Viaje a las tinieblas
Nadie imagina todavía la magnitud de los crímenes atroces que cometieron los grupos paramilitares. Los descuartizamientos de personas vivas fueron numerosos. ¿Por qué se llegó a tanta inhumanidad?
Hombres crucificados a los que les taladran los huesos, personas que son quemadas vivas en piras hechas con llantas de carros, cepos rodeados de hormigas devoradoras que pueden matar lentamente a un ser humano, gente que es cortada literalmente en pedazos, antes de morir. Parecen cuentos de espanto, pero no lo son. Se trata de confesiones de paramilitares que están hablando ante los fiscales de Justicia y Paz, o de historias que relatan a viva voz las víctimas.
La magnitud de lo que se vivió en las dos décadas pasadas, y que quizá aún está ocurriendo, rebasa todo lo imaginado sobre la servicia y el horror. Incluso, supera en gran escala las atrocidades vividas durante la Violencia de los años 50, período que aún es un trauma sin completa superación. En el peor momento de esa violencia, el país llegó a tener 36 homicidios por cada 100.000 habitantes. Hace menos de una década, en pleno auge paramilitar, la tasa llegó a ser de 63. Como a los bandoleros de aquella época, a los paramilitares no les bastaba con matar. Querían marcar su territorio con sangre, y dejar una huella que se recordara por siempre en las poblaciones que atacaron.
¿Puede la ideología contrainsurgente explicar tanta sevicia? ¿Qué motivó tantos excesos? ¿Por qué necesitaban matar y contramatar?
Quienes actúan en la guerra siempre están movidos por una mezcla de razones, intereses y sentimientos. Razones que con frecuencia son discursos ideológicos que justifican sus actos, intereses económicos o políticos, y emociones que desatan el instinto destructivo que anida en los humanos.
Los analistas coinciden en que las masacres, por ejemplo, son típicas de las guerras civiles, y su razón de ser es la conquista de un territorio, a través de la expulsión de su población. La masacre se hace para matar, pero también para despojar. En Colombia todos los grupos armados han masacrado a civiles. Las Farc lo han hecho cuando se disputan un territorio a muerte con los paramilitares. Ejemplos de ello fueron la matanzas de la Chinita (1994), en Urabá, donde murieron 35 personas; la de La Gabarra (2003), en Norte de Santander, donde fueron asesinados 32 recolectores de hoja de coca, y la de San Francisco (2004), Arauca, donde además de 14 adultos, les dieron muerte a cuatro niños.
Pero quienes hicieron de las matanzas una práctica sistemática fueron las autodefensas. La expansión paramilitar a finales de los años 90 tuvo su pico más alto entre 1999 y el año 2000, justo cuando el país se embarcaba en un proceso de paz con las Farc en el Caguán. En este período las autodefensas cometieron una masacre cada dos días. Más de 200 en un año. La estigmatización que había sobre pueblos enteros como bases de la guerrilla, hizo que fueran indiscriminadas y más atroces. En las peores solía haber una carga de venganza y castigo. Una de las más recordadas será por siempre la ocurrida en 1988 en Segovia, Antioquia, donde los hombres de Fidel Castaño -fundador de los grupos paramilitares- entraron a la plaza del pueblo y dispararon contra todos quienes se encontraron. La razón, según se dijo, era que las Farc le habían robado ganado al jefe paramilitar.
Con frecuencia muchos señores de la guerra castigan a la población por los actos atroces que cometen los guerrilleros. Así también se ha explicado la sevicia que usó el paramilitar Rodrigo Peluffo, 'Cadena' en Sucre. En las masacres de Chengue, Salado, Macayepo y Pichilín se usó el garrote para matar. 'Cadena' era un hombre conocido en toda la región, había sido víctima de la guerrilla, empezó como informante de las Fuerzas Armadas, hasta que se puso al servicio de terratenientes de la Costa que, asolados por el secuestro y la extorsión, decidieron aplicar la infame consigna de 'quitarle el agua al pez'. La crueldad de 'Cadena' no tuvo límites con sus propios vecinos y conocidos.
Pero si las masacres se explican por la disputa de territorio, ¿qué lógica tienen la tortura, la violación y el descuartizamiento? Sicólogos y antropólogos creen que la sevicia nace del odio. A pesar de que muchas personas no creen que en la guerra colombiana el odio sea una motivación para matar, lo que cada día encuentran los fiscales de Justicia y Paz demuestra lo contrario. Si bien no es un odio étnico, o religioso, sí es un sentimiento que mueve a la crueldad y que convierte a la víctima en menos que una presa de caza.
Las personas que fueron blanco del odio paramilitar (y que siguen siéndolo de grupos emergentes y de la guerrilla) fueron opositores políticos; imaginarios o reales colaboradores de la guerrilla; personas que a los ojos del sistema autoritario paramilitar no merecían vivir: el ladrón, el drogadicto, el homosexual. Y con mucha frecuencia, los peores episodios de violencia se cometieron contra hombres de sus propias tropas que habían traicionado al grupo o a sus jefes de alguna manera. A esos, se les infligían los peores castigos. Quizá porque, como dice el historiador canadiense Michael Ignatieff, "no hay guerra más salvaje que la civil, ni crimen más violento que el fratricidio, ni odio más implacable que el de los parientes cercanos".
El caldo de cultivo de ese odio era también la disputa de territorios. En la medida en que uno de los grupos armados no tenía el control completo de una zona, temía ser atacado. "Eso genera una profunda inseguridad y se convierte en un miedo que en condiciones de guerra puede alcanzar dimensiones de pánico y transformarse en odio profundo", dice el profesor de la Universidad de los Andes Iván Orozco. Pero el odio también es un sentimiento alimentado por los prejuicios y que en ocasiones se legitima desde las instancias de poder.
Sólo por el odio es posible interpretar prácticas como la tortura, que no siempre se ha usado como un instrumento para obtener información, sino como un fin en sí mismo. Como una manera de degradar la víctima al máximo. Similar análisis se puede hacer con el abuso sexual a las mujeres, que hería no sólo el cuerpo sino la dignidad de ellas y sus familias, al punto que el tema de las violaciones se ha vuelto innombrable en el proceso de Justicia y Paz.
El descuartizamiento de personas vivas, algo que muchos creían episódico, ha resultado ser realmente una práctica común entre los paramilitares. Destrozar los cuerpos, con machete o motosierra, tenía un triple objetivo. Primero, desaparecer a la víctima física y simbólicamente. Segundo, era utilizada con frecuencia como un ritual de iniciación para los combatientes jóvenes. A través de esta práctica macabra se mataba la sensibilidad de los muchachos que ingresaban a las filas paramilitares. Por último, tenía una explicación práctica: el esfuerzo para cavar la fosa es menor si el cuerpo está partido. Basta con un hueco de unos 60 centímetros para depositar allí un ser humano despedazado.
A diferencia de las fosas que van a ras de la tierra, el daño que se ha hecho con la desaparición de los cuerpos de las víctimas es profundo. Sin cuerpo no hay duelo. Y sin duelo se abre una grieta enorme en el alma de las comunidades. Los cadáveres insepultos son un trauma colectivo difícil de superar. La búsqueda de fosas y el conocimiento de la verdad son apenas el principio de la reparación. Pero sólo eso, el principio.