Miss Robinson: la mujer que se enfrentó al huracán Iota, en Providencia
En medio del ciclón Iota, el más poderoso que ha golpeado a Colombia, una madre de familia en la isla de Providencia salvó de la muerte a 53 personas. Elsa se enfrentó a este monstruo solo con su determinación y valentía. Crónica de SEMANA.
En la entrevista, Miss Elsa Robinson Hawkings pocas veces utiliza las palabras ciclón, tifón, viento o cualquier otra para referirse a Iota, el huracán que arrasó su isla natal –Providencia– y la destruyó casi por completo. Elsa cree que ese poder no puede calificarse como natural.
“Para mí, él [huracán] era un monstruo: yo he pasado huracanes como el Beta, pero así no. Esto era horrible”, cuenta aterrorizada al traer a su mente las imágenes de aquel 16 de noviembre de 2020.
“Muchas personas dicen que sentían, que escuchaban que ese monstruo estaba hablando; se oían los niños llorando afuera y no eran niños, no era nadie. El monstruo estaba ahí”: Elsa Robinson Hawkings.
“A las 10 de la noche del día anterior (15 de noviembre) cuando comenzó a soplar fuerte, y de ahí iba soplando cada vez más y más fuerte, escuché una nota de voz que mandó alguien y estaba diciendo que todas las personas que vivíamos a la orilla del mar debíamos evacuar porque el mar iba a crecer entre 6 y 8 metros de altura”.
La casa de Elsa Robinson, donde vive con su esposo de 66 años y su nieta de 16, se encuentra junto a la avenida circunvalar, la única carretera que rodea a la isla de Providencia y que por tramos se acerca a la costa. Al igual que la vía, su hogar fue construido en 2014 con cemento y hierro, materiales poco convencionales en este territorio colorido, donde las casas de madera y piedra son parte del paisaje desde hace 200 años.
Resguardándose de los vientos, ella y su familia empezaron a ver cómo las luces desaparecían en el horizonte y cómo las ventanas se empañaron a una velocidad asombrosa. Pero el susto avivó cuando sus oídos fueron estremecidos por centenares de sonidos estridentes y chirriantes, provenientes del otro lado de los muros que los protegían.
“Nosotros comenzamos a sentir y a escuchar gente hablando, niños llorando, y abríamos y no había nadie: eso era como si el huracán estuviese hablando”, recuerda Miss Robinson.
El monstruo había despertado.
A pesar de la resistencia de la casa, el viento huracanado y las olas embravecidas lograron hacerle mella: “Cuando nosotros vimos que el agua comenzó a entrar por debajo de las puertas, por la ventana, nosotros nos metimos en el baño”.
Poco podía hacer Miss Robinson y los suyos, solo orar y esperar lo mejor, o lo peor... “Yo me acosté porque dije: ‘me voy a morir ahora’ porque si esta casa es de material y aún así el huracán la estaba moviendo y maltratando como si fuera un maremoto o un terremoto, ¿qué nos esperaba? El día no llegaba y esa noche tan larga… a cada ratico yo preguntaba: ‘¿Qué hora es, qué hora es?‘ y seguía oscuro”.
Sus cavilaciones y angustia se interrumpieron cuando escuchó un sonido familiar, distinto a la destemplada sinfonía de cornos que provenía del techo. Alguien gritaba su nombre y el de los suyos en la calle.
“Como a las 2 de la mañana sentimos como si alguien estuviera golpeando y golpeando la puerta: cuando nosotros quisimos abrir no pudimos, porque la brisa trancó la puerta y no se podía abrir (...) era una vecina con su familia, que nos estaba pidiendo auxilio”.
Con vientos máximos sostenidos de 140 nudos (260 kilómetros por hora) y ráfagas que podían llegar hasta los 170 nudos en cuestión de segundos, abrir la puerta era potencialmente un suicidio para Miss Robinson y su familia. Hacerse de la vista gorda y sobrevivir a toda costa parecería un mejor plan, pero no uno que Elsa estuviese dispuesta a seguir.
“Entre cuatro personas abrimos la puerta y ellos entraron. Mi vecina desesperada me dijo: ‘¡Estábamos ahogándonos allá! El agua estaba subiendo y subiendo y no pudimos pasar por la playa; tuvimos que pasar por el monte, pero esas láminas de zinc y de Eternit estaban volando y nosotros teníamos miedo, pero nos dijimos que era mejor salir de ahí y no ahogarnos en el mar’”, cuenta como quien relata una vieja historia de corsarios.
No sería la única vez que llamarían a su puerta esa madrugada del 16 de noviembre. Alrededor de 40 personas, entre familiares, vecinos, conocidos con sus hijos, e incluso rivales buscaron refugio en su morada. Miss Robinson dice no haber titubeado al brindarles refugio y alimento.
“Si yo no abría la puerta de pronto se podían morir”, Elsa Robinson.
“Había mucha gente en la casa, que venía de por allá [señala la carretera hacia el muelle de Providencia, destruido por el huracán]. Había una señora que la estaban agarrando porque estaba mal y todo el mundo estaba gritando y llorando. Hubieras visto cómo se dormía la gente en el piso, en las sillas (…) El cuarto mío estaba lleno de gente y yo ¿cómo iba a decirles que no? ¡No lo haría! Yo dejé que las personas se durmieran ahí en los cuartos y yo me acosté en la cocina sobre dos sábanas, con mi esposo”.
Cuando Miss Robinson recuerda este momento, el miedo desaparece de sus ojos y su mirada muestra una inusual determinación. Golpea repetidamente su pecho con la mano derecha cerrada, un ademán que repite sobre la palma abierta de la izquierda, como si estuviese martilleando: así intenta explicar una verdad irreductible: la solidaridad para ella no es negociable.
“La vecina que llegó de primera estaba gritando y llorando porque decía que los hijos se murieron, se ahogaron. Cuando los hijos pudieron salir de allá (de su casa) gritaron diciendo que su mamá estaba muerta y yo les dije ¡No, su mamá está aquí!”.
Rescatando al “Marino Ryan”.
Cuando aparecieron las primeras luces de la mañana del 16 de noviembre, en medio de la bruma y tras una breve pausa que les daba “el monstruo”, Miss Robinson pensó que al fin podría descansar un poco y dormir. Se equivocó.
“Como a las cinco y media de la mañana yo salí del baño y miré por la ventana. De pronto vi esa cantidad de gente que venía por allá [señala al puerto] pero tenían una cabuya y estaban agarrados todos a ella”, cuenta sorprendida.
Se trataba de un grupo compuesto por nueve infantes de marina de la Armada Nacional y tres tripulantes de la Dirección Marítima Dimar, quienes avanzaban empapados en medio del caos.
“Nuestro personal de Capitanía de Puerto y de Guardacostas se vieron afectados severamente por la inundación y la brisa. Lograron salirse de la casa donde se encontraba la base antes que se derrumbara y haciendo uso de sus chalecos salvavidas –atados todos– llegaron hasta la casa de la señora Robinson”, explica el almirante Gabriel Pérez, comandante de la Armada colombiana.
“Uno de los hijos míos, que es bombero aeronáutico, se dio cuenta enseguida y él se echó a correr para allá en la calle, donde estaban los guardacostas: los agarró y les dijo ‘vente pa’la casa de mi mamá'. Cuando ellos entraron yo les dije: ‘a la orden, entren: quédense acá, están bien acá”, relata mientras una sonrisa de satisfacción se dibuja en su rostro.
“Ellos entraron y uno tenía la cabeza rota y era para tomarle puntos. Los muchachos que iban con él cogieron café de la cocina y le echaron eso, pues no había hospital para llevarlo. Todo lo que se veía afuera estaba en el piso”.
Y allí, acomodados donde pudieron, los 53 invitados en la casa de Miss Robinson vieron pasar las horas mientras el temor aumentaba, pues habían cruzado el ojo del huracán (su centro) y el coletazo comenzaba a llegar con furia y violencia.
“En la tarde del segundo día nos asomamos fuera de la casa y lo que vimos fue horrible: la casa de mi vecino en el piso, la casa de arriba en el piso... ¡Yo no sé!, yo dije: ‘¿Pero cómo este monstruo hizo todo esto?’”.
Cuando al fin el huracán Iota abandonó las costas de Providencia y Santa Catalina, muchos de ellos permanecieron en esa vivienda azul marino, pues no tenían otro lugar a donde ir.
Ya en calma ella hizo sus cálculos sobre los días que estuvieron resguardados en su casa. “Hubo unos que estuvieron 3 días, hay otros 4; otros se quedaron 5… ¡Y ya! Todo el mundo se fue, y me dejaron sola”, le contó riéndose a SEMANA.
La carcajada de Miss Robinson es potente, pero muy corta. Pasa rápidamente de la risa al llanto.
“Yo tengo una tristeza en el alma. No dejo de llorar porque mucha gente está pasándola mal ahora mismo. Casi todas las noches llueve y la gente se moja”, explica acongojada.
Aunque su espíritu le pesa, su pesadumbre se ve mermada cuando nos invita a pasar a su habitación y nos muestra una cajita azul de terciopelo, donde guarda una brillante medalla pulida color dorado. Una cruz gamada encierra un medallón con la insignia de la Armada colombiana, amarrada a una cinta multicolor en cuyo centro cuelga un ancla.
“Cuando llegó el almirante Gabriel Pérez a la isla e iba bajando con el capitán de puerto, parece que a él ya le había dicho lo sucedido. El almirante entonces miró hacia mi casa, gritó y dijo: ‘¡Yo te amo. ¡I love you! Gracias’. Y yo le dije: ‘no te preocupes almirante, no hay problema’. Luego, llegó el capitán de puerto y me dijo: ‘Señora Elsa, mi comandante quiere condecorarla por lo que usted hizo”, explica orgullosa mientras se abrocha su medalla en la tapeta de la camisa.
El momento quedó inmortalizado en medio del derruido puerto de Providencia, lugar donde la Armada improvisó una nueva base de operaciones y donde - acompañado por los comandantes de Policía y Ejército - el Almirante Pérez celebró la hazaña de Miss Robinson:
“A la señora Elsa y a su familia le hicimos un reconocimiento especial: le impuse la condecoración de servicios distinguidos a la Armada Nacional por un acto heroico, que de alguna manera cambió la situación al final del día. Sin ella, es posible que nuestros muchachos hubiesen fallecido; que los hubiésemos perdido en medio de la tormenta”.
“Sin ella, es posible que nuestros muchachos hubiesen fallecido; que los hubiésemos perdido en medio de la tormenta”, almirante Gabriel Pérez.
“Él (almirante) me dijo ‘tiene que usarla’, igual la gorra que me dieron. Cuando yo voy a cualquier reunión, yo voy con mi medalla (ríe). Me siento tan bien que por lo menos yo hice algo por alguien, por los muchachos, por los vecinos. ¿Me entiendes?, eso me da paz”.
Elsa se retira el micrófono y se dirige hacia el portillo de su casa, donde hacia el mediodía espera conjurar una nueva costumbre: desde que venció a Iota espera sentada aquí, cada día, para ver pasar a los oficiales y vecinos que por horas o días formaron parte de su hogar. La saludan con algarabía y ella sonríe: esa es toda la felicidad y retribución que dice necesitar.