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Madrugándole al Niño Dios: la comunidad sin templo que organiza novenas a las 5 de la mañana
En el barrio Villemar, en el occidente de Bogotá, no hay excusas para reunirse y contagiarse de alegría con la tradición de la novena de aguinaldos.
Son las 4.30 de la mañana, hay niebla y un frío de apenas cuatro grados que cala los huesos. Javier Di Matté conecta su guitarra electroacústica a la consola de sonido y entona sus primeros versos: “pero mira cómo beben los peces en el río”. Obliga a los pájaros a desperezarse.
Los colaboradores del sector parroquial acomodan las sillas de plástico en la mitad del Parque Santander mientras se prenden las luces en los apartamentos cercanos y comienzan a llegar los primeros vecinos, con las panderetas debajo de las ruanas, y sendos termos con tinto y aromática.
Llega el padre Andrés García, se frota las manos y comienza esa comunión única entre 100 fervorosos católicos, a quienes no les importa que no haya iglesia porque su fe es del tamaño de ese templo con el que sueñan.
García, con 10 años de servicio sacerdotal, tiene, según los vecinos, una agenda tan copada como la del Papa Francisco, porque en el sector parroquial de Santa María Bernarda Bütler debe hacer hasta tres misas diarias en diferentes barrios vecinos que, por esta época con novena a bordo, implican un esfuerzo físico mayor.
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Pero ni se inmuta. Por el contrario, está más que complacido de ver cómo su comunidad madruga para hacer votos por una navidad próspera y un venturoso 2023. “Esa tradición de la novena de aguinaldos no se pierde, por eso el esfuerzo que hace esta comunidad de levantarse tan temprano y de participar en la eucaristía es la convicción y la claridad en su vida de fe”, acota mientras guarda presuroso su cáliz porque sale para otro barrio a atender sus labores pastorales.
María Miranda vendió su apartamento hace un mes y se fue a vivir dos barrios más allá, pero disfruta la madrugada como pocas. Con guantes y muerta de frío pero feliz, dispara una bocanada de aire caliente en la que relata que la levantada a las 4.40 de la madrugada es lo de menos porque “venir y verme con mis antiguos vecinos acá para rezar la novena y cantar los villancicos compensa el esfuerzo; no tenemos templo pero tenemos iglesia de sobra, somos una comunidad muy unida”, relata dichosa.
Avanza la ceremonia, y mientras todos le rezan “ya a la oveja arisca, ya al cordero manso”, los primeros rayos de sol asoman por entre las ramas de un frondoso árbol que preside el parque. Gabriel, hijo del dueño de la potente voz que encabeza los villancicos, lee la oración al Niño Jesús, y tímido contesta por qué, en vez de andar metido entre las cobijas, prefiere acompañar a su papá, tocando la guacharaca: “me siento feliz, es que es muy bonito todo”.
Los vecinos baten las palmas al son de “los pastores de Belén vienen a adorar al Niño”, y las panderetas hacen el ruido suficiente como para que los que madrugan a coger transporte hacia el trabajo volteen la mirada y reparen en que parece inexplicable que alguien se le mida a aguantar semejante frío a esa hora para rezar la novena, cuando podría hacerlo por la noche en casa, bajo techo, con natilla, buñuelos, vino y música de Pastor López de fondo.
Pero quienes se levantan a las cuatro y media de la mañana sin miramientos lo tienen más que claro: “somos una comunidad muy fervorosa, es un tema de fraternidad y de unirse uno con los vecinos”, dice una mujer que se devuelve presurosa a casa a preparar el desayuno.
Son las 6.20 de la mañana. Termina la novena y el Padre Andrés les recuerda a sus feligreses que está rifando una imagen de la Sagrada Familia, “para reunir fondos para la construcción del templo”; los mismos vecinos recogen las sillas, las llevan a la bodega cercana y se citan para mañana a la misma hora.
Y el pequeño Gabriel, protagonista de este milagro contemporáneo, empaca su guacharaca y suelta una frase que resume por qué vale la pena levantarse a madrugarle a la novena: “por amor a Dios, para que nos lleve al cielo”.