Julian Barnes en la cocina
Indulgencias de un chef inexperto
El perfeccionista en la cocina, libro publicado el año pasado en español por Anagrama, descubre un lado desconocido de Julian Barnes, un escritor que ha conseguido todo en la literatura con novelas como El loro de Flaubert pero que lucha día a día por ser un mejor cocinero.
Es 1959. Julian y su hermano van en el asiento trasero de un pesado carro gris junto a su familia. Es su primer viaje a Francia. Lo que recorren, sin embargo, no son las ansiadas callejuelas de París, sino la campiña francesa. La rutina de esos viajes fue invariable durante toda su adolescencia: lectura de periódico al desayuno, picnics al almuerzo y un absoluto disgusto con lo que ofrecían los franceses sobre sus manteles campesinos de cuadritos
El pan estaba bien, pero ¿y la mantequilla? lánguidamente simple. A la carne le salía sangre y en los restaurantes ponían todo lo que se les ocurriera en las sopas. Las verduras eran aceptables, pero las echaba a perder la afición nacional a la vinagreta. Las manzanas estaban bien, pero ¡cómo comían de cebolla los franceses! Luego se lavaban los dientes con pasta de ajo. Y no faltaban esos platos indescriptibles que podían tal vez explicar los olores en los baños.
El Julian de esta historia es uno de los escritores más importantes de habla inglesa. Barnes nació en Leicester, Inglaterra, en 1949. Desde aquellos paseos franceses ha tenido una historia íntima y muy particular con la cocina.
Con la llegada de la adolescencia vino la rebeldía, y, por supuesto, el desapego de la francofilia paterna. Sin embargo, esa actitud le duró poco: al final los franceses le resultaban más voluptuosos, románticos y radicales que los británicos. Y entonces ocurrió el milagro. Fue en Rennes, una ciudad del norte de Francia, en donde fue a dar clases de inglés en un colegio católico. Un año en el cual su puritanismo gastronómico se diluyó gracias a un vino que ya no le sabía a vinagre; a la variedad de quesos que empezaban a ser dignos y apetecibles (antes solo probaba el gruyère). Ah, y al café.
Ya no era un sustituto inferior del té sino un estimulante necesario para cerrar la sobremesa. Desde entonces Barnes sigue recorriendo caminos y restaurantes de Francia, su país de segunda residencia y principal referencia cultural. Y cuando cruza el canal de vuelta a Londres, mantiene un vínculo no solo intelectual: en su cocina lo acompañan varios mentores que le dan esperanzas y ánimos, como Édouard de Pomiane, revolucionario de la cocina francesa en diez mágicos minutos.
Al volver a Inglaterra, Barnes se graduó con honores de la Universidad de Oxford. Ya había añadido a su biblioteca de Derecho algunos títulos gastronómicos. Y un día, llegaron las zanahorias Vichy y el hombre se atrevió a curiosear por el origen del nombre, a cuestionar los pasos de la cocción y hasta llamar a la chef de la receta para reconfirmar un paso dudoso. Fue inevitable: se convirtió en el perfeccionista de la cocina familiar.
Con perfeccionista quiero decir un individuo que cocina con un cauto placer: necesita una lista exacta de ingredientes y un “libro de recetas paternalista”. Inquieto, comprueba tiempos y temperaturas y la única libertad que se permite es la de añadir un poco más de algún ingrediente que le gusta (un martini, por ejemplo). Espera del manual gastronómico una precisión quirúrgica y puede enfurecerse si alguien merodea por la estufa sugiriendo añadir pizcas de algo. Un cocinero tardío (porque su madre siempre se ocupó de la producción y lo más cerca que él estuvo del horno fue para limpiarlo) y “patéticamente necesitado de elogios” cuando despide a sus comensales.
Confeso inmaduro en su “volubilidad cocineril” y extrema propensión al augurio de desastres. Ese día de las zanahorias, Barnes descubrió la diferencia entre los chefs expertos y él. Ellos y ellas conocen su oficio y no necesitan consejos de precisión porque los saben o descubren por su cuenta. A él no le preocupa si lo que hace es ciencia o arte: se conforma “con que sea una artesanía, como la carpintería y la soldadura casera”.
No es competitivo, solo pretende “no envenenar a sus amigos”. No inventará sus propias fórmulas, será esclavo de las que ha ensayado y estará condenado a luchar con imprecisiones tipo ‘cebollas medianas’, ‘puñado de nueces’, ‘sal y pimienta al gusto’, para ofrecer una comida decente a sus invitados. En su casa está prohibido decir “tenemos una fiesta con cena”. Nada de nombres pomposos. Que nada añada gravedad al nerviosismo reinante alrededor del fogón (atenuado solo con un noble gintonic a mano).
En términos culinarios, Barnes, el escritor, ha trabajado con cuatro elementos: historia, realidad, verdad y amor; mezclados en novelas, relatos cortos, colecciones de ensayos, traducciones, crónicas periodísticas. Treinta años de este tipo de quehaceres y libros que le han ganado fama: El loro de Flaubert y Hablando del asunto, por sólo nombrar dos. En la cocina, por su parte, han dado para muchas hazañas, rendiciones ante platos solo posibles en manos de chefs-dioses y pequeñas desobediencias (como no quitarle las semillas a una libra de tomates cherry) recogidas en su libro El perfeccionista en la cocina (The Pedant in the Kitchen, 2003).
Con frecuencia los periodistas se refieren a Barnes como “inescrutable”, pero si uno lo sigue discretamente hasta su cocina libro en mano, salen a relucir otros aspectos personales como su gusto por el rabo de buey o su actitud vengativa contra las ardillas desde que se le comieron todos los retoños de camelias en su jardín, el hecho de que guarda una pequeña colección de cucharitas de avión, más palillos chinos de los que necesitará el resto de su vida y que tiene un cajón lleno de accesorios que nunca usa ni bota. En el libro también se conoce que al señor Barnes no le hace gracia que un almirante invitado a cenar aproveche un momento a solas con su esposa para declararle sonoramente su pasión mientras Julian, marido-chef, escucha estupefacto y lidia con una liebre en la sartén: “El azúcar comenzó a derretirse a tiempo que mi corazón, lo confieso, se endurecía un poco... Y desde aquella noche no he vuelto a verme tentado a guisar liebre con salsa de chocolate.
Aunque de vez en cuando me he preguntado a qué sabría un almirante asado. Sospecho que a ardilla”.
A los sesenta y un años, Barnes sigue alternando estudio y cocina. En el primero, rebusca entre las pasiones humanas: “Soy un escritor por un cúmulo de razones menores (amor a las palabras, temor a la muerte, anhelo de fama, placer de crear, desagrado por los horarios de oficina) y por una razón mayor primordial: porque creo que el mejor arte cuenta lo más real de la vida”. Y en la cocina, dice concordar con otro escritor, Joseph Conrad: “Cocinar es un acto de salud mental. Promueve la serenidad, el pensamiento grácil, y una opinión indulgente de los errores de nuestros vecinos lo cual es la única forma genuina de optimismo”. Ese optimismo que es necesario para pensar que ahora Barnes puede atreverse a preparar sus zanahorias casi sin mirar el recetario lleno de manchas, notas en las márgenes y algún insulto a los chefs cuando son insensibles con un cocinero letrado y perfeccionista.