Las intrigas y misterios que rodearon la muerte de la princesa Diana
La vida de Diana de Gales se apagó en un frió túnel de París el 31 de agosto de 1997 y veintiún años después sigue dando de qué hablar. SEMANA reproduce la crónica publicada en sus páginas luego de la muerte de la carismática Lady Di.
Hasta el 31 de agosto de 1997 la gran historia de amor del siglo XX había sido el romance entre Eduardo VIII, rey de Inglaterra, y la divorciada norteamericana Wallis Simpson. Que el heredero de la corona imperial británica abdicara para casarse con una plebeya se convirtió en la fantasía romántica de toda una generación. Eduardo VIII y Wallis Simpson vivieron su gran historia de amor en Francia ya que el pueblo británico nunca le perdonó a su rey haber renunciado al trono por el corazón de una mujer. La residencia donde vivieron ese largo y feliz exilio es una elegante mansión en el bosque de Bolonia, que después de la muerte de los protagonistas de este cuento de hadas fue adquirida por un nuevo rico egipcio llamado Mohamed Al Fayed, el padre de Dodi. Por una de esas ironías de la vida, tal vez los únicos capaces de superar la historia de amor de Eduardo y Wallis podrían ser los nuevos dueños de la casa.
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La muerte de Diana Spencer y Dodi Al Fayed entrará a la mitología de las grandes tragedias románticas contemporáneas, como las de John Kennedy y Jackie, Grace Kelly y Rainiero o Carolina de Mónaco y Stephano Cassiraghi. A diferencia de éstos, el de Diana y Dodi fue un amor que murió muy rápido y, como en Romeo y Julieta, la muerte se los llevó a los dos. En 1997 el mundo acababa de conocer la felicidad de los nuevos amantes. Diana por primera vez en muchos años volvia a sonreír y, como Eduardo VIII, se atrevió a desafiar a la casa real y a las milenarias tradiciones británicas para enamorarse de un plebeyo cuyo padre, además, se había visto envuelto hace unos años en varios escándalos de corrupción.
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En efecto, Dodi Al Fayed, heredero de Harrod‘s, el almacén de departamentos más célebre de Europa, no solo estaba antecedido por una fama de playboy internacional sino que además, y a pesar de su inmensa riqueza, jamás había logrado ser aceptado del todo en el excluyente círculo social londinense. Por eso fueron muchos los que se sorprendieron cuando la prensa sensacionalista publicó las primeras fotos de la princesa y su novio bronceándose en el yate de él en el Mediterráneo.
Esos pocos días al lado del controvertido Dodi fueron tal vez los más felices en los 36 años de existencia de la princesa. Ni su niñez fue plácida. A pesar de haber nacido en una de las grandes familias de la aristocracia inglesa tuvo que vivir a los 7 años el divorcio de sus padres, los condes Spencer, uno de los grandes escándalos de los años 50.
Su madre abandonó el hogar para irse a vivir con su amante y su padre, el huraño y alcoholizado John Spencer, se tuvo que encargar solo de la educación de sus cuatro hijos. Diana, la menor de todos, creció en Althorp, el castillo de la familia, rodeada de armaduras y obras de arte pero con muy poco calor humano.
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Creció en medio de las tradicionales nannies británicas, con las que aprendió sus primeras letras. Pero el aislamiento y el carácter misantrópico de su padre acabaron por convertirla en una joven tímida e introvertida a quien le daba mucho trabajo relacionarse con los demás. Una de las ventajas de pertenecer a la nobleza consiste en tener como vecina a la reina de Inglaterra, quien pronto se impresionó con la jovencita, aunque la consideraba algo provinciana para su gusto. Sin embargo las vírgenes no abundaban entre las nobles inglesas, y ese era el requisito fundamental para la esposa del futuro rey. La abuela de Diana, lady Fermoy, y la abuela de Carlos, la reina madre, eran íntimas amigas y desde que Diana cumplió 16 años habían tomado la decisión de casar a sus nietos. Ese matrimonio, que arrancó con la más esplendorosa y promocionada ceremonia nupcial del siglo, dejaría de ser pronto un cuento de hadas y se convertiría en toda una pesadilla.
Desde el día de su matrimonio se hizo obvio que la pareja tenía muy poco en común: ella adoraba el Rock and roll, las películas norteamericanas y quería ser feliz. El prefería las óperas de Wagner, conversar con las plantas y no creía en la felicidad sino en el deber. El propio príncipe Carlos, consciente de sus incompatibilidades, dijo en esos días: "Estoy sorprendido de que hayas sido lo suficientemente valiente para haberme aceptado". La verdad es que él, desde mucho antes de casarse, estaba enamorado de otra mujer: Camilla Parker-Bowles. Esta última no calificaba para esposa real pues ni era doncella ni tenía el glamour para ser reina. Aun así era la soberana del corazón de Carlos.
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La familia real tenía claro qué quería de Diana. Según ellos, debía trabajar calladamente en obras sociales y soportar la ya legendaria tradición de infidelidad conyugal que ha caracterizado a los reyes de Inglaterra. La inconformidad de Diana con estas reglas de juego se reveló cuando concedió la explosiva entrevista al periodista inglés David Jenkins, en la BBC de Londres, la cadena de radio y televisión fundada bajo la protección de la reina Isabel.
Ese día Diana, además de contar que padecía bulimia como consecuencia de la profunda depresión en la que vivía sumida por la infidelidad de Carlos, opinó que su marido no estaba preparado para ser rey, y como si fuera poco confesó públicamente su adulterio con el capitán James Hewitt, un antiguo compañero de polo del príncipe Carlos, de quien dijo "yo lo adoraba". Ese adulterio no había sido el único: la aridez emocional y sexual de su vida conyugal había terminado por arrojarla a los brazos de otros hombres. Uno a uno se fueron sumando a la lista de decepciones de la infeliz princesa, y en algunos casos sus diálogos amorosos quedaron grabados en conversaciones interceptadas que el mundo entero conoció. Otro de sus amantes, James Guilbey, le dijo en un famoso casete: "Te amo, te amo, te amo". Las intercepciones telefónicas no fueron un problema únicamente para ella. También su marido fue objeto de la infidencia y del ridículo colectivo cuando fue grabado diciéndole a Camila Parker-Bowles que su gran sueño era convertirse en un tampax para permanecer dentro de ella.
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El divorcio de Diana y Carlos fue considerado como un problema de Estado, tanto que el primer ministro John Mayor fue quien anunció ante el Parlamento la decisión de los príncipes. A partir de ese momento Diana se convirtió en una mujer muy rica, pero muy sola, dedicada a causas como la lucha contra las minas quiebrapatas o los niños de Bosnia, y resignada a la difícil labor de ser princesa sin príncipe.
Su vida emocional no halló un rumbo estable hasta que encontró a Dodi. Fue el único de sus amantes que no permaneció oculto a los medios de comunicación. A diferencia de sus anteriores enamorados, tenía dinero más que suficiente para no querer sacar provecho económico de la relación. Diana representaba para él, en cambio, la posibilidad de acceder a un mundo que tenía negado por su condición de inmigrante y el pasado escandaloso de su padre. Ya la prensa inglesa empezaba a rumorar un anuncio de compromiso, esperado para el mes de septiembre.
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Las últimas semanas fueron de luna de miel anticipada en los más exóticos escenarios: no se privaron de nada. Por fin a la princesa nada le estaba prohibido, ella quería vivir. Mientras que sus hijos, William y Harry, acompañaban a su padre al castillo veraniego de Balmoral, Diana y Dodi llegaban a París para disfrutar de una romántica cena en el hotel Ritz, también propiedad de la familia del novio. Cuando paseaban por la Place Vendome advirtieron la presencia de los paparazzi, sus molestos compañeros de existencia que como una sombra les acompañarían hasta la muerte.
Días previos a su fatídico accidente, Diana había declarado a Le Monde que si no fuera por sus hijos se habría marchado de Inglaterra ya que la prensa británica era "furiosa y sin límites". Su plan era recibir el amanecer del domingo 31 de agosto en la mansión de Al Fayed en el exclusivo barrio 16. Para esquivar a la jauría de fotógrafos buscaron dentro del Ritz el más hábil conductor y el carro más veloz: un Mercedes de la serie S que alcanza hasta 260 kilómetros por hora.
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El último camino que recorrieron fue el mismo sendero que diariamente transitan decenas de enamorados en la Ciudad Luz: la ribera del Sena y los Campos Elíseos. Cuando el conductor sintió que una potente motocicleta con fotógrafos rozaba el bómper de su automóvil hundió el acelerador a fondo y despertaron 350 caballos de fuerza, alcanzando una velocidad de 170 kilómetros por hora. Los cortos días de felicidad de los enamorados terminaron contra el Puente del Alma. Los paparazzi, que se convirtieron en sus verdugos, tenían frente a sus cámaras mucho más de lo que soñaron: el cadáver de Dodi y el cuerpo agonizante de Diana. Sin ningún escrúpulo dispararon sus cámaras y huyeron del lugar.
La princesa llegó al hospital de Sanpeltrier con un severo trauma craneano. Tenía fracturas múltiples y lesiones internas que afectaban su corazón y su sistema respiratorio. Diana infartó, los masajes exteriores no la revivieron, un bisturí abrió su tórax y uno de los médicos masajeó directamente su atormentado corazón. Todo fue en vano, a las cuatro de la mañana, en frente del ministro del Interior de Francia, del embajador británico y del prefecto de la policía, terminó la existencia de la princesa que quería vivir. Carlos ya era libre y se pudo casar con Camilla. Los ‘paparazzi‘, sin ningún escrúpulo, dispararon sus cámaras y huyeron del lugar.