¿Qué es la colombianidad?
Equívocamente se trata de definir qué es ser colombiano, destacando defectos y virtudes. Pero ni siquiera las estadísticas pueden dar una respuesta. Por eso la esencia del colombiano es su complejidad .
Que es ser colombiano? Se sigue repitiendo como lugar común la respuesta que Javier Otálora, profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá, ofrece en el cuento de Jorge Luis Borges. "¿Qué es ser colombiano?", le pregunta Ulrika. "No sé -respondí-. Es un acto de fe".
Preguntarse sobre la "colombianidad" no obliga a dar sino respuestas ambiguas, a lo sumo generalidades. ¿Y ser colombiano? Ni el más sincero patriotismo puede responder a la pregunta, pues a menudo el patriotismo es un sentimiento sin objeto. Así que "ser colombiano" es, en principio, la pertenencia, por nacimiento u adopción, a una nación llamada Colombia. No describe ni define un carácter. A lo sumo, señala la pertenencia legal a un país.
De manera siempre equívoca, se trata de definir el "ser colombiano" destacando defectos y virtudes. Pero ni siquiera las estadísticas pueden probar que defectos y virtudes sean expresión incanjeable de las mayorías. Pueden ser más prominentes los defectos que las virtudes, pero esto no sucede solamente con los colombianos.
¿Somos un país violento?, se vienen preguntando desde las ciencias sociales. La existencia de tantos 'violentólogos' no basta para responder afirmativamente. Si se aceptara que somos un país violento, tendríamos que aceptar que el rasgo distintivo de nuestra conducta individual es la violencia y que son tantos los colombianos que la asumen que podría hablarse de una caracterización colectiva. Pero resulta que no hay estadísticas que lo prueben. ¿Cuántos colombianos se están dando bala? ¿50.000, 200.000? ¡Somos más de 40 millones! Casi tres millones de desplazados lo son, precisamente, por pacíficos.
Una cosa es que los grandes conflictos históricos se hayan tratado de dirimir desde arriba con los métodos violentos de las guerras y otra muy distinta comprometer a las mayorías en un método que tiene carta de ciudadanía desde los comienzos de la República. Desde arriba, las luchas por el poder político y económico comprometieron a los ciudadanos en guerras civiles; desde arriba, esas mismas fuerzas arrastraron a inmensas masas incultas hacia el fanatismo partidista. La ausencia de justicia institucional, propició formas individuales de justicia vindicativa. Estos hechos no definen un carácter. Son apenas circunstancias insidiosamente repetidas a lo largo y ancho de nuestra Historia.
¿Que somos un país de ladrones? ¿Que la honradez, entre los colombianos, es un valor deficitario? La afirmación, además de escandalosamente errada, afrenta a unas mayorías que si siguen siendo pobres y modestas de recursos es por no haber obedecido a la moral del pillaje que se inició exitosamente durante las administraciones coloniales y fue heredada y perfeccionada durante la República. Precisamente por honradas, las mayorías colombianas han desarrollado la suspicacia y desconfianza que las caracteriza. Si se hubiera preferido la picardía al trabajo, ni la agricultura, ni la industria, ni el comercio del país hubieran alcanzado los niveles de productividad que alcanzaron durante el siglo XX. No tendríamos más de 20 millones de pobres sino 20 millones de rateros aterrorizando al país.
Lo que sucede es que los vicios de unos pocos acaban convirtiéndose, por lo escandalosos, en generalización y estigma que arropa a los mayorías. Es lo que, en las últimas décadas, nos sucedió con el narcotráfico. Dominó y acaso domine aún amplios sectores de la vida económica; penetró a tal punto en la vida social; afectó con tanta eficacia la conducta de quienes se beneficiaban directa o indirectamente de su industria criminal; corrompió tanto las instituciones del Estado; alteró en tan conflictiva medida nuestras relaciones con la comunidad internacional, que lo más fácil fue decir que éramos un "país de narcotraficantes" y no un país dominado y postrado por el terror del narcotráfico.
Ninguno de estos ejemplos define nuestra nacionalidad. La colombianidad, el ser colombiano, siguen sin definirse. La primera es una colcha de retazos, de singularidades separadas geográfica y administrativamente. Para definir la colombianidad habría que sumar afinidades y diferencias regionales. Lo mejor del ser colombiano es su complejidad, la manera como se resiste a ser definido. Sólo la elementalidad emocional del patriotismo puede conseguirlo, pero ello no evita que quienes alardean de "patriotas" exporten sus capitales a zonas más seguras, saqueen las arcas del Estado o tengan las soluciones "patrióticas" en la punta de un fusil.
Como la empresa es tan ardua, mucho más ardua gracias a la interesada departamentalización burocrática y administrativa que impulsó el caciquismo, definirnos se ha vuelto un rompecabezas. Si es posible definir el ser colombiano, lo que menos sirve para hacerlo son los estereotipos que se usan para definir peculiaridades regionales. La 'polémica' suscitada por la serie La costeña y el cachaco es un ejemplo pintoresco del pernicioso efecto que tienen dichos estereotipos. Como la conciencia de nacionalidad es vaga, se afirma mejor la conciencia de algo más inmediato y tangible: la región, el terruño.
En parte, ser colombiano "es un acto de fe", pero también lo es para quienes son de países con una conciencia de pertenencia más lírica que real, más sentimental que racional. Cuando Otálora le responde a Ulrika que ser colombiano "es un acto de fe", ella responde: "Como ser noruega". Somos emocionalmente colombianos, pero no porque exista una comunión íntima entre el ser y la Historia que alimenta esa conciencia. Especie de "verdad revelada", no se corresponde sin embargo con la actitud del ciudadano ante las instituciones de su país. Nuestra emocionalidad es explosivamente eufórica en los triunfos y lloriqueante, casi rencorosa en las derrotas. Agitamos el tricolor cuando esa emocionalidad acarrea una gran satisfacción individual y colectiva, como sucedió en el histórico 5-0 ante Argentina. Nuestra decepción fue igualmente desproporcionada cuando en el Mundial de Fútbol de Estados Unidos salimos por la puerta trasera.
En el exterior, el colombiano se manifiesta casi siempre nostálgicamente. No piensa al país; lo siente. Los símbolos exteriores que lo identifican, borran momentánea y circunstancialmente las diferencias regionales. Se es colombiano, no 'paisa', 'costeño' u 'opita'. En el exterior, rinde homenaje a una sola tierra. Pese a la situación ominosa que desde hace unos pocos años pesa sobre nuestro documento de identidad internacional (nuestro pasaporte no abre puertas, las cierra), una sola identidad instintiva se manifiesta entre los colombianos.
No me avergüenza referir que, hace 20 años, sentí una extraña emoción 'patriótica' al ser testigo, en Barcelona, de la impecable maestría con que dos colombianos le sustraían la billetera al pasajero de un bus. Me asusté de mis propios sentimientos. Numerosos colombianos se emocionaron describiendo las técnicas de exportación de 'compatriotas' narcotraficantes, los sorprendentes métodos que usaban para burlar la vigilancia de las policías aduaneras.
Una 'patria' abstracta, desprovista de valores éticos, parecía estimular la emoción 'patriótica' de quienes se maravillaban con tal exhibición de ingenio delictivo. Todavía hoy, la perfección con que algún colombiano comete un delito y conquista la impunidad, es objeto de admiración ("ese sí es un berraco"), como lo fue el irresistible ascenso de Pablo Escobar por las empinadas escaleras de la fortuna y el crimen. Su astucia criminal fue calificada de "típicamente colombiana". De estos ejemplos abominables se deriva otra generalización: "El colombiano no se vara nunca".
Los colombianos nos definimos mejor por lo que no somos colectivamente que por lo que somos excepcionalmente. Tengo la convicción de que nuestra 'malicia indígena', la desconfianza con que nos miramos unos a otros, es el resultado de golpes y decepciones históricos, de expectativas defraudadas en los órdenes social e individual. Nuestro optimismo es irracional y pasajero. Si no fuera así, no abundarían las campañas que piden "ponerle optimismo y buena energía a la vida".