Bogotá J.M.G. Le Clézio nació en Niza, Francia, en 1940.

La nostalgia J.M.G. Le Clézio

Un mapa sin fronteras

Un viaje definiría muchas de las claves y búsquedas del nobel de Literatura 2008, quien desde entonces no ha dejado de buscar en el pasado las claves para entender su lugar en el mundo. Aunque se confiesa poco nostálgico, sus novelas revelan un peculiar estado de ánimo equiparable a esa sensación.

Felipe Cammaert* Bogotá
22 de enero de 2015

Todavía recuerdo la visita de Le Clézio como invitado de honor de la Feria del Libro de Bogotá en 2013. Aunque los detalles de la conversación que sostuvo con Óscar Collazos se me escapan hoy, la sensación de quietud que se apoderó ese día del auditorio principal de Corferias no se ha borrado en mí. Pensaba encontrarme con un francés altivo y rígido, engrandecido por sus vivencias a lo largo y ancho del planeta; me sorprendió una persona afable que, durante más de una hora, paralizó la atención de todos quienes lo escuchamos. El más reciente nobel francés hasta hace unos meses, cuando el premio recayó en su contemporáneo Patrick Modiano, volverá sin duda a conjurar con sus palabras al público colombiano en el Hay Festival de Cartagena.

La vida y obra Jean Marie Gustave Le Clézio son como un mapa sin fronteras. Su familia paterna emigró a la Isla Mauricio en el siglo xviii a buscar nuevas oportunidades y adquirió incluso la nacionalidad británica cuando la isla fue anexada por el Imperio. En lengua bretona, su apellido quiere decir “cercado”, el terreno rodeado por una cerca. J.M.G. Le Clézio, como se le conoce en el mundo de las letras, nació en Niza en 1940, en plena guerra mundial, y posee las nacionalidades francesa y mauriciana. Aunque a lo largo de su existencia ha vivido en muchos países (Tailandia, México, Panamá, Estados Unidos, Corea del Sur, entre otros), él no se considera un gran viajero. Su obra tampoco podría encasillarse dentro de la literatura de viajes, género que evidentemente cubre pero que sobrepasa por su dimensión universal.

Discípulo y admirador de Conrad, a quien vuelve una y otra vez en las entrevistas, Le Clézio se hizo escritor gracias al viaje. En Onitsha, novela de 1991, transpone a la ficción el periplo que él mismo emprendió a los 8 años hacia Nigeria para unirse a su padre. En este libro podemos leer a propósito de Maou, la madre del protagonista: “Le parecía que no había nada en otra parte, nada en ninguna parte, que nunca hubo otra cosa que el río, las chozas con techos metálicos, esa gran casa poblada de escorpiones y lagartijas, y la inmensa extensión de hierbas en la que merodeaban los espíritus de la noche”. Sobre este viaje iniciático, J.M.G. dijo alguna vez: “Para mí, el acto de escritura está ligado a este primer viaje. Una ausencia, tal vez, un distanciamiento, el movimiento de deriva hacia una tierra invisible, rozando países salvajes, peligros imaginarios”. Es justamente este movimiento hacia lo desconocido el que informa toda la obra de Le Clézio, un remolino que nos transporta a lo más profundo de nuestro entendimiento.

Más de sesenta años después de la experiencia africana, este hombre, cuyo apellido paradójicamente hace alusión a los límites, es ante todo un ciudadano del mundo que ha hecho de la escritura su verdadero hogar. “Sufro de una falta de pertenencia. Envidio a los indios que se aferraron a su tierra como un mineral o un vegetal. Yo no soy de ninguna parte. Mi única solución es escribir libros, que son mi única patria”, afirmaba en 2008, cuando le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. O, por decirlo de otro modo, estamos frente a la voz de los más discretos murmullos del planeta que, al llegar a Estocolmo para recibir el prestigioso galardón, afirmaba sentirse un contador de historias antes que un escritor.

El repertorio de obras de Le Clézio es considerable: más de 50 libros entre novela, poesía, literatura infantil y ensayo, cuyo denominador común es la exploración del vasto mundo, aquel que no se circunscribe a la tradición europea, sino que da cuenta de un “más allá”. Los libros de Le Clézio apuntan hacia esa otra parte que supera lo evidente, y esta noción de “más allá” no necesariamente se limita a una dimensión espiritual, sino que también debe ser entendida en un sentido topográfico y cultural. Si hay algo que distingue la obra del francés es la amplitud de horizontes que sus libros despliegan, haciendo de él un “explorador de una humanidad más allá y por debajo de la civilización dominante”, como dijo la Academia sueca en el comunicado oficial del veredicto.

Otro tema conexo y recurrente en sus libros es la indagación de su pasado familiar, el cual aparece generalmente encubierto bajo el manto de la ficción (como en El buscador de oro y La cuarentena, entre otras obras). “La novela es, para mí, la única manera de explorar mi pasado y la única escapatoria para sortear las dificultades de esta loca tarea de retrospección, hasta un tiempo que no conocí. En verdad, siento que no he escrito otra cosa, desde El atestado, sino autobiografías”, afirmaba en una entrevista. Guiado por el hilo de su historia personal, Le Clézio se adentra con el lector en los recovecos de un pasado individual múltiple y diverso que, en cierta medida, reconstituye los caminos de la historia colonial francesa.

Quien tenga entre sus manos cualquier libro de este francés con aires de científico impasible no puede dejar de sentir una cierta nostalgia cuando recorre, asombrado, las historias mestizas de un mundo que ya no existe. Etimológicamente, la palabra nostalgia hace referencia al dolor sentido por encontrarse lejos de la patria, lo que en español se conoce como morriña. En las líneas de Le Clézio, eterno nómada que ha venido deslindando las marcas de su existencia con sus libros, la distancia pareciera ser una condición inherente a la fuerza de su escritura. Pero que no se confunda este abismo creador con un sentimiento personal de pesadumbre en la persona del escritor, algo en lo que Le Clézio es enfático cuando lo interrogo al respecto. “No siento nostalgia por ningún lugar o ninguna época; me gusta mucho el presente”, me responde en un correo electrónico con tildes y signos truncados, y no puedo evitar imaginármelo escribiendo desde algún lejano computador cuyo teclado no hable francés. J.M.G. Le Clézio es, así, un hombre que mira decididamente hacia el frente, aunque muchos de sus libros se sitúen en el pasado.

Cuando le pregunto sobre la sensación de vértigo que puede desprenderse de sus relatos como resultado de sus múltiples andanzas, el nobel encauza la conversación hacia horizontes propios del oficio de escritor. “Mi escritura no se construye tanto a partir de la ausencia de los lugares, sino de la relación entre estos, porque no me siento ligado a ningún lugar de infancia ni a ningún barrio de adolescencia. La ausencia la he sentido solo frente a algunos seres queridos desaparecidos: mi madre, por ejemplo, o también mi abuela, o incluso seres que conocí brevemente como Colombia, el iwa tobari de los emberás de Panamá. Mis únicas referencias (además de mis seres queridos) son los lugares imaginarios, la isla Mauricio de mi familia, por ejemplo, o los lugares que invento escribiendo, que no tienen nada que ver con la realidad”. El verdadero mundo lecleziano está compuesto por una contundente mezcla de realidad y ficción, cuyo centro se encuentra en la conjunción de las realidades ausentes.

Desde la perspectiva del lector, la esencia de la escritura de Le Clézio esconde a pesar de todo un agudo sentimiento de ausencia que, en mi opinión, está íntimamente ligado a la cuestión de la escritura de ficción. Es precisamente esto que, en el discurso de recepción del Premio Nobel, el francés llamó “el bosque de paradojas del escritor” haciendo alusión al autor sueco Stig Dagerman, y que resumió de esta forma: “Actuar: es lo que el escritor quisiera hacer sobre todas las cosas. Actuar, en lugar de atestiguar. Escribir, imaginar, soñar para que sus palabras, invenciones y sueños tengan un impacto sobre la realidad, cambien las ideas y corazones de las personas, revelen un mundo mejor. Y sin embargo, en ese momento preciso, una voz le susurra que eso no será posible, que las palabras son palabras que se lleva el viento de la sociedad, que los sueños son meras ilusiones”.

Le Clézio vuelve, como muchos de sus contemporáneos, a la condición solitaria del escritor, quien se encuentra constantemente confrontado a sí mismo. Sobre la soledad escribió en la misma ocasión: “El escritor es el ser que mejor cultiva esta planta venenosa y necesaria, la cual no crece sino bajo el suelo de su propia incapacidad. Quería hablar por todos, por todos los tiempos, y helo aquí, hela aquí en su cuarto, frente al espejo demasiado blanco de su página vacía, bajo la lámpara que destila una secreta luz. Frente a la pantalla demasiado resplandeciente de su computador, escuchando el ruido de sus dedos que resuenan sobre las teclas. Es este, su bosque”. Sin lugar a dudas, el francés ha logrado que sus libros abandonen el esquivo bosque de las paradojas y lleguen a las manos de sus miles de lectores en todo el mundo.

Le Clézio no es, pues, un escritor propiamente nostálgico, a pesar de que sus libros dibujen siempre un más allá fuera de alcance. En una de sus respuestas a mis interrogaciones, concluye: “La pérdida me es indiferente, porque no puedo hacer nada contra ella. Creo que la pérdida de la memoria me preocuparía, aunque, como escribió Wittgenstein a propósito de la muerte, esta no puede ser vivida”. El nobel francés no tiene de qué preocuparse, pues sus obras han sabido rescatar la memoria de los lugares que ha conocido o imaginado y que, de alguna manera, han hecho de él no solo un testigo único sino un verdadero actor capaz de “escuchar el ruido del mundo”, como alguna vez definió su oficio. Otro gran escritor de los confines, el suizo Nicolas Bouvier, dijo alguna vez que “un país es una sucesión de estados de ánimo”. Una frase que se aplica perfectamente a las condiciones en las que surgen la figura de Le Clézio y su obra del más allá.

 

Lea también:

Hay para contar. Revista Arcadia en el Hay Festival 2015.

Noticias Destacadas

La mujer detrás del Hay

Christopher Tibble

Los diálogos secretos del Hay

Catalina Gómez Ángel