Informe especial | Los niños reclutados para la guerra, historias de dolor
El reclutamiento de menores por parte de grupos armados es una cruda realidad en Colombia. SEMANA tuvo acceso a testimonios que dejan ver la huella del conflicto en los niños, a los que obligan a portar armas y a vestir de camuflado.
La guerra en Colombia no mermó con la firma del Acuerdo de Paz con las FARC y los niños siguen siendo puestos en la arena de batalla como carne de cañón. Según cifras del Gobierno, en los últimos tres años 317 menores han llegado a las filas de las organizaciones criminales. Pero la cifra se queda corta, las denuncias son pocas y no hay forma de llevar un registro real de este delito.
Es la historia de Sebastián*, para él todo empezó mientras correteaba en un potrero. Tenía cinco años y los recuerdos son vagos. No tiene claro en qué momento el comandante, “el finado Lucho”, terminó convirtiéndose en algo así como su padre. “Papá Lucho” le decía. Ese día, hombres armados le dijeron que no podía regresar. Tenía ganas de irse y no lo dejaban. Lo llevaron al monte, a la selva, donde lo reunieron con otro puñado de niños y los educaron: les enseñaron a no sentir dolor, a no tener sentimientos, a disparar.
Fue reclutado por el frente Adonay Ardila Pinilla, no jugó con carros ni balones de fútbol. Las armas no eran de plástico con sonidos galácticos sino, por el contrario, desde niño uso fierros de verdad. El primero fue a los ocho años, cuando lo bautizaron, lo pusieron a prueba con una pistola pequeña que recuerda “era una 39”.
Ese día disparó a otro niño de ocho años que trató de volarse, era su amigo, lo recuerda como Jonathan. Como no quería hacerlo, se puso a llorar. Papá Lucho lo cogió de la mano y apuntó, le dijo que disparara como cuando estaba entrenando. Él se negaba. Jonathan se arrodilló y lo abrazó. A Sebastián le pegaron un culatazo, le dijeron que no llorara porque ya era un hombre. “Si no lo mataba, me tocaba a mí, así nos quitaban el miedo y el sentimiento”. De ahí en adelante esa fue su misión.
Era un niño disfrazado de comando. Le mandaban uniformes y botas de caucho a la medida. A los pocos meses tuvo su primer fusil, cuenta que era un Galil 556 que pesaba, le tocaba arrástralo. Pero solo lo usaba cuando le daban la orden. Tenía mejores condiciones que un “mando”. Lo llevaron a una vereda. En la casa, la cocinera atendía las llamadas y le avisaba cuando tenía una misión. Llegaba un papel por debajo de la puerta con las instrucciones, lo recogían, le vendaban los ojos y cumplía la operación. En una ocasión se negó a disparar al hijo de una persona que no había pagado la vacuna a la guerrilla y lo mandaron para el monte como castigo. “Me pusieron a camellar”.
Manejó diferentes armas y patrullaba en moto, y tal vez por el empoderamiento que se esconde al empuñar armas, a pesar de ser un niño se sentía grande, fuerte. Entrenaba a nuevos niños que llegaban a la tropa. El mecanismo era el mismo, cohibir los sentimientos.
Su infancia le fue robada, le enseñaron a no sentir dolor ni tristeza, tuvo que disparar a decenas de personas y lo cuenta con crudeza. Lo justifica diciendo que hacía caso. Apenas ahora, tras pasar 10 años con la guerrilla y un par más “en la civil”, entiende lo vivido en el reclutamiento. Lo que no puede o no sabe expresar, se le manifiesta en sus sueños. Aunque se medica para no tener pesadillas, se despierta recordando los asesinatos.
No son solo cifras, son vidas, son niños. A corta edad dejan la educación por el adoctrinamiento, los juguetes por las armas. La guerra es su realidad. La vida pasa en la manigua, en los cambuches, rancheando, prestando guardia, patrullando, combatiendo, matando. En el monte se acostumbran.
La guerra no reconoce género. Las niñas también son reclutadas, pero en este caso la situación puede ser peor, no solo son usadas para la guerra, en ocasiones son víctimas de delitos sexuales. María no fue llevada al monte por la fuerza ni se la arrebataron a sus papás. Fue usada como moneda de cambio. Tenía 14 años, había salido de su casa a los 12 y trabajaba con un paisa comerciante, vendedor de ropa. A él le ayudaba con el oficio y como no tuvo con qué pagar una vacuna, la entregó a la guerrilla.
Resulta una ironía. Para entrar firmó un contrato de responsabilidades con el frente de guerra bajo el rótulo de voluntario. Tenían el registro de cada uno sus familiares y le dejaron claro lo que podía pasarles si desertaba. Por eso, lo dice sin aspavientos, “a mí me obligaron a firmar”.
Los primeros meses era informante. Le contaba al mando del ELN quiénes vendían drogas en los prostíbulos, quiénes se portaban mal. Dice que solo daba información, pero no sabía qué pasaba después.
En el campamento recibió entrenamiento, que cómo armar el fusil, que disparar, que tirar granadas, armar y detectar minas. A los 15 años se desenvolvía con facilidad en los menesteres de la guerra y lo narra con naturalidad. Pero guarda silencio, tomando impulso para poder hablar, cuando se refiere a temas íntimos. Fue violada a los pocos meses de estar en el campamento.
“Fue un mando de escuadra, yo no sé qué será de la vida de él. El man me decía que si no me acostaba con él, me mataba. Si usted está prestando guardia y se aleja del campamento más de 20 metros pasa a ser una desertada, así vaya a la letrina. Él aprovechaba eso y me decía que me iba a matar. Fueron tres veces. La última la paró un mando que miró la situación y lo hizo pedirme perdón al frente de la tropa”
Se acostumbró a vivir en el monte, la entrenaron para curar a los heridos de la fuerza regular. Esa se volvió su familia. “Uno dice esta es mi vida, yo nací pa’esto, la ideología de uno es diferente a la de un civil. Es la guerra, uno se mentaliza y ya”.
Entendía la vida en los campamentos, los cambuches, la disciplina, el entrenamiento. Para ella era como estar en el Ejército o como trabajar todos los días. Cuenta que “era un coco, en la parte de política. Era un cerebrito. Un mando político, un cucho de los duros, me cogió para los cursos”. Habla en desorden y sin mayor profundidad. Cita en desorden algunas cosas que recuerda: la historia de la guerra, la de Ernesto ‘el Che’ Guevara, “la marxista leninista”...
Tuvo novio. Una relación prohibida porque él era mando urbano y ella interna. Los reunieron para advertirles que eso estaba prohibido. Siguieron la relación con cartas de amor y encuentros secretos en la vereda. Hasta que dejó de verlo, lo mataron y no le dijeron nada. Por eso decidió huir. Cuando salió, hacía tres meses se lo habían matado.
Un compañero, el que llevaba las cartas fue el que le contó que lo habían matado. “Mataron al compadre, a Mango, me contó, nosotros teníamos planes y él desapareció. Yo no le creía. Antes de irme me fui para el cementerio y ahí está la tumba. Cuando llegué a Bogotá empecé a aprender a meterme a computadores. Miré en las noticias y salió que estaba muerto Mango, lo dejaron tirado al lado de un río”.
Se voló a donde una parejita que había desertado hacia seis meses. Cogió un bus para llegar a Cajicá. Cuando llegó la cogió el Ejercito, me enteré que me habían entregado, me vendieron. Y no fue fácil, no se sentía libre, se sentía ajena. “Yo no entendía, me faltaba el monte, pensaba en ellos como mi familia. No asimilaba la civil”. Ahora trata de rehacer su vida, dejar eso en el pasado. Como dice, “vivir su día a día”.
Los niños reclutados no tienen voz ni entienden lo que pasa. Sus familias son amenazadas. También hay menores que son entregados de manera voluntaria, pues la miseria ronda en las zonas donde arrecia el conflicto y por ese camino llegan a las filas de las organizaciones criminales. El 66 % de los casos se da en departamentos en guerra: Antioquia, Nariño, Cauca, Chocó y Arauca, según la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos.
El conflicto en Colombia ha sido largo, pero los registros sobre reclutamiento de menores son recientes: desde 1999, cuando se implementa el programa de desvinculación, han sido atendidos 6.931 niños. Las frías cifras no dan cuenta de cuántos murieron en combate, los que se hicieron adultos empuñando fusiles y los que no fueron reportados. El subregistro acompaña problemática.
De acuerdo con informes del Centro de Memoria Histórica, entre 1960 y 2016, hay un registro de 17.775 víctimas menores de edad vinculados a actividades bélicas. Buena parte de la verdad del uso de menores en la guerra la tiene las FARC. En marzo de 2019, la Jurisdicción Especial para la Paz avocó conocimiento del Caso 007, relacionado con el reclutamiento y utilización de niñas y niños en el conflicto armado, en el que investiga alrededor de 8.000 hechos reportados por la Fiscalía General de la Nación.
Las FARC, por ahora, no han plantado cara a sus víctimas. De acuerdo con sus normas, “en consonancia con el Derecho Internacional Humanitario”, planteaban los 15 años como edad mínima para el reclutamiento. Timochenko ha dicho que los niños en sus tropas llegaban por voluntad propia, y levantó críticas. Resulta difícil una explicación anecdótica ante hechos de gravedad como el reclutamiento de menores.
La Alta Consejera para los Derechos Humanos, Nancy Patricia Gutiérrez, advierte que firmado el Acuerdo de Paz el reclutamiento continuó, pero cambiaron los actores. “Ahora son, de acuerdo con los registros del ICBF, el ELN, las disidencias de las FARC y los grupos armados organizados dedicados el narcotráfico. Afirma que hay una estrategia de prevención del reclutamiento en la que están involucradas 22 entidades del Estado para enfrentar este delito”.
El rechazo al reclutamiento de niños es general. Es un delito que cobra vidas sin estar muerto, y lo que resulta más complejo es que, como una sentencia, mientras el narcotráfico mantenga el conflicto, los criminales vestirán a los niños de camuflado.