La vida en una familia adoptiva disfuncional
Lo que en un principio parecía el final de una historia feliz de un niño que encontraba un hogar donde le brindarían amor, con el tiempo se convirtió en una pesadilla.
Gustavo Madrid es uno de los colombianos que terminaron en Holanda a través de un proceso de adopción ilegal. Fue adoptado en diciembre de 1977 en Medellín cuando tenía ocho años, y en enero de 1977 se encontraba en Holanda. “Unas personas que vi al bajar al edificio me dijeron que eran mis papás. Yo no entendía lo que me estaban diciendo, simplemente entré al carro donde había algunos juguetes. Luego, el mismo día, conocí a mi hermana adoptiva de 4 o 5 años”, comentó Gustavo.
Su proceso de adopción que a simple vista parecía legal, lo realizaron en el juzgado de Rionegro, Antioquia. Los acompañaron unos abogados y los nuevos padres de Gustavo, a quienes denominó, a primera vista, como “gringos” por su color de cabello y ojos azules.
El caso de Gustavo puede parecer o ser exactamente igual al de muchos otros menores. En un formato del Bienestar Familiar se evidencia que él llegó a la institución luego de que su madre lo abandonara en Medellín. Lo curioso es que ella no solo lo había dejado a él, sino también a su hermana, de la cual se enteró de su existencia mucho tiempo después.
En los primeros años en Holanda vivió una vida tranquila. “Al principio todo iba bien, pero después las cosas se complicaron”, mencionó. Cuando tenía doce años fue testigo de varios conflictos entre sus padres adoptivos y, en medio de las discusiones, no faltó el comentario o trato que lo indisponía. “Mi mamá se metía en la cama conmigo, a veces me tocaba, y le decía a mi papá que yo era más hombre que él”, agregó.
Su hermana adoptiva también fue víctima de varios intentos de abuso. Gustavo afirma que en más de una ocasión vio que su padre adoptivo la espiaba mientras ella se cambiaba o se bañaba.
Sin ánimo de seguir en medio del conflicto y alejarse de un ambiente tóxico, con tan solo 14 años Gustavo optó por irse de ese hogar y terminó en una casa del gobierno, algo así como el ICBF. Luego, a dos años de su partida, su hermana adoptiva también salió de casa con ayuda de él y de un trabajador social que conoció la situación.
Tiempo después, el colombiano cortó todo contacto con su familia holandesa y siguió con su vida. Hizo una carrera de informática y trabajó como diseñador gráfico. A los 33 años, aburrido de la monotonía, dejó todo en Holanda y viajó a Colombia para radicarse e iniciar la búsqueda de su familia biológica.
“Yo dejé todo, incluso mi trabajo. Llegué al país sin saber hablar español, pero con ayuda de una amiga y un pequeño curso logré empezar a hablar. Mi primera idea fue irme a Medellín”, comentó. Le pidió a su padre adoptivo los papeles que le habían dado al momento de su adopción. Parecían legales, incluso aparecía el nombre de su madre biológica: Gladys Franco.
Con registro civil en mano, el nombre de su madre y un formato del ICBF, se fue a averiguar por su cuenta qué había sido de su familia, pero no contó con suerte. Sin respuestas, se instaló en Bogotá y duró ocho años viajando a Medellín para hallar pistas de su familia. Iba a las oficinas del Bienestar Familiar por información o documentos, pero siempre le decían lo mismo, que se habían perdido o que habían desaparecido en un incendio.
Con el tiempo se dio cuenta de que en el documento de adopción había inconsistencias. Allí se especificaba que lo abandonaron a los 8 meses de nacido, pero él tiene recuerdos de su papá en un bus mientras él le ayudaba a contar monedas. Para él es imposible que lo hayan abandonado a esa edad. Además contó: “Nací en 1969, pero en el libro que una señora del ICBF encontró, decía que yo nací el 15 de marzo de1968, no pusieron los datos correctos”.
Indignado por la falta de datos sobre su origen, se dirigió una vez más a una sede del Bienestar Familiar y, como si fuera un milagro, encontró “por un número de radicado los papeles de mi hermana biológica, la cual no sabía que existía”. Al principio no lo podía creer. Una vez llegó a Bogotá, empezó a buscar a su hermana, pero no la encontró. Ya en Europa, intentó buscarla de nuevo, pero perdió la pista porque “aquí en Holanda cuando las mujeres se casan adquieren el apellido del esposo”.
Sin ánimo de rendirse, un día encontró una página en redes sociales que mostraba a los padres adoptivos de su hermana. Al contactarse con ella, supo que el ICBF los separó desde que eran muy pequeños, ella en Alemania y él en Holanda.
Desde tiempo atrás Gustavo se había dado cuenta que su proceso de adopción fue irregular. La falta de soportes legales y la separación arbitraria lo probaban. “Fue raro porque mis padres adoptivos querían a una niña y a un niño, pero mi hermana, que yo no sabía que existía, ya había sido adoptada”, agregó. En Colombia, según la ley, los hermanos no se pueden separar en el caso de que uno sea adoptado, pero en este caso sucedió.
Con su hermana siguen buscando a su madre biológica, pero al parecer un nombre como pista no es suficiente. Aún mantiene la esperanza de encontrarla. Lidera grupos de personas adoptadas y opina que la adopción es todo un negocio. “Es increíble que mis padres pagaran 40.000 florines (precio alto para la época) por cada niño”.
Gustavo, durante los más de 20 años de búsqueda, ha tenido momentos de frustración, pero también alegrías. Decenas de personas han encontrado a su familia gracias a su gestión. Ha logrado reencuentros conmovedores que lo motivan a no rendirse. Por más que pasen los años siempre hay una posibilidad de encontrar sus raíces.