La lucha contra las drogas: una guerra perdida
Hay que aceptar el fracaso de una política antidrogas que ha dejado miles de muertos, millones de hectáreas deforestadas, cuantiosos daños ambientales y una población amedrentada e indefensa. Pero no ha derrotado y ni siquiera ha afectado levemente al narcotráfico.
Es una historia trágica que se repite sin parar. No es sino ver las recientes masacres e irnos décadas atrás hasta la persecución de Pablo Escobar, o la entrega de los Rodríguez Orejuela, hace más de 25 años. Y el asesinato de Rodrigo Lara diez años antes. La historia nacional viene entrecruzada por el tráfico de drogas.
Hace 40 años se firmó el tratado de extradición con Estados Unidos. Y hace 60, en 1961, se estableció la Convención Única de Naciones Unidas sobre Estupefacientes, que declaró ilegal la marihuana, la coca y sus derivados, el opio y sus derivados, además de las drogas químicas. Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas, seguramente porque las protestas contra la participación de Estados Unidos en la guerra del Vietnam estaban motivadas por las drogas, y desde entonces nuestro país no ha tenido un solo día de tranquilidad en esa lucha fracasada.
La etapa más trágica sin duda la vivimos fue durante el Gobierno de Virgilio Barco y el de César Gaviria, cuando los llamados Extraditables declararon la guerra contra el Estado. El momento tiene fecha y nombre: el 6 de noviembre de 1986 el grupo que se hacía llamar los Extraditables produjo un comunicado en el que, entre otras cosas, pedían el diálogo, rechazaban la extradición y hasta solicitaban que el Ministerio de Educación emitiera una circular que anunciara sanciones a los colegios públicos y privados, que rechazaban a sus hijos. Fue la primera declaración de guerra de las mafias contra el Estado.
EDICIÓN 398 (1989) Tras meses de persecución las autoridades dan de baja a Gacha.
Acababan de asesinar al magistrado de la Corte Suprema Hernando Baquero Borda, quien llevaba varios expedientes de extradición, entre otros el de Pablo Escobar. Recordamos el lema: “Preferimos una tumba en Colombia que un calabozo en los Estados Unidos”, pero entonces significaba que estaban dispuestos a todo.
Vino después la extradición de Carlos Lehder y otro comunicado. Y así, muchos más. Duraron años intentando frenar su tumba en Estados Unidos. Cuando estaba en trámite la reforma constitucional de 1989, mediante varios senadores, lograron introducir un texto que proponía someter a referéndum la extradición. Barco, en buena hora, prefirió hundir la reforma constitucional. La extradición, para ese momento, era el único instrumento que teníamos.
Su arma de sometimiento de la nación fue el asesinato de muchos jueces, entre otros como ya el mencionado magistrado Hernando Baquero Borda; de policías como Valdemar Franklin Quintero y de cientos de oficiales que murieron cuando los carteles ofrecían uno o más millones por policía muerto. Grandes políticos como Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Federico Estrada Vélez y muchos otros. Miles de ciudadanos del común. La muerte era pan de cada día en las ciudades. Hoy lo sigue siendo en los territorios.
Esta etapa terminó el mismo día en que la Asamblea Constituyente declaró que la extradición estaba abolida. Ese día se entregó Pablo Escobar como resultado de la política de sometimiento a la justicia. Segundo instrumento con el que pensamos que podíamos ganar la guerra.
Con la muerte de Pablo Escobar y la extradición de las cabezas de los carteles se creyó que el narcotráfico llegaría a su fin. La realidad muestra otra cosa.
Con la muerte de Escobar y con los Rodríguez Orejuela capturados en Cali en 1995 terminó una forma de la narcoguerra. La extradición se restableció en 1997.
Terminó una etapa. Pero vino otra y aún no la hemos ganado. La etapa de los carteles que dominaban los canales comerciales que tenían lugar en el mayor mercado para la cocaína colombiana: el de los Estados Unidos.
La guerra contra las drogas lleva 50 años. Han pasado tres o más generaciones de narcos. Desde los contrabandistas de marihuana de los años setenta, pasando por los carteles, hasta los mexicanos mezclados con sicarios y clanes de todo tipo, financiadores corruptores en los que cayeron las extintas guerrillas y que siguen hoy alimentando el conflicto.
Es una guerra que ha durado mucho. Cinco décadas. ¿Qué queda de esa guerra? Tragedias, muerte, asesinatos, corrupción. Y la obligatoria reflexión de que algo no estamos haciendo bien. Lo dije en mi reciente libro, La guerra sin fin. Necesitamos aceptar el fracaso para construir una nueva manera que va más allá de la discusión sobre el uso del glifosato contra los cultivos ilícitos, cuando está probado que la legalidad solo llega de la mano de la sustitución de cultivos. Necesitamos un diálogo transparente con los Estados Unidos. Necesitamos atrevernos a la regulación del consumo de ciertas drogas y esto pasa por mirar las experiencias internacionales exitosas y no las fracasadas, como las de Afganistán.
Los Gobiernos de Virgilio Barco y de César Gaviria tuvieron que afrontar la arremetida más dura de los narco
La mejor política antidrogas es atacar los problemas que sustentan las actividades de drogas. La razón del fracaso es no entender y afectar el contexto en el que operan, romper la esquizofrenia de la prohibición y una agenda internacional que enfatice los programas de salud pública y de los tratamientos a los adictos.
¿Qué hacer?
Legalizar, como ha planteado el prestigioso semanario The Economist. O regular, como lo plantean proyectos que están a la consideración del Congreso. O continuar la guerra contra las drogas con la fumigación de glifosato eternamente y los consecuentes efectos sobre el medioambiente y la salud humana.
Esta semana cursan dos proyectos, uno de acto legislativo y otro de ley, que buscan regular la cocaína y la marihuana. Fueron presentados por congresistas independientes y de oposición. Veamos uno por uno.
El de la marihuana. Parte de la famosa sentencia de Carlos Gaviria, de 1993, que estableció la dosis personal como parte del libre desarrollo de la personalidad. La propuesta es incluir una disposición en el artículo constitucional que permita el consumo de marihuana en algunos lugares. El parágrafo dice lo siguiente:
“La prohibición prevista en el inciso anterior no aplicará frente al cannabis y sus derivados para el uso recreativo por parte de mayores de edad y dentro de los establecimientos que disponga la ley. Tampoco aplicará para la destinación científica de estas sustancias, siempre y cuando se cuente con las licencias otorgadas por la autoridad competente. La Ley podrá restringir y sancionar el porte y consumo del cannabis y sus derivados en espacios públicos y zonas comunes”.
Le deja a la ley establecer unos lugares en que se consuma droga y establecer sanciones en espacios públicos o zonas comunes.
Estoy de acuerdo con el proyecto, pero solo si se considera una autoridad superior que establezca unos parámetros fundamentales como el precio. Tal como en Uruguay, donde se creó la autoridad para tal fin.
El consumo de marihuana está regulado en países como Canadá, Uruguay, Portugal y Holanda. Además, cerca de la mitad de los Estados de Estados Unidos han tenido votaciones, a través de referéndum, que han permitido su consumo. Mientras el Gobierno federal mantiene una férrea posición en favor de la prohibición.
EDICIÓN 1818 (2017) Colombia no ha dejado de ser el principal productor de coca.
La regulación de la cocaína fue planteada hace unos meses por Pepe Mujica, pero sin desarrollo. A esta propuesta le faltan varios hervores. Debe tener una base científica más sólida. Algo va de la coca a la cocaína. Ignora el bazuco. Los tratamientos para dejar la cocaína no están bien estudiados aún. Dicho esto, el proyecto de ley en curso no hace un planteamiento válido ni completo.
Si no hacemos algo que nos saque de esta guerra seguiremos contando muertos. La guerra como está planteada hoy no es viable. En buena hora empiezan a estudiarse alternativas legislativas. Un buen camino para empezar.