Especiales Semana

...hace la fuerza

La Unión Europea es un ejemplo de cómo la confianza puede superar enfrentamientos centenarios. Una visión histórica de cómo surgió este ejercicio máximo de integración supranacional.

Por Mauricio Sáenz*
21 de junio de 2009

Apesar de las dificultades coyunturales que hoy atraviesa, tanto políticas como económicas, la Unión Europea es un ejemplo para el mundo. En ninguna otra parte del planeta, países que fueron antagónicos por generaciones han conseguido un grado semejante de integración, en busca de objetivos comunes de progreso, paz y bienestar para sus centenares de millones de habitantes.

Sin embargo, los europeos tuvieron que conocer el infierno antes de llegar a ese sueño. Las dos guerras globales del siglo XX fueron el clímax de una historia de conflictos en el Viejo Continente que, no pocas veces, tuvieron como telón de fondo una idea de unidad impuesta desde un trono hegemónico. Carlomagno, Carlos V, Metternich, Napoleón, acariciaron de una u otra forma el sueño de un continente que ejerciera unido su supuesta superioridad moral y religiosa sobre el resto del mundo. Hasta el propio Adolfo Hitler imaginaba a una Europa unificada bajo su férula criminal.

Pero con el paso de los tiempos, no fue mediante la conquista militar sino por la persuasión política que ese proyecto colectivo consiguió por fin un puesto en la historia. Lo malo es que sólo consiguió cautivar la imaginación de las mayorías después del enorme desastre de la Segunda Guerra Mundial, cuando terminó la hegemonía que Europa había ejercido en el mundo en los 10 siglos anteriores.

En efecto, tras la conflagración que terminó en 1945, los europeos despertaron de la pesadilla bélica conscientes de su debilidad y de que su continente había quedado relegado a un papel secundario, detrás de los nuevos protagonistas, Estados Unidos y la Unión Soviética. Lo que es peor, el final de la guerra no trajo consigo el regreso a la normalidad, sino el inicio de una nueva confrontación, no por latente menos insidiosa, que además amenazaba con tener de nuevo como escenario a su territorio. Europa había quedado dividida por cuenta del nacimiento del bloque comunista y, con millones de personas convertidas en indigentes tras la destrucción de sus viviendas y sus trabajos, las tensiones sociales eran enormes.

La idea de la unidad europea había tenido cierto consenso en algunos círculos elitistas a comienzos del siglo, y siempre se estrelló con los vetos nacionalistas y los intereses particulares. Las nuevas condiciones hicieron, sin embargo, que se popularizara rápidamente en la posguerra. El conde húngaro Richard Cuodenhove-Kalergi, fundador en los años 20 de la Unión Paneuropea, materializó la tendencia creciente en medios políticos al crear en 1948 la Unión Parlamentaria Europea, para canalizar la presión sobre los gobiernos.

Pero entre los dos países cuya reconciliación era clave, Alemania Occidental y Francia, había un conflicto económico latente y peligroso, en una época en la que el desarrollo económico estaba directamente relacionado con la producción de acero. Francia sabía que para crecer su industria pesada necesitaba sustanciales cantidades de carbón, y que éste se encontraba precisamente en la región alemana del Ruhr.

Esa crisis se convirtió en la oportunidad de oro para los grandes animadores franceses de Europa, el ministro de Relaciones Robert Schuman y, sobre todo, el político y pensador Jean Monnet. Tenían claro que más allá del acuerdo político entre los gobiernos, era necesario construir la confianza a través de una comunidad de intereses económicos de abajo hacia arriba entre los países. Por eso, bajo la iniciativa del último, Schuman hizo el 9 de mayo de 1950 una propuesta de una audacia inconcebible. Integrar la producción de carbón y acero bajo una autoridad binacional que hubiera sonado inconcebible para alguien sin la visión histórica de Monnet. Y precisamente por lo insólita, cautivó al canciller alemán Konrad Adenauer, quien pronto adhirió.

Monnet siempre afirmó que esa propuesta bilateral era la semilla de una organización de amplitud europea y dimensiones políticas, y sus palabras resultaron proféticas. Su visión gradualista de los procesos sociales fue consolidándose con el paso del tiempo, los países vecinos fueron entendiendo que no podían quedarse de ese tren y hoy la Unión Europea es el ejemplo máximo de integración del mundo entero.
 
* Jefe de redacción de SEMANA