Especiales Semana

REINADO EN LA SOMBRA

Las festividades despreocupadas y frívolas de años anteriores se vieron ensombrecidas por la toma del Palacio de Justicia

ANTONIO CABALLERO
9 de diciembre de 1985

No era un Reinado de Belleza como los de todos los años. No podía serlo. El Concurso de Cartagena se hizo esta vez por cumplir. Pero hasta los más endurecidos fanáticos del certamen --y son muchos--se daban cuenta de que este año faltaba el entusiasmo. Pasaban las concursantes, bellas como pájaros, pasaban una y otra vez como en los sueños, a pie o en ballenera o en carroza, en vestido de baño o en traje de lentejuelas, y en la mente de los asistentes seguían vivas, superpuestas a ellas, las imégenes de pesadilla de la televisión sobre la toma del Palacio de Justicia.
Normalmente, en un reinado se habla de las reinas, se las compara con reinas de otros noviembres, se hacen cábalas y apuestas, van creciendo los fanatismos regionales, las preferencias personales. Esta vez no. Los periodistas especializados, que pueden recordar sin confundirlos los llantos de las distintas reinas, y hasta distinguir unos de otros los disfraces de fantasía indigenista, esta vez hablaban de otra cosa. Varios medios de prensa y radio renunciaron en redondo a cubrir el Reinado de Belleza, por considerarlo de una frivolidad ofensiva dadas las circunstancias. La propia Junta Organizadora que no tiene vida sino para el Reinado de Belleza, lo pospuso un día entero. Y en la tarde del ocho de noviembre, cuando debían haberse iniciado las fiestas a las tres con la lectura del bando del Alcalde de Cartagena, convocó en cambio a una misa solemne en la Catedral, con asistencia de las reinas. Una misa de réquiem en un Reinado de Belleza no se había visto nunca. Pero es que todo, esta vez, se desarrollaba a la sombra trágica de los sucesos de la Plaza de Bolívar, y sería así hasta el final, cuando la reina del año terminado, Sandra Borda Caldas, usó su breve mensaje de despedida para pedir respaldo al presidente Betancur.
Y sin embargo, hubo Reinado. Se pensó en suspenderlo, pero en fin de cuentas triunfó su propio peso de inercia. No era posible pararlo: no es posible parar un Reinado de Belleza de Cartagena, que navega impertérrito sobre la realidad. Y no sólo por razones simbólicas, que fueron alega das --¿qué haría Colombia todo un año sin reinas?--, sino por motivo prácticos, prosaicos, pero imperativos de dinero. Es mucho el dinero que se mueve en Cartagena para las fiestas del once de noviembre, en torno de las sonrisas crispadas de las reinas.
El dinero grande--el invertido, por ejemplo, por RCN para los programas y espectáculos de la televisión--y el dinero pequeño pero vital de millares de personas que gracias al Reinado novembrino pueden pasar el año, fabricantes de buscapiés, vendedoras de arepa de huevo. Por eso hubo también Reinado de Belleza este año, como todos los años, y la incongruencia de la cosa quedó reflejada en un episodio surrealista: un fotógrafo de reinas encaramado en el púlpito de la Catedral para captar lágrimas de las reinas en los momentos más solemnes de la misa de réquiem. Hubo Reinado, y hubo fiestas.
Reinado y fiestas, hay que advertirlo, no son la misma cosa. Son acontecimientos paralelos y por lo general distantes, incluso en el aspecto puramente geográfico. Las fiestas son de Cartagena, y el Reinado es de esa excrecencia hotelera y turística que le ha salido a Cartagena en Bocagrande y El Laguito, hasta el extremo más lejano, donde duermen las reinas, que es el Hilton. Sólo se cruzan uno y otras en determinados momentos: el desfile de carrozas por las calles de Cartagena, con las reinas encargadas allá arriba en precario equilibrio bailando quietas en medio de las muchedumbres cerradas de cartageneros que bailan en una masa compcata y beben ron y se persiguen con buscapies y bolsas de agua y puñados de maizena. O el desfile de balleneras por la bahía, que es visto desde lejos, desde tierra, por miles de personas.
Por lo demás, puede decirse que el reinado prácticamente no existe para los cartageneros, aunque coincida con sus fiestas y sirva para alimentarlas. Y era cierto este año más que nunca. No sólo por la sombra de la tragedia, que se advertía a cada instante en la conspicua ausencia de las autoridades civiles y militares: no hubo bando del alcalde, al baile del Club Naval no asistieron los marinos de la Armada, que son sus anfitriones. Sino, sobre todo, porque con el paso del tiempo el Reinado de Belleza se ha venido convirtiendo en un evento que se desarrolla fundamentalmente para la televisión, y casi exclusivamente para ella. Es un espectáculo para los televisores de todo el país (y esta vez lo fue también para los del sur de Estados Unidos, a donde lo transmitieron la cadena S.I.N. y el canal 51), pero no para Cartagena.
Y los cartageneros que quieren verlo lo ven sentados en la sala de su casa, frente al zumbido del aparato de televisión, como si vivieran en Bogotá o en Cúcuta. De ahí esas pausas terribles de irrealidad que padecen los asistentes a la función final de la coronación en el Centro de Convenciones, porque en esos momentos por la televisión están pasando comerciales: y, literalmente, no existe uno: no está en el aire.
Pero también es verdad que, justamente por estar concebido para la televisión, el reinado de Cartagena se ha convertido en ese gran desahogo catártico de la integración nacional que por unos cuantos días, y sobre todo en la noche de la coronación de la reina del año, paraliza al país entero, departamento por departamento. Toda Colombia está ahí esa noche, representada por sus reinas departamentales como en una federación de monarquías, y también físicamente, aunque sea a distancia: sentada absorta frente a la pantalla. Por eso la prensa se vuelca sobre Cartagena en esos días, después de muchos meses de haber venido dándoles a sus lectores más información sobre el acontecimiento y sobre las piernas, los ojos, los vestidos, las opiniones, las esperanzas de cada una de las candidatas que la que se publica sobre los candidatos aspirantes a la presidencia de la República. El país ha oído hablar más de la señorita Antioquia que de Jota Emilio Valderrama, y--la verdad sea dicha--le interesa más. Tal vez por la razón elemental de que las reinas se renuevan cada año, en inagotables camadas sucesivas, y en cambio los candidatos presidenciales son casi siempre los mismos.
Pero además las reinas, al contrario de lo que pueda creer cualquiera que las haya visto sólo por la televisión o en las fotografías de los periódicos, son de verdad. Existen. Este cronista las ha visto en carne y hueso.
No es que se pueda llegar hasta el extremo de tocarlas con los dedos, única prueba verdaderamente satisfactoria para el incrédulo, porque sus edecanes de la Escuela Naval las vigilan de cerca. Pero están ahí. Además de ser lindas, o pese a ser tan lindas que parecen un reto a la verosimilitud, son ciertas. Caminan, Hablan, Huelen. Huelen sobre todo a flores, claro está, pero también a aromas más humanos, causados por las increibles hazañas que las obligan a efectuar los organizadores del certamen. Tres horas de desfile de carrozas, por ejemplo, sin parar un instante de mover los hombros en su fingido baile inmóvil. Se dice fácil, pero en la práctica, y bajo el sol de Cartagena, es una prueba más ardua que ese fatigosisimo deporte que se llama decatlón, sobre todo si se tiene en cuenta que, a diferencia de los decatlonistas, las reinas de belleza no pueden ni un momento dejar de sonreir. Veinte horas de ensayos para el gran final de la coronación, con espectáculo de baile. Varios almuerzos oficiales.
Tres bailes de gala. Dieciocho pruebas de vestidos de baño. Innumerables sesiones fotográficas en la piscina, en la playa, en las murallas, comiendo frutas tropicales, nadando, besando negritos, saludando alcaldes haciendo gestos de camaraderia. Se necesita mucha resistencia física para ser una reina, y por eso no es raro que al final, en la noche de la coronación, todas las finalistas sean unánimes en declarar que el reinado las ha hecho madurar en cuatro días.
Y es que, naturalmente, las que menos participan en las fiestas novembrinas son las propias reinas, que ni siquiera tienen tiempo para verlas en la televisión. Ellas están ahí, no para divertirse, sino para cumplir con su deber, como la reina de Inglaterra cuando pasa revista a un regimiento de caballería blindada. Nadie espera que la reina de Inglaterra se divierta --y además se le nota en la cara que no está divirtiéndose--. Pero para las reinas de belleza es todavía más duro, porque encima de que no se divierten --pues eso está prohibido--, les prohiben también que se les note en la cara que no se están divirtiendo.
Tienen que sonreir. Cuando desfilan una y otra vez sobre las estrechas pasarelas de la piscina del Hilton, en vestido de baño, ante el jurado--que las observa y las juzga desde la sombra-tienen que aguantar y sonreir. El agua está ahí, bajo sus pies, y en el tórrido mediodía de Cartagena el maquillaje se evapora como en un horno de vidrio. Pero las reinas sonrien. No han venido para refrescarse, sino para ser reinas.
Tienen que ser muy fuertes esas niñas de apariencia tan fragil para aguantar las peripecias del reinado.
Un curso de entrenamiento para lanceros no puede ser tan duro. Sin dejar de sonreir, están obligadas a aguantar la impertinencia de los periodistas, que puede llegar a extremos asombrosos. En los bailes de gala, las reinas son las únicas que no pueden encaramarse en las sillas para ver mejor que pasa, las únicas que no pueden correr atropellándose para pedirle un autógrafo a Guillermo Capetillo, el galán de telenovelas mexicanas que este año formó parte del jurado y cuya capacidad para provocar solicitudes de autógrafos hiela la sangre en las venas. No pueden bailar tampoco, ni siquiera en los bailes, porque el aparatoso diseño de los trajes de fantasia les impide moverse. Pero encima tienen que fingir que bailan, pese a las plumas y las coronas y el peso del strass y el canutillo de oro. Porque ellas no están ahí para gozar de la fiesta, sino para ser parte del espectáculo.
Por lo demás, son duros esos bailes de gala de un reinado, especialmente cuando son de disfraz. Mucha capa, muchas plumas. "Fantasía de india amazónica", titulan los diseñadores, que año tras año insisten contra toda evidencia antropológica en que las indias amazónicas se visten de esa manera. "Traje tipico de las sabanas de Bolivar"--que tampoco es verdad, pero tampoco importa--. Mucha campesina santandereana, eres mi flor de romero: unas campesinas mitológicas que en todo el ancho espacio del agro nacional sólo se encuentran en el reinado de belleza de Cartagena, en el Club Cartagena o en el Club Naval. Mucha herencia española: disfraces de manolas--donados por empresas textileras--disfraces de gitanas. Mucha herencia indígena: toneladas de plumas. Curiosamente, en cambio, muy poca herencia negra, o es que ésta no ha llegado a oídos de los diseñadores. Pero en cambio, en torno del reinado, Cartagena es negra, y por añadidura los negros cartageneros se pintan de negro para celebrar sus fiestas.
Para las fiestas --que se desarrollan, ya se dijo, paralelas y lejanas al reinado--la alcaldía ha dispuesto la construcción de casetas populares. En Chambacú, lejos del Hilton y de los bailes de los clubes, se alza una fachada de cartón que representa una Cartagena en miniatura, con murallas y Torre del Reloj, coronada por una titánica botella de ron Tres Esquinas. Pasado ese portal, cientos de miles de personas bailan al tiempo en una caseta tan grande como una catedral, techada de aluminio que conserva el calor del sol del día.
Muchos millares más venden cosas de comer y trago, naranjas, mangos verdes, mientras entre las piernas circulan zigzagueantes los buscapiés, causando remolinos de huída. Es la "ciudadela novembrina", y en ella los cartageneros bailan en una masa compacta y ondulante de baile, como un mar.
Del otro lado de la ciudad prosiguen los desfiles. Las presentadoras y el presentador presentan, los miembros del jurado juzgan y toman notas en unos cuadernitos, las niñas pasan y vuelven pasar. ¿Esa es otra o la misma? --pregunta una señora despistada. Pero los despistados son pocos. En general todos los asistentes saben exactamente cual es cual, y les conocen a todas sus más ocultas características: una mancha, aseguraban, tenía en alguna parte la maravillosa niña guajira, y ese defecto ínfimo, decían, la inhabilitaba para ser reina. (Este cronista, personalmente, no cree que la maravillosa niña guajira pudiera tener ninguna mancha ni ningún defecto).
Ahora: cómo se elige al fin la reina es un misterio. Los jurados, ya se dijo, anotan sin cesar cosas en sus cuadernitos y van sumando, o a lo mejor restando puntos. Se enjuician y se calibran los tobillos, los ojos, la simpatía, el porte, el cuerpo, en una complejísima maraña de cálculos que recuerda el encaje de bolillos o esos balances enigmáticos de cociente y residuo que en vísperas de elecciones suelen hacer los políticos. Pero los resultados, como los de las elecciones de cociente y residuo, son siempre impredecibles y por lo general decepcionantes --porque una reina de belleza se escoge siempre, en lo más íntimo de cada cual, con la pasión.
Pasión estética o pasión regionalista, mucho más vociferante la segunda.
Este año ganó el reinado María Mónica Urbina, la niña de la Guajira. Y a diferencia de lo que ha sucedido en años anteriores, el veredicto era tan justo que parecía marcado por el dedo inflexible del destino. Pero es que este año el Reinado no fue como la fiesta despreocupada y frívola de años anteriores. Fue un reinado en la sombra. --