EL TRIUNFO DE LA MUERTE, BRUEGHEL EL VIEJO | Foto: BAZTAN LACASA JOSE

ENFOQUE

Lo bueno de las tragedias

Pese a dejar un rastro de dolor y muerte, las pandemias y epidemias han contribuido a mejorar la salubridad pública e impulsar avances médicos y científicos. Una faceta que casi nadie conoce.

21 de marzo de 2020

La salubridad pública

La peste negra del siglo XIV, considerada la pandemia más devastadora de la historia, acabó con un tercio de la población europea y al continente le tomó mucho tiempo recuperarse demográficamente. Sin embargo, esta calamidad llevó a que los italianos instauraran medidas de higiene pública para enfrentar los problemas de salud, más allá del cuidado personal. Surgió así el concepto de salud pública que todavía se mantiene vigente.

En Venecia y Florencia nacieron las juntas de sanidad. Tenían la función de tomar las medidas necesarias para mantener la salud y evitar la corrupción del medio (que los espacios públicos no olieran mal y no estuvieran sucios). Estas juntas se extendieron poco a poco por el continente europeo.

En el siglo XVII volvieron a aparecer, pero con un carácter diferente y con una nueva conciencia sobre la contaminación en el diario vivir. El nuevo objetivo consistió en poner el foco en los elementos que afectan el aire, como los excrementos de los animales, la basura y los cadáveres enterrados de manera superficial en el suelo.

La epidemiología

A mediados del siglo XIX el mundo sufrió una epidemia de cólera que comenzó en la India. Las ciudades resultaron las más afectadas y se cree que murieron aproximadamente 10 millones de personas. Los intentos de los médicos por conocer el origen del cólera y contenerlo dieron como resultado el surgimiento de la epidemiología moderna.

John Snow protagonizó esta gesta, que desde ese momento ha salvado millones de vidas. Cuando hacia 1849 la enfermedad arribó a Londres, este médico británico, contrario a lo que pensaban sus colegas, postuló una nueva hipótesis en la que sostenía que el cólera se transmitía al ingerir una materia mórbida invisible al ojo humano. Nadie hizo caso a su hipótesis y cinco años después, durante el cuarto brote en la ciudad, Snow hizo un mapa en el que georreferenció las muertes en un barrio. Al analizarlo, se dio cuenta de que la mayoría de fallecimientos ocurrieron alrededor de una bomba de agua ubicada en cercanías de una tubería de alcantarillado. Snow pidió a las autoridades de la ciudad clausurarla y a los pocos días los decesos por cólera se redujeron. Los métodos ingeniados por este médico todavía se utilizan.

La invención de la vacuna

El virus de la viruela azotó a la humanidad desde la antigüedad y causó grandes pandemias como la que posiblemente ocurrió hacia el año 1500 a. C en Egipto. A finales del siglo XVIII, luego de que esta enfermedad causó estragos en Europa y América, el doctor Edward Jenner comenzó a estudiarla y notó que las lecheras que tenían contacto con vacas infectadas con viruela bovina contraían esa enfermedad, pero desarrollaban inmunidad a la viruela humana. En 1796 este médico británico extrajo pus de la lechera Sarah Nelmes –que había contraído la viruela bovina– y se lo inyectó a un niño sano llamado James Phipps. Dos meses después infectó al niño con viruela y este no enfermó.

La comunidad científica de la época rechazó su descubrimiento y la mayoría de la sociedad consideró que lo hecho por Jenner era un acto del demonio que iba en contra del cristianismo. Incluso muchas personas y periodistas se atrevieron a decir que la vacuna contra la viruela convertiría a las personas en vacas. No obstante, a causa de la evidencia, durante el siglo XIX esta vacuna terminó por imponerse y los científicos empezaron a trabajar en métodos similares para curar otras enfermedades causadas por virus. Hacia 1980 la Organización Mundial de la Salud declaró la viruela erradicada del mundo. Las vacunas han sido uno de los grandes triunfos científicos de la humanidad, aunque ahora se encuentran amenazados por movimientos anticientíficos.