LA ISLA DEL TESORO
Un gringo y un colombiano se disputan uno de los tesoros más grandes de la flota española del siglo XVII.
El primero de noviembre de 1605 una flota de ocho galeones españoles, comandados por Luis Fernández de Córdoba, navegaba por las pacíficas aguas del Atlántico. Era la llamada Flota de Tierra Firme, denominada así porque recogía el cargamento de oro, plata y piedras preciosas provenientes de las colonias del sur del continente, incluida la Nueva Granada. La flota se dirigía hacia La Habana, lugar estratégico desde donde zarparía finalmente camino de España. Sin embargo el destino se empeñó en que cuatro de esas embarcaciones nunca llegaran a puerto. A los cinco días de travesía un huracán que pasaba por la misma ruta azotó los galeones con toda su fuerza. La inclemencia de la tempestad desvió el curso de los navíos y cuatro de ellos terminaron estrellándose contra un cayo. En el naufragio perecieron más de 1.000 hombres, entre ellos el propio Luis Fernández de Córdoba. Los buques restantes trataron de buscar tierra firme y llegaron sin mayores tropiezos, unos a Jamaica y otros a Cartagena. La noticia, por supuesto, golpeó a la corona. Aunque lamentaba la muerte de sus hombres el motivo principal de su preocupación tenía que ver con que un cargamento de esas magnitudes desapareciera en las profundidades del mar. El rey Felipe III encomendó entonces varias expediciones para ubicar y rescatar el jugoso botín. La búsqueda fue infructuosa. Como consta en los Archivos de Indias de Sevilla, España, más de 80 años después de la tragedia el paradero de los cuatro galeones era un absoluto misterio. Y así continuó hasta principios de este año, cuando un aventurero colombiano comenzó a develar el secreto de los galeones hundidos. Se trata de Daniel de Narváez, un discreto e informal miembro de la sociedad bogotana, biznieto del ex presidente José Manuel Marroquín e ingeniero de minas de la Colorado School of Mines. Por asuntos de su profesión De Narváez realizaba trabajos de exploración en los cayos de Serranilla, en el archipiélago de San Andrés, cuando se topó por casualidad con los rastros de los galeones perdidos. En una inmersión de rutina en la zona, donde no hay mucha profundidad y el agua es cristalina, el equipo de De Narváez divisó un arrume de cañones corroídos por el óxido. Aunque sabían que el sitio era un cementerio de grandes naufragios coloniales, lo primero que imaginaron fue que se trataba de los restos de un barco mercante sin mayor importancia. Pero la curiosidad no dejó que el asunto terminara en una simple anécdota. Intrigado por el origen de los cañones, De Narváez contrató a una historiadora en España para que buscara datos en los Archivos de Indias de Sevilla sobre posibles naufragios en Serranilla. Su sorpresa fue mayúscula cuando se enteró de que, en efecto, cuatro de los buques de la Flota de Tierra Firme _San Roque, Santo Domingo, San Ambrosio y Nuestra Señora de Begoña_ habían zozobrado en ese lugar hace más de 350 años. "Yo creo que los españoles no lograron encontrarlos porque el naufragio quedó cubierto por la arena. Fueron las mareas y los cambios meteorológicos los que lo hicieron visible con el paso del tiempo", afirma el explorador. La historiadora española encontró también un completo inventario de la carga que transportaba cada uno de los barcos hundidos. De acuerdo con el Archivo de Indias, entre la mercancía declarada había 80 toneladas de oro, 70 kilos de esmeraldas y 500 toneladas de plata, además de las joyas y objetos personales de las 1.300 personas que fallecieron en el siniestro. Todo esto sin contar con la mercancía que salía de contrabando, práctica que ya en aquella época era bastante común. "Se calcula que el contrabando de bienes podría adicionar entre un 35 y un ciento por ciento a la mercancía oficial que se transportaba, comenta De Narváez. Es decir, que si había 80 toneladas de oro declaradas es muy probable que en realidad los barcos llevaran 160 toneladas". Según cálculos de la actualidad, de descubrirse el tesoro su valor total podría oscilar entre los 3.000 y los 5.000 millones de dólares. Ante semejante cifra el explorador colombiano se apresuró a declarar el hallazgo de las especies náufragas de la zona. Como lo estipula la legislación colombiana para estos casos, se dirigió a la Dirección General Marítima (Dimar), donde instauró la respectiva denuncia que hoy le acredita la plena posesión sobre los restos del naufragio. La lucha por el tesoroPero aunque reclamar tan exorbitante tesoro parezca sencillo en el papel, en la práctica la realidad es bien distinta. En primer lugar porque los diferendos limítrofes en relación con Serranilla han puesto en duda ante la comunidad internacional que la Nación colombiana sea la encargada de ejercer soberanía en el lugar y, por ende, de administrar los derechos del naufragio. La corona española traspasó de Nicaragua a Nueva Granada el dominio del archipiélago de San Andrés y Providencia en 1803 y en desarrollo del principio del Uti Possidetis Juris (que reconoce las fronteras heredadas de la colonia) Colombia lleva más de 180 años tratando de que sus derechos en Serranilla sean reconocidos cabalmente por Honduras, Nicaragua y Estados Unidos, países que a lo largo del tiempo han reclamado propiedad sobre la zona. El problema radica en que en los diversos tratados internacionales no aparece Serranilla por ninguna parte y a pesar de que Colombia se refugia en el primigenio decreto colonial y ejerce soberanía con un faro, siete infantes de marina y un oficial de la Armada, la verdad es que su situación aún está por definirse. De este limbo jurídico, nada sencillo de solucionar si se tienen en cuenta las demoras a la hora de conformar un tribunal internacional que se le mida a dirimir el conflicto, se desprende un segundo inconveniente. Si bien De Narváez fue el primero en dar cuenta del descubrimiento a las autoridades colombianas, lo cierto es que no fue el primero que se enteró de su existencia. Tres años antes Eric Powery, un joven empresario de Tampa (Estados Unidos) que pescaba langostas en la zona de Serranilla durante sus vacaciones encontró el naufragio. Aunque De Narváez sostiene que Powery sólo ha denunciado el suceso en periódicos de su país, el estadounidense se ha valido de los diferendos limítrofes para obtener permisos de exploración de su gobierno en la zona. Incluso Powery ya creó una fundación sin ánimo de lucro mediante la cual piensa traspasar el 10 por ciento de lo que encuentre a las naciones cercanas al lugar del naufragio. Como si lo anterior fuera poco, la legislación colombiana tampoco ayuda. En el país existe en la actualidad un enorme vacío en el tema. Al elevar las especies náufragas a la categoría de patrimonio cultural de la Nación, la nueva Ley de la Cultura, adoptada durante la administración de Ernesto Samper, derogó las disposiciones anteriores que facultaban a la Dimar para reglamentar todo lo concerniente a los hallazgos submarinos, y aclaró que dicha derogación abriría las puertas a un nuevo estatuto cuya elaboración estaría a cargo de una comisión nacional encabezada por el ministro de Cultura. El proyecto, que viene adelantándose desde noviembre del año pasado, todavía está en estudio porque aún no se han definido ni los porcentajes que le corresponderían a la Nación y al explorador en caso de un descubrimiento como el de De Narváez, ni quién correría con los gastos de conservación de los objetos recuperados, los cuales, entre otras cosas, no son nada despreciables pues la recuperación y el mantenimiento de tan solo un cañón puede costar más de 50 millones de pesos. Tesoros perdidosA pesar de la euforia que suscita estar a las puertas de hallar un tesoro de tales dimensiones la experiencia indica que, incluso con autorización incluida, este tipo de rescates son muy difíciles de llevar a cabo. Prueba de ello son los dos más recientes hallazgos en el Caribe, el galeón Atocha y el galeón San José.El primero fue descubierto cerca de la Florida por Mel Fisher en 1974 y para recuperar el tesoro que se hallaba dentro del barco tuvo que librar innumerables batallas legales. Aun cuando las ganó el dinero llegó a cuenta gotas. Fisher tardó la bobadita de 16 años en sacar los 400 millones de dólares en oro, plata y piedras preciosas que estaban en la embarcación. La historia del San José es más desalentadora. Este navío, interceptado y hundido por los ingleses en junio de 1708, llevaba uno de los cargamentos más valiosos de toda la colonia. La pérdida de toda la mercancía, cuyo valor actual rondaría los 8.000 millones de dólares, fue tan grave que casi quiebra a la corona española. El galeón fue denunciado hace 10 años por la Sea Search Armada cerca de las islas del Rosario. No obstante, su recuperación está en suspenso por una demanda que la Sea Search interpuso contra la Nación debido a que mientras el Estado le exige a la empresa entregar el 95 por ciento de lo recuperado, la compañía norteamericana quiere el 50 por ciento por tratarse del hallazgo de un tesoro propiamente dicho y no de una especie náufraga con probabilidades de contener carga de valor. Sumados todos estos antecedentes, las posibilidades de que De Narváez pueda quedarse con los 5.000 millones de dólares en oro y joyas que probablemente hoy yacen en las arenas blancas de Serranilla son más bien remotas. Sin embargo el explorador colombiano sostiene que no le preocupan tanto los obstáculos como el hecho de que se estén perpetrando saqueos sucesivos en la zona mientras la legislación colombiana se demora en tomar cartas en el asunto. "Como el nuestro hay docenas de hallazgos que en estos momentos están corriendo igual suerte sin que nadie pueda impedirlo", concluye. John McBride Giraldo, uno de los pocos arqueólogos submarinos que existen en Colombia y quien se encuentra metido de lleno en el proyecto de De Narváez, afirma que no sólo se trata de recuperar un tesoro sino de rescatar un patrimonio invaluable, un bagaje histórico que arrojaría valiosas respuestas sobre la colonia. "Esos buques son una cápsula de tiempo y si logramos recuperarlos con todas las normas de conservación podremos reconstruir un momento de la historia que permitirá conocer los patrones sociales, culturales, tecnológicos e incluso de pensamiento de los habitantes de esa época". Con un diferendo limítrofe que puede durar décadas, un ambicioso competidor norteamericano y una legislación poco clara en relación con el rescate de las especies náufragas, Daniel de Narváez se encuentra ahora en un curioso estado de obnubilación entre la oportunidad de que aquel tesoro le cambie la vida para siempre y la posibilidad de que sus sueños de descubridor de navíos corran la misma suerte que la de los galeones que zozobraron aquel tormentoso día de 1605 en los cayos de Serranilla. Las autoridades colombianas tienen la palabran Su valor ha sido calculado en unos 5.000 millones de dólares.