EL RINCON DE LOS RECUERDOS

Salió en España la autobiografía de César Rincón. SEMANA presenta el contraste entre las luchas de su infancia y sus momentos de gloria.

13 de julio de 1992, 12:00 a. m.

PENSABA QUE LA BOVEDA DE ESTA PUERta era altísima. Y ahora me parece que la rozo con los dedos. Es el cielo, que está cerca. Nada hay inalcanzable. Ni siquiera el techo de la puerta grande de la plaza de Las Ventas de Madrid. ¿Será cierto que esta plaza da y quita la gloria con idéntica facilidad? Detrás queda un ruido sordo, como si se tratara del galope de una manada de toros, mansos o bravos, qué más da, llenos de orejas para que yo se las corte.
Todos se quedarán sin ellas.
Nunca hasta ahora había escuchado ese rumor con tal intensidad. Aunque no es la primera vez que salgo en hombros de una plaza ni las primeras orejas que corto. Pero nunca en Madrid.
El rumor me cerca y parece que baja también del techo de la puerta grande; el murmullo está delante y todos están como locos y no entiendo muy bien lo que dicen ni lo que gritan. Este inmenso trajín de pies, de manos que chocan, de risas y de olés; un rumor desconocido como si fuera una inmensa manada de toros que me ofrecen sus orejas.
¡Qué suave es el tacto de las orejas de los toros! Y esa riada de gente que se empuja y agolpa en la explanada, junta al monumento de mi amigo "Yiyo", esta muchedumbre que apenas puede caminar, atropellándose, por la calle de Alcalá. Paso junto a la estatua de bronce de José Cubero. Remolinos de cuernos, "Yiyo" volando por los aires. Me empujan por todas partes, me tocan, me zarandean de un sitio a otro y no sé si estoy llorando o es el sudor que me empapa todo el cuerpo y, en la cara, parece lágrimas. No sé si sudo o son sollozos.
Alguien ha llorado también en el callejón, con la cabeza apoyada en las tablas, y alguien igualmente me ha abrazado susurrándome con lágrimas en los ojos. Luis Carlos, quizá. Mi hermano. Acaso don Luis. No creo, sin embargo, que Luis Alvarez, mi apoderado, llore por estas cosas, por una salida a hombros. Alguno dijo, incluso es posible que fuera yo: "Lo conseguimos, lo conseguimos", antes de que la gente empezara a gritar ¡torero, torero, torero! Alguien me ha abrazado y a mí se me ha nublado la vista. Y toda la firmeza que he tenido ante el toro se me ha venido abajo. Luego, los empujones, los estrujamientos... Después me han subido en volandas sobre unos hombros desconocidos, huesudos e incómodos, pero que parecen de algodón.
El arco de la puerta grande de Las Ventas, tan cerca, tan próximo, tan bajo que parece que lo rozo con las manos.
¿O son gigantes estos hombres que me alzan y me llevan como un muñeco? Esta puerta siempre me había parecido inaccesible y su arco altísimo. Sólo para los ángeles o para los locos o los privilegiados. La calle de Alcalá es un río humano, una muchedumbre sin orden ni concierto. Sigue ese rumor sordo, roto momentáneamente por un grito, que me rodea, que sube desde el suelo, murmullo de gentes que ven a los toreros como dioses. No se distinguen las palabras, pero sé que es bueno lo que dicen, que no hay hostilidad sino fervor y pasión en los gestos y en las voces. Noto que no hay nada malo en lo que está pasando. Y estoy contento, aunque quizá no debiera de decir contento. Es otra cosa, es como si la satisfacción me traspasara el cuerpo, y me dirijo a todos y a todos saludo sin reconocer a ninguno. No sé si esto es la felicidad, pero sí que es algo bueno.
Mas, de golpe, sin que esas sensaciones se borren, siento como una pena, que a lo mejor no lo es porque no me quita la alegría... Pienso, sólo un momento, que esto no podré contárselo a mamá. Ni nadie podrá hacerlo. A ella, que tantas veces lo había soñado y que se quemó hace casi 10 años cuando yo iba a torear en una plaza de España.
Mamá les ponía velas a las vírgenes para que no le ocurriera nada a su muchacho de 15 años que quería ser torero. Y tengo 26. Hace tanto de aquello. No es tristeza lo que me da ahora de golpe. Es saber que ni yo ni nadie podrá decirle: "César ha salido por la puerta grande de Madrid". Pero la grandeza de ese momento se sobrepone a todo y aunque los recuerdos, los más amargos, lleguen, duran poco tiempo. Es como si los ahuyentara la muchedumbre que no quiere marcharse a casa, que me rodea y que me aclama como si no quisiera dejarme ir. ¿Qué pasará a partir de ahora?
Así es como viví, o como lo recuerdo, aquellos minutos de la tarde del 21 de mayo de 1991. Así se me presentan en mi memoria, cinco meses más tarde, delante de esta multitud cuyos gritos en nada recuerdan los olés de las plazas de toros. Es impresionante: bandas de música, miles de banderas. El avión ha llegado con casi 30 horas de retraso y mucha gente se habrá marchado a casa o a su trabajo. Pero aún quedan muchos de los miles y miles que habían tomado el aeropuerto y las calles hasta la plaza Bolívar. Treinta kilómetros de personas, de música y de banderas de Colombia. Treinta kilómetros de gritos, que suenan como esos olés de la plaza de Las Ventas, pero en más grande y persistente. Esta es la más hermosa salida a hombros de mi vida... Sobre un coche de bomberos.
Nací en Santa Fe de Bogotá el 5 de septiembre de 1965, en una barriada humilde pero con ciertas apariencias; es decir, un barrio de pobreza que no llegaba a la miseria, el de Santander. Hoy vivo en la calle 95, carrera 17, una zona residencial con flores a la entrada de la casa, grandes ventanales y conserjes de uniforme. Hay parques, zonas verdes y muchos árboles. Así es la vida. Mi familia ha escapado de la penuria; yo he ganado un cierto dinero y me he comprado una finca. Todo con el toro, todo ha salido de mí y de ese bello animal. Nada más nacer mi mamá me llamaba el "Negro" por mi piel oscura. Mis padres vivían en la carrera 30, calle 27, en los alrededores de la plaza de mercado. Vivían realquilados en una casa que tenían en alquiler la tía Anita y el tío Aniceto, por la que pagaban 500 pesos al mes. Mi mamá ayudaba con 150 pesos, y ni siquiera esa cantidad tan pequeña podía reunir a veces. En la misma casa tía Anita poseía un pequeño negocio de lavandería, especialmente de planchado y almidonado de camisas, Eran tiempos en que en Bogotá la personalidad y la elegancia residían en un buen almidonado. Las dos hermanas, mamá Teresa y tía Anita, eran verdaderas artistas planchando y almidonando puños, cuellos y pecheras.
Luego vinieron los cuellos con varilla de plástico y adiós al arte de almidonar y también a buena parte de los ingresos económicos con que se mantenían las dos familias.
Posteriormente nos cambiamos de casa y, aunque yo era muy pequeño, recuerdo que echaba de menos a la tía Anita y a mi primo Armando. Hoy, Armando viene conmigo, de conductor, en la cuadrilla. Mí tía me llevaba de paseo, y una vez me dejó de la mano y me abrí la cabeza contra el bordillo de la acera. La tía Anita no cesa de repetir que me caí porque yo, de niño, era un poco chambón. Siempre andábamos enredándonos todos los primos, y los mayores tomaban los tanques de gasolina con que alimentaban las planchas, aspiraban y se ponían muy "bacanos", como si les diese vueltas la cabeza, y todos tan contentos.
Yo me acuerdo especialmente, en el barrio de Fátima, de la calle 50 sur, otra piecita alquilada en casa de Hermógenes Martínez, con derecho a cocina. Era una casa con dos patios interiores de apenas 20 metros cuadrados cada uno, separados por la cocina comunitaria y unidos por un estrecho pasillo. Nací en el sur de Bogotá y allí he vivido buena parte de mi vida. Barrios de Santander, Matatigres, Venecia, El Carmen, Fátima. Por abajo, calles llenas de agujeros y de baches; por arriba, una selva de cables, de poste a poste, y de los postes a los tejados, de los muchos que están plantados firmemente en las aceras. Todas estas barriadas son iguales. Allí viven gentes que se van a trabajar al centro o al norte, con sueldos bajos y, casi siempre, miserables. Decir el sur es nombrar el sudor, el trabajo, las fatigas.
Y casas de ladrillo prensado de Santa Fe, grisáceas, a veces rojizas, con rejas en las ventanas. Casas bajas con terrazas desde las que yo veía hermosos atardeceres púrpura en verano, cielos oscuros de nubes bajas sobre los cerros próximos las montañas del oriente y el sur bogotanos nubes de bordes brillantes y nacarados y panza cenicienta en invierno.
Por entonces vivíamos muy apretados de espacio y escasos de plata, pero yo creo que éramos felices. Mamá limpiaba escaleras, era una mujer de servicio en las casas de los ricos, y con lo que ganaba sacaba adelante una familia de cinco hermanos: Luis Carlos, Sonia, Marta, Rocío y yo. Mi padre trabajaba en lo que podía, mayormente como fotógrafo, y le resultaba más que difícil conseguir algunos pesos. Yo me aficioné pronto a los toros y eso le hacía feliz a él, que se desvivía por la fiesta brava. En el pequeño patio de la casa de la calle 50 sur comencé a entrenar y aprendí los primeros lances que mi padre y un amigo, Alfonso Brillón, me enseñaban. Pero yo nunca pude jugar al toro.
O mejor dicho, aquellos juegos eran muy serios. Mi contacto con el mundo de los toros fue siempre, desde niño, muy formal, nada de juegos. A los 11 ó 12 años era el "niño torero", ya estaba por las plazas delante de los becerros. Y eso no era una broma. Ni siquiera en el patio de la casa mis juegos de toros lo eran, aunque me divirtieran. Los demás muchachos decían "eh toro" y se reían cuando el torpe que embestía se trompicaba, vacilaba y se caía al suelo sin consumar siquiera un simulacro de embestida. Los chicos se reían cuando el torerillo de turno, con una camisa o un jersey como muleta, ensayaba torpemente suertes de torear, cómicas torerías. Yo no podía reírme.
Quería ser torero y sabía que allí en todos aquellos gestos disfrazados, iba a estar la verdad de mi vida. Si alguna vez lo olvidaba, mi padre se encargaba de recordármelo, pues él era mi maestro en aquel inicial y duro aprendizaje.
No recuerdo cuándo me planteé por primera vez la necesidad de ser torero ni tampoco cuándo, conscientemente, decidí lo que sería. Pienso que no hubo elección sino naturaleza. Desde los primeros años sentía el toreo como la forma más natural de mi existencia. Era como respirar. El aprendizaje era otra cosa y no resultaba fácil. Mi padre no permitía chapuzas. Recuerdo una mañana especialmente amarga que acabó en una gran gresca familiar.
Yo intentaba una y mil veces un lance que mi padre me enseñaba. Una y otra vez fracasaba y el me repetía los movimientos, las posturas, el ritmo que tenía que darle al capote. No creo que tuviese más de ocho años y me parece que fue la primera vez que lloré por temor al fracaso. Mamá me vio en un rincón del patio con el capote entre las manos, el alma por los suelos y las lágrimas cayendo como lluvia de mis ojos y creyó que papá me había regañado desconsideradamente, y ella, a su vez, le regañó a él. Pero yo no lloraba por la regañina, sino por mi torpeza y porque creí que jamás aprendería. Fue, quizá, la primera vez que percibí la sensación del fracaso. Asimismo adiviné en seguida cuál iba a ser mi reacción ante el mismo: un llanto pasajero y, después, apretar los dientes y volver a empezar. Mi padre es un buen hombre que se llama Gonzalo y al que apodan el "Mojicón".
Quiso ser torero y él me ha ido enseñando lo que pudo aprender en las duras capeas a base de revolcones. Mi madre no entendía de toros, aunque le gustaban en la medida en que yo, el "Negro", iba a ser torero. Todavía hoy, cuando pienso en ella, o sea, todos los días, me entra uná nostalgia que no puedo descifrar, una amorosa congoja que me humedece los ojos y el espíritu.
Mamá murió hace 10 años. Me despertaba muy de madrugada con el tinto, un café negro y amargo que me quitaba el frío y me daba ánimos y calor para todo el día. No tenía que insistir mucho, pero yo le agradecía esa especie de recordatorio inicial de la mañana, ese cuidado para que no me olvidara que tenía que entrenar. La amorosa preocupación de mi madre y su confianza en mis posibilidades han sido la base más sólida de mi vocación. Desde entonces yo asocio una casa a un patio y un patio al aprendizaje del arte de torear y éste a una mujer que me mira asomada a la barandilla del corredor.
Mi padre ponía toda su alma en lo que hacía, parecía que su triunfo y su felicidad residían en lo que yo aprendiera de él. En realidad. proyectaba sobre los demás, y en especial sobre mí, sus ilusiones de torero; lo que él no había podido ser. Quizá por eso yo era el niño mimado de la familia, el preferido. Hoy todos los hermanos, los que sobrevivimos, lo recordamos con sonrisas. Entonces, supongo que estos privilegios y preferencias de que yo gozaba levantarían algunos celos. A mí, aquellos halagos me gustaban mucho. Que lo quieran y lo mimen a uno es una de las cosas más lindas del mundo. Mi padre repetía los movimientos, componía el cuerpo para que yo viese cómo había que torear. Y mamá, mientras trajinaba en las labores de la casa, se asomaba al patio, me contemplaba unos momentos y me decía: "Vas a ser un gran torero, mi hijo" . Adelantaba mi padre el capote, lo mecía y parecía traerse el toro desde muy lejos.
Luego, con su bajo cuerpo erguido y muy airoso iba templando aquel toro imaginario, llevándoselo alrededor de la cintura. Me parecía, en aquellos momentos, un gran torero papá, "Mojicón", el de las fotografías, como decía la gente. El toro no era tal, sino un perro que se llamaba "Príncipe" y que así que veía una muleta o un capote se arrancaba a ellos como una exhalación. "Príncipe" traía tal velocidad, que era imposible terminar el pase atrás, rematarlo, pues se revolvía con genio y no dejaba que me colocara. Pero ahí acostumbrándome a esa velocidad, aprendí los primeros y más elementales secretos del temple. Quién va a creérselo. El secreto del temple de Rincón está en un perro, aunque eso no es del todo cierto.
El secreto está en las tientas, en el toreo en el campo, en observar a los maestros.
Todo lo que les hago a los toros en las plazas se lo he hecho antes a las vacas en los tentaderos.
La casa en que vivíamos del barrio de Fátima tenía varias habitaciones y, en realidad, no rentábamos dos habitaciones, sino una que mi padre había dividido en dos, y aún le sobró un pequeño espacio que le servía de cuarto oscuro para la fotografía. Allí tenía todo el material fotográfico, los ácidos, los reveladores y todas esas cosas. En una habitación había tres camas y en la otra una, donde dormía mi hermana Sonia, que era la mayor. Todos los demás dormíamos en la misma habitación; yo con Luis Carlos, Marta con Rocío y papá con mamá. Por la noche nos calentábamos con una estufa, que estaba allí con los materiales de fotografía y las canecas de gasolina.
Cuando mi padre llegaba tarde de tomar fotos en las salas de fiesta, mamá le recalentaba la cena, que ya se había enfriado, sin tener que salir por el patio a la cocina comunitaria. Papá se había hecho fotógrafo para ganarse la vida y luego, cuando descubrió su pasión taurina, para estar cerca de las cosas del toro. Iba por las plazas, tomaba fotos y, a cambio, le dejaban torear. Pagaba con fotos su afición desmedida y su ilusión de ser torero. Y entre lo que le costaban los toros, o, si se quiere, lo que dejaba de ganar, en casa faltaba plata y sobraban privaciones. Pero era una pobreza digna, nada de miseria. Durante algún tiempo, aunque no muy largo, papá estuvo empleado en la Secretaría de Hacienda, donde ganaba entre 20 mil y 30 mil pesos al mes. Pero, según creo recordar, ese trabajo le duró poco, pues siempre estaba a vueltas con sus fotos y con el toro.
Era difícil que mi padre se acomodara en un trabajo con su horario fijo y sus obligaciones establecidas. Además tampoco ha sido muy afortunado, con frecuencia le engañaban los demás, y cuando no le timaban era la mala suerte y la falta de previsión: las desgracias le llegaban sin saber cómo y por qué. Esos contratiempos, claro está, nos tocaban a todos. Eso sí, lo que mi padre nunca dejó de hacer en aquellos años de mi infancia fue obligarme a entrenar. (...) Mamá siempre pensaba que, aunque yo fuera torero tenía que aprender y estudiar algo. Cursé hasta cuarto de bachillerato, más o menos. Siete, centavos de peso pagábamos en esa escuela subvencionada.
¡Siete centavos de peso, mamita! Entonces, seguro que aquello te parecía un montón de plata. Hoy no tendrías que preocuparte, mamá, ni por siete centavos ni por siete millones de pesos. ¿Ves esta casa de la calle 95 en el norte de Bogotá? Pues, comparada con la que me voy a hacer en España, no es nada. Te hubiera gustado estar allí, siguéndome de plaza en plaza, viéndome salir a hombros. Tú, con Luis Carlos y con papá, que se abona a todas. En España dicen que papá se apunta a un bombardeo.
Tú, con todos nosotros, con la cuadriya, con el "Monaguillo", en buenos hoteles, sin tener que fregar suelos ni hacer las camas de los demás ni servir a nadie.
Todo te lo habrían dado hecho. Te habrías sentado en una barrera o, acaso mejor, escondida en algún tendido para que nadie te reconociese, doña María Teresa, la madre de César Rincón.
Aunque.. no sé, no creas. No es igual que ir a verme torear como cuando era un niño torero sabiendo que no iba a pasarme nada, salvo una buena paliza, unos cuantos pisotones de la vaca o el becerro que se te mea encima... Pero allá, mamá, las cosas cambian, allí en España te juegas la vida todas las tardes.
No sé si lo hubieras aguantado. Yo creo que te habrías quedado en el hotel, encendiendo velas a la Virgen Macarena...
Bueno, mejor será dejar lo de las velas y lo de las virgenes, pues figuras de la Virgen ya tengo suficientes en mi altarcito.
Una de cada sitio, de cada ciudad. Me las regalan y cada día llevo más estampas, más virgencitas. En cuanto a las velas, prefiero olvidarlo, porque me acongoja pensar en aquella tarde que, por una vela puesta a una Virgen, se incendió la casa... ¿Hubieras aguantado verme frente al toro castaño de Moura, el día 2 de septiembre, en Madrid? Seguro que no. Te habrías tapado la cara y te habrías marchado corriendo al hotel.
Aquello no era un toro, era una fiera.
En cada embestida me quería arrancar la cabeza y el corazón. Yo le enseñaba la muleta y él me miraba más a mí que al trapo, y cuando se convencía de que podía cogerme, se arrancaba como una furia. Yo procuraba no inmutarme. He aprendido muy bien quién tiene que mandar en la plaza, y también que si el mando no lo ejerce el torero, el toro se hace el amo. Ello supone o el fracaso o la cornada. O las dos cosas. Y yo no quiero más fracasos ni más cornadas, aunque, si una de éstas es el precio del triunfo, jamás retrocederé. Estos meses atrás, en España, han existido momentos en los que llegué a pensar que la cornada era el precio inevitable y que nadie podía salvarme de ella. Y hay que sobreponerse, en el instante justo, a ese cosquilleo de los pies que sube por las pantorrillas y que está diciendo salta, corre, rectifica, quítate de en medio. Si dominas ese momento ya casi has triunfado. El toro se da cuenta de que su presencia, por sí sola, no impone ni asusta.
Puede ocurrir que un derrote ciego o una oleada siniestra te lleve por delante, o una cuchillada de sus cuernos te hiera.
Pero sus intenciones se ven modificadas y ante el convencimiento de que, para quitar aquel obstáculo que le sale al paso, va a tener que luchar valientemente, el toro empieza a sentirse inferior. El, con sus cuernos, y el torero, con su muleta; él moviéndose, girando, buscando, y el torero quieto, en el centro del ruedo, que es el centro del universo.
No creo, mamá, que hubieras resistido aquella emoción, aquel tremendo peligro. Cuántas veces he echado de menos, en las madrugadas, llenas de soledad y de recuerdos, en los duros y amargos años de España, aquel café, aquel tinto con que despertabas al "Negro". El "Negro", un niño diminuto y moreno que nació en Bogotá en el hospital de Hortua, un día, decías, de sol, a las nueve de la mañana. Y me llamasteis Julio César. Nombre de emperador. Hoy, César a secas, aunque en el mundo del toro algunos empiezan a considerarlo el rey.

EL OLOR DE LA MUERTE
PALMIRA ES UNA PLAZA DE SEgunda y allí estuve a punto de morir el 4 de noviembre de 1990. En el momento de ocurrir, cuando el cuerno te rompe la piel, la cornada no duele. Es como un quemón, como si te abrasaran la carne, en un punto, de golpe, como un carbón al rojo. De ese instante en Palmira, sólo recuerdo la desesperación, la impotencia. La sangre se me escapaba a borbotones y no había forma de contenerla.
El toro me había roto la femoral y aquello era una fuente de sangre, un manantial que nada ni nadie podía taponar. Yo apretaba la herida con todas mis fuerzas, trataba de taponarla con mis maNos y la sangre se escapaba entre los dedos como un torrente. Y sentía que, con la sangre, se me iban las fuerzas. No sabía si también la vida, pero las fuerzas me fallaban cada vez más. En la enfermería no había bisturí, ni siquiera unas tijeras para rasgarme la taleguilla. Y con tanto nerviosismo nadie acertaba a parar aquella sangría. Alguien acertó a hacerme un torniquete y alguno decidIó que era urgente llevarme al hospital. Al hospital llegué medio muerto, o quizás muerto del todo. Y allí ocurrieron cosas terribles. Con el afán de ayudar, unos estorbaban a otros. Y cuando me llevaban a la sala de cirugía en unas parihuelas, los improvisados y nerviosos camilleros quisieron entrar todos a la vez por la puerta. Se atrancaron las parihuelas y caí al suelo. Se soltó el torniquete y de nuevo la sangre, la poca que debía quedarrne, saltó otra vez a chorros. En aquellos momentos yo no tenía conciencia clara de nada. Era como estar entre nubes y algodones, con un bienestar y una dulzura que nunca había sentido. Era tal la sensación, que hoy día me pregunto si era yo el que la experimentaba, si aquel moribundo con la carne partida y desangrado era César Rincón, el torero que quería ponerse el mundo por montera y cada vez que le surgía un contratiempo decía: "Hay que seguir~". En aquellas momentos yo no tenía voluntad, veía sombras con nieblas y luces muy suaves. Eso debe ser la muerte. Entre nieblas, recuerdo que quería hablar. Trataba de pedir ayuda pero no podía, no encontraba mi voz. Esa imposibilidad me producía la extraña angustia de la mudez absoluta. También quería preguntar ¿y ahora que? Y la voz me salía hacia adentro, resonaba en mi interior y solo yo podía oirla, únicamente yo. los demás tampoco tenían voz ni perfiles. Y tampoco oían. Eran inmateriales y yo empezaba a ser inmaterial.
Y de pronto, como una paz inmensa rota por un fogonazo de lucidez; una paz desgarrada por una quiebra, como una grieta de ese imponente sosiego que era como una resignación sin sufrimientos. Y oigo a un médico, sin poder precisar si la voz venía de él o de un vacío, oigo un susurro que dice: "se nos va, se nos va". Era como si se lo dijeran a otra persona. Y después nada. Ya no sé lo que pasó.