20 AÑOS DE DECADENCIA
Con el asesinato de Kennedy comienza la era de la decadencia de los Estados Unidos
El asesinato de John F. Kennedy representó, de cierta manera, una puerta abierta por la que ya se han colado 20 años de decadencia norteamericana. Fue algo así como el Waterloo del gran coloso de Occidente, encarnado en la muerte de quien durante su corta estancia en la presidencia había llegado a considerarse como el iniciador de una nueva era.
EL COLOS DE OCCIDENTE
Durante las dos décadas posteriores a la posguerra los norteamericanos habían reunido motivos suficientes para sentirse optimistas. EE.UU. era un país homogéneo, sus estructuras sociales y valores eran bien comprendidos y aceptados por la mayoría de los ciudadanos.
Creían fervorosamente en el "selfmade man", e interpretaban el mundo en términos moralistas. Ellos eran, sin lugar a discusión alguna, los buenos, los mejores. Tenían de sí mismos, al igual que sobre ellos tenía el resto del mundo, una idea de superioridad difícilmente controvertible. Creían firmemente en la seguridad, santidad y legitimidad de sus líderes. El gran coloso del Norte descansaba, ciertamente, sobre dos firmes extremidades. Una de ellas era la estabilidad básica de su economía, que les permitía a los ciudadanos poseer una casi ilimitada sensación de prosperidad. El dólar era símbolo de poderío económico en el mundo entero. Ellos habían reconstruído las economías de Japón y Alemania, arrasadas por la guerra, y simultáneamente habían entrenado a estos dos países en la adquisición de productos norteamericanos: la perfecta sociedad comercial. Y como les sobraba optimismo, lo invertían en alimentar la idea de que el mañana sería mejor que el presente, que constituía la mejor forma de rendirle culto al progreso.
La otra extremidad del coloso era su fortaleza militar. Después de la victoria en la Segunda Guerra Mundial habían convertido a Japón y Alemania en dos poderosos aliados. Dominaban la OTAN, la SEATO y demás alianzas. Jamás habían perdido una guerra. Actuaban como si el único país del mundo cuya existencia notaran realmente, fuera la URSS, y los demás constituyeran apenas pequeñas naciones emergentes sin posibilidad alguna de afectar el balance estratégico, y cuyo único destino fuera el de convertirse en vasallos o premios de alguna de las dos grandes potencias.
No tenían razones, por otro lado, para detenerse a pensar en las limitaciones de sus recursos naturales y ambientales. Los creían eternos. Energía barata y abundante tenían de sobra disponible para alimentar la gran maquinaria de la civilización occidental.
Para el año 2.000, cuando comenzara a escasear, el poder atómico proveería un adecuado sustituto.
El denso humo de una chimenea industrial era considerado apenas como un costo menor del progreso y de los elevados niveles de vida que detentaban. La polución de las fábricas era perdonada generosamente, mientras estas cumplieran con la función de producir, contratar gente y de pagarle bien. Consideraban que como nación, y como individuos, EE.UU. y los norteamericanos se encontraban cada vez más cerca del ideal de democracia, de paz, de libertad, de estabilidad, de justicia y de felicidad. Estaban seguros de saber lo que estaban haciendo. Ellos eran el futuro.
LAS PRIMERAS GRIETAS
Existían razones suficientes, sin embargo, para desmontar un poco de ese optimismo. Se aproximaba para los EE.UU. una década de decisiones críticas e irreversibles. El asesinato de Kennedy estaba a punto de inaugurar oficial y brutalmente la década de los años sesenta, en la que sucedería algo que el optimismo norteamericano imperante en la época jamás se había permitido el lujo de considerar factible: las minorías del país abandonarían el lugar que calladamente habían ocupado durante años. Pero como si aún fuera poco, a los desórdenes raciales, las protestas estudiantiles y la liberación femenina habrían de unirse la guerra del Vietnam, la explosión inflacionaria y el escándalo de Watergate. Y de pronto, el país armónico, homogéneo y unido, el triunfante coloso de la Segunda Guerra comenzó a agrietarse y fragmentarse. Ya no sería posible, como en el pasado, encontrar valores o ideas sobre las cuales poner de acuerdo a un grupo de norteamericanos de diversas tendencias.
DE KENNEDY A JOHNSON
En cierta forma, Kennedy fue el último gran líder. Sus discursos se habían caracterizado por su fuerte tono moralista, apenas adecuado para la época. El Presidente decía: "No preguntes que puede hacer el país por tí, pregunta más bien qué puedes hacer tú por tu país". Pero comenzando el año 1962, ya existía un abismo entre su retórica y sus logros presidenciales.
Pocos de sus programas, mediando sus malas relaciones con el Congreso habían podido transformarse en leyes. Fuera de su elección, Kennedy no había logrado una victoria muy significativa.
Primero se había producido el tremendo fracaso de Bahía Cochinos, que la historia se ha encargado de perdonarle con base en su inexperiencia política. "luego vino la famosa crisis de los misiles en la que Kennedy, si bien había logrado un rotundo triunfo de opinion, también había sembrado, de cierta manera, la semilla de la decadencia norteamericana. En primer lugar protocolizó la existencia en el Caribe de un país socialista independiente, cuando comprometió a EE.UU. en la promesa de no invadir a Cuba a cambio del desmonte de los misiles por parte de los soviéticos. En segundo lugar, la gran humillación sufrida por la URSS tuvo como consecuencia el decidido impulso de su industrialización militar, cuando en ese momento el balance armamentista se inclinaba favorablemente del lado norteamericano. Muy pronto el debate ya no se centraría sobre la superioridad bélica de EE.UU, sino sobre las únicas opciones que terminaría dejándole la ofensiva militar soviética: las de inferioridad o paridad, situación que ha desatado la carrera armamentista actual.
Aconsejado por sus asesores militares, Kennedy se había propuesto buscar un área en la que la política externa de los EE.UU. pudiera obtener un éxito resonante, para borrar de la memoria norteamericana y del mundo el fracaso de Bahía Cochinos. Así nació Vietnam en el horizonte militar norteamericano. Y aunque Kennedy se limitó a apoyar el golpe de estado contra Dien Bien Phu en 1963, y a enviar a ese país 16.000 soldados norteamericanos, no puede asegurarse que Kennedy habría seguido un curso de acción distinto al de su sucesor Lyndon Johnson, a quien le correspondió la humillación más grande de la historia norteamericana.
EL DESASTRE DE LA GUERRA
Johnson estrenó la presidencia en condiciones más fáciles que las de Kennedy. A diferencia de éste, tenía buenas relaciones con el Congreso, y supo utilizar la respuesta emocional que en el país había producido el asesinato de Kennedy para tramitar ante el parlamento el más grande y costoso programa legislativo de la historia norteamericana, con lo que inauguró la clase de ente benefactor que empujaba a los ciudadanos hacia afuera de la economía productiva y los convertía en dependientes del Estado. Y es que Johnson, en mayor proporción aún que Kennedy, creía firmemente en las ilusiones de la época. Confiaba apasionadamente en la fortaleza de Occidente y en el poder de la economía norteamericana.
En un comienzo no quería entrar a la guerra, pues estaba iniciando una campaña sobre una plataforma de paz contra el republicano Goldwater; pero el Congreso, mediante la aplastante mayoría de 532 votos contra 2, aprobó la famosa "Resolución del Golfo de Tonkin" que autorizaba al Presidente a tomar vigorosas medidas para proteger a las fuerzas norteamericanas en Vietnam, lo cual en la práctica constituyó luz verde para entrar gradualmente en la guerra. A partir de ese momento se enhebró el hilo rojo que cosió fatalmente las administraciones de Kennedy, Johnson y Nixon, las protestas estudiantiles, el levantamiento de las minorías, los asesinatos y el crecimiento de la inflación que caracterizaron a EE.UU. en la época de los 60 y 70 y cuyas secuelas continúan sintiéndose en la actualidad.
Johnson no contaba con perder la guerra de la propaganda, no sólo en los EE.UU. sino en todo Occidente.
Aunque carecía del carisma de su antecesor, en un comienzo tenía todo el apoyo necesario para sacar adelante la guerra. Pero la primera en abandonarlo fue la prensa, hasta el punto de que ésta pasó de una simple censura editorial a una, en muchos casos, tendenciosa presentación de las noticias, cobrando muy pronto fuerza el mensaje de que la victoria del Viet Cong era inevitable. Pero curiosamente, no fue el pueblo norteamericano el primero en perder la determinación de ganar la guerra: fueron sus líderes, encabezados por el propio Johnson, cuando después de la derrota electoral sufrida en las primaria de New Hampshire anunció que invertiria el resto de su período en hacer la paz. No era el final de la guerra, pero sí el final del esfuerzo de los EE.UU. por ganarla.
Para 1968, cuando la guerra del Vietnam alcanzó su más enfermizo clímax, los estudiantes protestaban violentamente en más de 200 campos universitarios y los negros incendiaban las principales ciudades, Johnson tomó la decisión de no buscar la reelección, admitiendo tácitamente su derrota. Pero los problemas de los EE.UU. estaban apenas comenzando.
EL ESCANDALO DEL WATER GATE
Para la época en la que Johnson entregó el poder a Nixon, 1969, buena parte de la prensa se hallaba colocada en abierta oposición contra el nuevo gobierno. A pesar de ello, Nixon tuvo durante sus primeros años en la presidencia un considerable éxito en despejar el nefasto legado de los años Johnson, y especialmente en desligarse de Vietnam. En cuatro años redujo las fuerzas norteamericanas de 550.000 soldados a 24.000. Los gastos de la guerra disminuyeron de 25 mil millones de dólares anuales a menos de 3 mil millones. Al mismo tiempo, comenzó a impulsar las negociaciones de paz con Vietnam del Norte, pero, más importante aún y de manera más hábil que sus dos antecesores, supo explotar la disputa chino-soviética, alcanzando un entendimiento diplomático con Pekín.
Fue esta novedosa actitud hacia China, además del cambio de la estrategia militar norteamericana,la que permitió la paz con Hanoi. Pero ni Nixon ni los vietnamitas tuvieron tiempo de disfrutar este entendimiento, puesto que en el mismo año en el que se firmó la paz explotó el famoso escándalo de Watergate.
En realidad, la utilización de estos procedimientos extra legales por parte de la Casa Blanca habían comenzado con Roosevelt, quien creó su propia "unidad de inteligencia", para protegerse él y destruír a sus enemigos. Truman y Eisenhower, a pesar de que se mantuvieron alejados de estas actividades clandestinas de sus principales colaboradores y de la CIA, sabían de ellas y las toleraban. Kennedy y su hermano Robert recurrieron positivamente a ellas. Bajo el gobierno de Johnson se popularizó ampliamente la práctica de espiar mediante la intercepción de los teléfonos. Pero hasta la presidencia de Nixon, la prensa había sido extremadamente cuidadosa en la publicación de estos delitos presidenciales de menor cuantía. Nixon, sin embargo, no fue beneficiario de esta prudencia, en parte porque fue más allá que cualquiera de sus antecesores. De esta manera, el Washington Post, mediante una serie de articulos que comenzaron a publicarse el 10 de octubre de 1972, tomó la determinación de hacer de Watergate el mayor escándalo moral de la década. Y Nixon fue derrotado por lo que se bautizó el "Putch de la prensa", que desmontó, hasta ahora de manera irreversible, el régimen de la presidencia imperial en los EE .UU .
La caída de Nixon fue aprovechada para realizar un cambio radical en el balance del poder a favor del Congreso. De inmediato comenzaron a implementarse restricciones que limitaban la conducta presidencial en el campo de la política exterior norteamericana.
Fue entonces cuando los EE.UU. perdieron definitivamente la guerra del Vietnam, pues la política de retirada militar de Nixon sólo podía funcionar si los norvietnamitas continuaban convencidos de la determinación norteamericana de apoyar a sus aliados del sur. El Congreso, sin embargo, continuó disminuyendo indiscriminadamente la ayuda a los survietnamitas, despertando toda serie de ambiguas especulaciones sobre la política norteamericana. Nixon y su sucesor, Gerald Ford, eran además impotentes para evitar que Vietnam del Norte rompiera los acuerdos pactados. En estas circunstancias, lo que sucedió posteriormente era inevitable.
DE CARTER A GRANADA
Lo demás es historia reciente. Quizás lo que en mayor justicia puede afirmarse de Jimmy Carter es que fue el primero en reconocer la decadencia de EE.UU. e intentar adaptarse a esta realidad. Por eso, su moralismo reemplazó en sus discursos los rastros de grandeza que habían caracterizado los años de Kennedy y de sus sucesores. Pero fue creciendo con demasiada fuerza el sentimiento de que los EE.UU. estaban siendo "pushed arround", Mientras los norteamericanos adquirían conciencia de la debilidad política de su gobierno, también la adquirían de la fortaleza soviética. Brezhnev, a pesar de su aire de burócrata, no había perdido una sola de sus batallas desde hacia 18 años, mientras que EE.UU. Las había perdido casi todas. Etiopía, Angola, Yemen, Afganistán, Nicaragua... fue finalmente el desastre de Irán, sin embargo, el que colmó la copa de la dignidad del pueblo norteamericano.
La institucionalización de este proceso de decadencia que ya entraba en su tercera década se produjo con la elección de Ronald Reagan, un actor mediocre de 70 años de edad y sin mayor preparación académica y política que sin embargo, poseía un don sobrenatural para saber qué era lo que quería oír la gente, en los momentos de su mayor frustración patriótica. Reagan ha querido vivir toda esa nostalgia del pasado, toda esa añoranza por los días del gran coloso del Norte que pesa sobre el pueblo norteamericano. En una época en la que nada es igual a hace 20 años está intentando probar la tesis de que lo que se derrumbó del espíritu de sus ciudadanos no fueron sus creencias sino su determinación y coraje, y de que recuperándolos será factible recuperar también la superioridad militar, económica y moral de los Estados Unidos.
Por eso es factible afirmar que alguna relación existe entre el proceso de decadencia de EE.UU. que se inició a partir del asesinato de Kennedy y la búsqueda del poder perdido que desembocó en la invasión norteamericana de Granada.