fruto todo el año, pero las mayores cosechas se dan entre febrero y agosto. Ahora, Esaud espera un apoyo estatal para poder sacar su producto sin el desangre que significan los intermediarios. Les ha escrito cartas a dos presidentes, Santos y Uribe, pero de ninguno recibió respuesta.
La energía no abandona a este hombre a pesar de la edad. Una de sus diez hijas, Yorely, asegura que su papá tiene el mismo vigor de siempre. Ella, periodista de Caracol Radio en Bogotá, recuerda que siempre fue sobreprotector. “No nos dejaba bañarnos en el río ni trabajar en el cultivo. Crecimos rodeados de agua pero solo de grandes aprendimos a nadar”, cuenta Yorely.
Hoy, Esaud confiesa que la sobreprotección se debe a que un día, siendo niño, por poco naufraga con su hermano mayor en una desgastada chalupa en la que se aventuraron a navegar mientras sus padres trabajaban en un cultivo de caña. “Nos rescataron cuanto la canoa ya estaba cargada de agua —cuenta—. Esa vivencia me enseñó a proteger a mis hijos”.
La tierra de San Agustín de Terrón le dio a Esaud los frutos, el agua, para levantar a sus 12 hijos. Hoy, orgulloso, dice que seis de ellos son profesionales y dos están en la universidad. Yorely, su hija periodista, lo entrevistó hace poco en una nota en la que pide apoyo para su región.
Cada diciembre, Yorely visita a su familia. El largo viaje cuesta unos 350 mil pesos por trayecto. En Bogotá, ella sueña con su tierra. “Yo nací en un paraíso”, dice. Siempre que regresa, luego del largo recorrido, en un corregimiento llamado Pilizá la espera un hombre sonriente de sesenta años, junto a una lancha de 15 caballos que solo sabe andar despacio sobre el río Baudó.