Violencia en Colombia: ¿por qué persisten tantos grupos armados ilegales?
Con la desmovilización de las AUC no cesó la violencia en Colombia. Los rezagos de estas estructuras, que viven del narcotráfico, siguen cobrando vidas.
Para los críticos del proceso de Ralito, la aparición de bandas como los Urabeños era una señal de que el paramilitarismo se había reciclado. Para los escépticos de la derecha, la aparición de las disidencias de las Farc corroboró que el proceso de La Habana era una farsa.
No es nada nuevo crear una dicotomía en la interpretación de la guerra entre un gran proyecto ideológico y la pura codicia criminal. Es una respuesta, apenas lógica, de quienes participan en el debate político para asignar responsabilidades a sus contradictores por tantos ríos de sangre.
La fórmula de la dicotomía va acompañada, además, de matices que extienden el lado criminal de las organizaciones armadas a los contradictores políticos. En el caso de los paramilitares algunos han querido ir bastante lejos al retratar a las élites no solo como el poder a la sombra, sino como una estructura de dominación de las rentas criminales del país. Toda una oligarquía criminal.
Este retrato puede ser efectivo para posicionarse en el debate y la opinión, pero poco contribuye a comprender el papel que jugó la criminalidad en el conflicto, las razones de su duración y por qué todavía persisten tantos grupos armados. Se pasa por alto que, paralelo al narcotráfico y a las grandes narrativas que justificaban a las partes en disputa –la revolución social y el derecho a la legítima defensa–, había un contenido político más potente: el ejercicio de funciones de Estado en comunidades periféricas y la regulación del acceso de estas comunidades a los mercados globales.
EDICIÓN 1152 (mayo 2004) Las investigaciones muestran el despojo de tierras de los paras.
Mientras en el ámbito nacional se debatía la gran política para alcanzar un acuerdo con los grupos armados, o para derrotarlos militarmente, en las regiones la política que importaba era la micro, la del Gobierno del día a día de guerrillas, paramilitares o del grupo armado que tuviera el control. La seguridad, la aplicación de justicia y castigos a quienes violaran las normas, y la protección de actividades como el narcotráfico, que sostenían la capacidad adquisitiva del mercado local, eran lo importante.
Cuando las AUC y las Farc salieron del conflicto y se acabaron las grandes narrativas que justificaban las armas, esta política micro continuó vigente en muchas regiones como Nariño, Catatumbo, el Bajo Cauca y Guaviare. Era la prueba de que los motivos de la guerra iban también por otro lado. O, más bien, que la narrativa revolucionaria y de legítima defensa en un momento dado se agotaron y tras bambalinas se impuso una lógica que recuerda en algo a la de los bandidos sociales descrita por el historiador Eric Hobsbawm.
Las guerrillas surgieron en Colombia en los años sesenta bajo la justificación de las enormes desigualdades, del cierre del sistema político y de la represión estatal. En realidad, fue más una ola revolucionaria producto de la Revolución cubana y de la dinámica de la Guerra Fría. A lo largo de Latinoamérica aparecieron insurgencias. Algunas con éxito, aunque la mayoría no pasaron de ser grupos clandestinos en las ciudades o un puñado de combatientes en junglas remotas.
En Colombia, las guerrillas tampoco tuvieron mucho éxito en un principio. Apenas sobrevivían. Sin embargo, por la geografía y por la presencia de pobladores por fuera del alcance del Estado lograron consolidar espacios donde se convirtieron en la autoridad de facto. Desde allí acumularon fuerzas para escalar la guerra en los años ochenta. El propósito era construir un ejército capaz de derrotar al Estado y suplantarlo para luego instalar una sociedad comunista.
Antes de que su hermano Vicente ordenara matarlo, Carlos Castaño unió a los paramilitares en las Autodefensas Unidas de Colombia.
La expansión de las guerrillas hacia el país poblado, con mayor presencia del Estado, tuvo su reacción. Pero las respuestas variaron de acuerdo a las circunstancias. En Bogotá, las élites pudieron resolver los problemas de seguridad con la fuerza pública, mientras que en municipios y veredas más aislados, incluso en ciudades pequeñas, la protección del Estado era insuficiente. El secuestro y la extorsión no solo eran costosos, sino humillantes. Los pobres también sufrían, a veces más que los ricos de las regiones. Las guerrillas los obligaban a ceder sus hijos a la causa y a abastecerlos. Surgieron entonces, de la mano del Ejército en muchos casos (era legal en ese tiempo), los primeros grupos paramilitares: una mezcla de escuadrones de la muerte, guardaespaldas de élites regionales y campesinos con escopetas. Comenzaba la gran narrativa del legítimo derecho a la defensa.
Al mismo tiempo, otro grupo se vio afectado por la expansión de la guerrilla. Si bien en muchas zonas los narcos pagaban a las Farc y al EPL para que cuidaran sus laboratorios y pistas, en otras zonas eran secuestrados y extorsionados. Fueron muy graves las consecuencias cuando las guerrillas los traicionaron. El robo de varias toneladas de cocaína fue lo que desató la furia del Mexicano contra la UP, no una ideología anticomunista.
Los ejércitos paramilitares que formaron los narcos contaban, además, con una fuerte motivación económica. Controlar con las armas un territorio garantizaba el monopolio de la producción y el despacho de cocaína al mercado internacional. Ser el Estado en lo local era sumamente rentable y si eso se complementaba con el discurso de la legítima defensa se ganaba en legitimidad para, eventualmente, negociar como guerreros contrainsurgentes. Así lo entendió Carlos Castaño. Pero no todo era cuestión de dinero. El avance de las dos grandes narrativas por el territorio nacional iba dejando enseñanzas más profundas que las del discurso de sus mandos.
El ejército paramilitar no surgió de las élites nacionales. Salvo en algunas regiones donde las élites locales como Mancuso o Jorge 40 asumieron su dirección, los paramilitares fueron dirigidos y conformados por gente del común. Fue un medio para acceder al poder político y tener influencia social, a la vez que para ofrecer orden. La población, dadas las circunstancias, los buscaba para que impusieran algún tipo de ley en zonas en las que las instituciones fallaban y la principal fuente de ingresos estaba criminalizada por el propio Estado.
La oportunidad de riqueza y poder se manifestó en la competencia entre las bases de los ejércitos paramilitares por hacerse a pedazos del poder en las regiones. Una de las razones poco debatidas por los analistas para explicar la decisión de aceptar un proceso de paz con el Gobierno de Uribe era evitar que sus ejércitos se salieran de control.
Los sucesores, Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, negociaron, en 2004, la desmovilización de esa estructura, pero en 2008 el Gobierno de Álvaro Uribe los extraditó por tráfico de drogas.
Más aún, dentro de las filas de las propias guerrillas comenzó a surgir una nueva generación de mandos medios con características similares. La gran narrativa de la revolución iba perdiendo sentido a medida que el Estado tomaba la iniciativa militar. Lo importante para estos mandos medios era aprender a sobrevivir en la guerra, gobernar comunidades en la periferia y monopolizar las rentas de la droga. La retórica marxista era para los de arriba en la guerrilla.
Al final, cuando se desmovilizaron las AUC y las Farc, el esqueleto que sostenía todo quedó desnudo. Quienes sustentaban el esfuerzo de guerra eran los guerreros que actuaban como bandidos en las regiones. Los Urabeños, Gentil Duarte, los Caparros, los Pelusos y demás señores de la guerra que proliferan en el país son un viejo rezago de sociedades de frontera interna que poco a poco se van integrando al Estado y transformándose. Como los bandidos de Hobsbawm, son los últimos renegados de la parte de abajo de una sociedad que se resiste a asistir a su desaparición. Solo que aquí con las selvas llenas de coca y la lentitud del Estado pareciera un proceso que todavía va a tomar su tiempo.