Consuelo Araújo Noguera
El vallenato es lo que es, en parte, por la Cacica, una mujer de recio carácter que en 1968 creó el Festival de la Leyenda Vallenata. Hizo parte del comité que creó el departamento del Cesar un año antes que creó el departamento del César en 1967.
¿A quién se le canta aquí, a quién se le dan las gracias? (Romanza de las piloneras de Valledupar) Cuando uno menciona el nombre de Consuelo Araújo Noguera, a quien los colombianos aprendieron a conocer con el remoquete de 'La Cacica', la gente piensa de inmediato en las leyendas embrujadas, los festivales y la música de su tierra. En justicia, fueron ella y Gabriel García Márquez los que hicieron célebre el vallenato en toda Colombia y lograron que se regara por el mundo. Pero mi comadre vale mucho más que eso. Para empezar, era una fuerza desatada de la naturaleza, como los huracanes y el tsunami asiático, o como los cataclismos de hielo y piedra que estremecen la montaña nevada en donde la asesinaron sus secuestradores. Alguna vez escribí -porque a uno se le va la vida diciendo siempre lo mismo- que mi comadre era explosiva y maciza. Jamás conoció el disimulo y la discreción. Como era tierna a su manera, usaba las mismas palabras rotundas para el cariño o para el encono, para sus alegrías y sus tristezas. Es probable que los anaqueles polvorientos de la historia de Colombia la recuerden como ministra de Cultura, pero Rafael Escalona, que sabe más que todos los historiadores juntos, decía que Consuelo era "la única mujer a la que yo le tengo miedo, pero ninguna me ha querido más que ella". Y ya se sabe que Escalona es un patriarca bíblico en materia de amores y desamores. Nadie se parecía tanto a sí mismo por dentro y por fuera. Era bella, imponente e inolvidable. Tenía ese color cobrizo en el que se pueden adivinar las travesuras de un bisabuelo español con una india de La Guajira. La piel de mi comadre era de la misma tonalidad que tienen el cuero de los tambores, la miel en reposo y la madera curada. Le sobreviven su marido, sus hijos, sus hermanos, pero sobre todo, sus amigos huérfanos y sus libros. Publicó, entre sus obras, un formidable Lexicón del Valle de Upar, en una edición príncipe del Instituto Caro y Cuervo, además de Vallenatología y la reconstrucción de la vida y los cantos de Escalona. Me parece estar viéndola, entre la brisa, bajo un palo de mango, en su patio de Valledupar, riéndose a carcajada batiente, regañándome porque no me sentaba a escribir en vez de seguir diciendo pendejadas por radio, ordenando un sancocho de 40 libras para que almorzaran todos los viajeros, arreglando una cama para la dormida del forastero, bautizando criaturas, cantando en susurro, con su voz profunda y desafinada. Por eso, el día en que me llamaron de SEMANA para pedirme que escribiera estas líneas, resolví hacerlo sin vacilaciones. Lo que estoy poniendo sobre su tumba, ahora, no es una lágrima, sino un beso. Como mi comadre hubiera querido.