ensayo

Fragmento de ‘Simón Latino’

Albio Martínez Simanca, ganador en la categoría de ensayo.

30 de enero de 2005

Presentación Se han recogido algunas noticias fragmentarias de la vida y la obra de un hombre, y se han ordenado. Éstas aluden a un personaje nacional: el abogado y tratadista de derecho administrativo Carlos H. Pareja, más conocido en el mundo literario como Simón Latino. Sus aportes al país como jurista son de incalculable valor y sus contribuciones al desarrollo del derecho público siguen siendo puntos de referencia. Simultáneamente adelantó una labor de difusión cultural a través de la librería La Gran Colombia, distribuyendo y publicando libros de diversa índole. Se le recuerda por haber abordado la inmensa tarea de difundir la poesía en cuadernillos de fácil acceso al público. La presencia de la librería trascendió en el tiempo, no obstante haberse acabado como empresa. En los círculos académicos y literarios se evoca como epicentro de múltiples actividades, motivo por el cual se le considera patrimonio cultural de Bogotá. Cuatro facetas enmarcan la vida de Simón Latino: la del poeta que floreció en sus años juveniles, la del abogado consagrado a su profesión durante el mediodía de su existencia, la del literato que emprendió la colosal tarea de difundir la poesía en el mundo hispanoparlante y, finalmente, la del político bolivariano, radical, comprometido y autoexiliado, pues de hecho vivió la mitad de su vida en el exterior. Fue una autoridad en derecho administrativo, así como en diversos temas que tuvieron que ver con el reordenamiento del país. Ante la carencia de abogados especializados en derecho de minas, él se dedicó, en México, al estudio de esta especialidad, hecho que más tarde beneficiaría a la nación, al conseguir el doctor Pareja la reversión gratuita de la concesión de la Tropical Oil Company al Estado, en 1944, sin obtener beneficio económico personal alguno por este servicio. Sus estudios y aportes al derecho no han sido suficientemente valorados y pasan desapercibidos en las facultades de jurisprudencia; de lógica, muchos de sus conceptos ya están revaluados, pero en su momento constituyeron principios en la construcción del ideario jurídico del país. El presente trabajo rescata en forma parcial lo relacionado con sus aportes a la literatura y a la difusión de la cultura, como medio creativo intelectual del hombre. Es, por lo tanto, una invitación a la exploración sistemática de su vida, de quienes lo conocieron en los medios académicos y profesionales, desde donde dejó profunda huella en el alma y en la conciencia ciudadana. Estuvo vinculado a la lucha de los trabajadores y del pueblo colombiano, actividad de la que se derivó una serie de derechos posteriormente consagrados en la Constitución Política, en el Código Sustantivo del Trabajo y en convenciones colectivas de trabajo. Su apoyo permanente lo constituyó su esposa María del Pilar Pareja Vélez, con quien tuvo una hija: María Eugenia. El abogado sufrió persecuciones y después del 9 de abril de 1948 fue encarcelado y su librería semidestruida; los tropiezos que sufrió le hicieron pensar que su tarea en Colombia había terminado. Fue entonces cuando descolgó sus diplomas, cedió la librería que había sido parte significante de sus ideales, empacó maletas y viajó al exterior, en 1952. Se fue a la Argentina, donde inició nueva vida. Tenía algo más de cincuenta años de edad y vislumbró un futuro más sosegado en ese país, gobernado en ese momento por Juan Domingo Perón. Se vinculó a la Universidad de Buenos Aires, donde fue acogido; revalidó su diploma de abogado e ingresó como profesor a la misma. Se casó nuevamente y tuvo otros hijos, fundó la empresa Editorial Nuestra América y prosiguió con la tarea irrenunciable de publicar libros, volvió a reimprimir los cuadernillos titulados Los mejores versos, ahora con poetas extranjeros, a quienes promocionó en toda América. Posteriormente viajó a México, Estados Unidos y Canadá, donde fijó su domicilio final y ejerció la cátedra de literatura en la Universidad de British Columbia. Permaneció en ese país hasta cuando falleció, el 6 de junio de 1987. Evocar el nombre de Simón Latino es recordar sus obras y sus aportes. Es difícil establecer cuál de ellos fue más importante. Por lo pronto nos satisface decir que sigue vigente el trabajo del hombre que emprendió la más ambiciosa difusión que se haya hecho de la poesía en lengua castellana desde Bogotá. Albio Martínez Simanca PRIMERA NOTICIA: SIMÓN LATINO Simón Latino nació en Sincé, departamento de Bolívar (hoy Sucre), el 15 de julio de 1898. Estudió medicina en Cartagena, donde publicó un poemario. Se graduó en derecho, en 1928, en la Universidad Nacional. Publicó varios libros, entre ellos el primer tratado de derecho administrativo que se conoció en Colombia. Carlos Henrique Pareja Gamboa fue hijo del médico Sabas Pareja y de la modista Eugenia Gamboa Paternina. Su bisabuelo paterno fue el célebre pedadogo Manuel del Cristo Pareja, casado con Lorenza García. Su abuelo por esta línea fue el abogado masón Eloy Pareja García, quien sobresalió como uno de los jefes liberales de la época, compañero de los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, diputado por Bolívar a la Asamblea Nacional, con el aval del Partido Republicano; el 21 de agosto de 1887, Eloy Pareja fue investido con el grado 33 por el Supremo Consejo Neogranadino de la Masonería, con sede en Cartagena. En desacuerdo con Núñez y la Regeneración, tuvo que salir de Cartagena, rumbo a las sabanas de Bolívar. El presidente de la República, Carlos E. Restrepo, lo nombró y se posesionó en el cargo de ministro de Obras Públicas, pero, infortunadamente, el 22 de octubre de 1910 lo sorprendió la muerte en uno de los salones del palacio presidencial. Por sus conocimientos jurídicos, por su rectitud y rebeldía fue paradigma para su nieto, quien escuchaba los relatos de sus andanzas, pues no alcanzó a conocerlo. Carlos H. dice en su Autobiografía: “[.] mi padre murió prematuramente el 5 de mayo de 1899, y yo quedé, a la edad de diez meses, al cuidado de mi madre. Pocos años después mi madre volvió a casarse, y cambió de residencia, y yo continué viviendo con mi abuela materna y tíos y tías, que eran numerosos, hasta la edad de 16 años”. Sus abuelos maternos fueron Eladio Gamboa y Francisca Peternina. La Niña Pacha, como cariñosamente llamaban a la abuela, era el centro de la familia; cuando se encargó del muchacho tenía más de sesenta años y había quedado viuda con una numerosa prole. Para sostenerse económicamente, montó en la esquina de su casa, en Sincé, un ventorrillo que era surtido por Eladio y Manuel, dos de sus hijos, quienes compraban en Magangué, a cuarenta kilómetros de allí, los artículos para la tienda y los transportaban en su recua de burros desde el puerto, ubicado en la margen izquierda del río Magdalena. Carlos H. tuvo un hermano por parte de padre, nacido cinco años antes que él, y a quien bautizaron con el nombre de José, pero le decían Pepe. Su relación con él fue más bien distante; por eso decía que había crecido como un niño solo o hijo único; la carencia de los padres la suplían su abuela y los tíos. Se volvió retraído y rechazaba la vulgaridad y la violencia que veía en sus compañeros de escuela; la timidez se apoderó de él, hecho que le generó cierto complejo que más tarde él definiría como de inferioridad. La abuela padecía penurias económicas; no obstante, matriculó a su nieto en la escuela primaria del pueblo, donde aprendería las primeras letras. Allí, sería determinante para su formación el encuentro con sus profesores Pedro José Romero Arrieta y Pedro Antonio Flórez Romero, quienes lo estimularon continuamente en su proceso de aprendizaje: “Mis maestros de la escuela primaria me ayudaron y animaron, y empecé a escribir versos pueriles a novias imaginarias, versos que se publicaron en un periódico del puerto de Magangué cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, y me crearon fama de poeta”. Después pasó a la escuela secundaria a cargo de don Lisandro Ulloa, un maestro “severo con la palmeta”, tan usual en esa época. El joven se interesó mucho más por los libros, pero no había bibliotecas donde satisfacer su interés por la lectura. “Terminados los estudios primarios y secundarios, los más altos que era posible obtener en el pueblo, quedé, como muchos otros muchachos de mi clase y de mi edad, vegetando por las calles de la población, para encontrar alguna ocupación que diera sentido y objeto a mi vida [.]”. Cartagena, 1915 El viaje a la Ciudad Heroica estaba dentro de sus planes, y en tal sentido le había escrito a Constantino Pareja, su tío-abuelo, para que le ayudara; pero las cosas no se concretaban como él quería, es decir, con el apoyo y la seguridad que este traslado demandaba. En cierta ocasión recibió una oferta del alcalde del pueblo, de hacerlo beneficiario de una beca que ofrecía la Secretaría de Educación del departamento a un joven sobresaliente para que estudiara en el Instituto Pedagógico de Cartagena, pero su inclinación no era la pedagogía y la rechazó. No obstante, sus maestros le tenían gran confianza, y después de este impasse consiguieron que el Concejo Municipal le asignara una partida para su traslado a Cartagena, con la condición de que se sostuviera por su cuenta. Aceptó el reto y viajó a caballo hasta el puerto de Tolú, y luego en lancha de vapor por el golfo de Morrosquillo hasta la capital de Bolívar. Aún no había cumplido los diecisiete años. Ésta fue la sensación que tuvo al llegar a la capital de Bolívar: Cartagena me fascinó, era la primera ciudad de veras que conocía y me pareció un sueño. Su arquitectura de tipo español antiguo, con sus murallas y balcones corridos, sus muros blancos, sus techos rojos, hacían un contraste inolvidable. La ciudad engastada en el mar siempre azul. La vida de la ciudad era tranquila y silenciosa; no había industrias ruidosas y todo el mundo parecía ocuparse sólo del problema de cada día, sin angustias ni afanes. Yo llegaba sin planes definidos, pues carecía de toda ambición materialista, y sólo me preocupaba el problema de cómo vivir, dónde acudir, qué estudiar; no conocía prácticamente a nadie en esa ciudad encantadora, pues aunque los parientes de mi padre eran numerosos y bien establecidos en la sociedad, no los conocía personalmente, y relacionarme con ellos fue mi primera preocupación. Creo que desde mi pueblo había escrito a mi tío, el doctor Constantino Pareja, que era mi único pero valioso contacto en la ciudad, y éste me recibió en el puerto cuando atracó la lancha, y me condujo a la oficina del agente fluvial, presentándome a otro pariente, don Tomás J. Bustillo, quien me acogió paternalmente y me abrió la puerta de su casa, relacionándome con sus numerosos hijos e hijas, a quienes consideré como mis guías desde ese instante. Don Tomasito, como le decíamos, fue una noble persona, pues siendo muy pobre ayudaba a cuantos se acercaban a él con justa causa, y yo fui uno de sus protegidos. Él me dio consejos muy prácticos para mi vida futura en Cartagena, siendo el primero que aprendiera a escribir a máquina, como el medio más probable de conseguir trabajo en alguna oficina de la ciudad. Él me facilitó una máquina oficial y un rincón en la Agencia donde podía practicar el aprendizaje en horas libres de su oficina. Emprendí ese estudio con furor, y en menos de dos semanas pude escribir a máquina como cualquier burócrata. En esos primeros días dormía y desayunaba en casa de don Tomasito, e iba a almorzar en casa de un pariente de mi madre: don Vicente Bustamante, que vivía en el pie de la Popa, un barrio no muy lejano del centro de la ciudad, adonde iba a pie, pues no podía pagar bus. Pasado algún tiempo consiguió, a través de algunas influencias familiares, que lo nombraran secretario de un diputado en la Asamblea de Bolívar, cargo en el que se posesionó y con lo cual resolvió durante algunos meses su problema de subsistencia. Después se presentó al concurso para optar a una beca en la Universidad de Cartagena, y la ganó, pero una disputa entre el rector de esa institución y el secretario de Educación del departamento truncó sus planes. Él tomo partido al lado del rector. y esto le hizo perder la beca. No obstante, ingresó a estudiar medicina y con la ayuda del rector logró que lo nombraran en el cargo de pasante, con sueldo mínimo y derecho a tomar los alimentos en la universidad. Permanecí en esa situación unos dos años, hasta que un día recibí del padre Manuel Gómez Arenilla la oferta del empleo de instructor de ortografía en el Colegio de San Pedro Claver, que el padre Gómez dirigía, y era muy prestigioso. Allí obtuve mi grado de bachiller en 1920. [.] no sé por qué razones escogí la de medicina. Completé los estudios del primero y segundo años de esa carrera, e iniciaba el tercero cuando me di cuenta de que mi vocación era nula, y decidí suspender esos estudios para ingresar a la Facultad de Derecho. Los estudios en la Facultad de Medicina eran entonces muy deficientes, porque carecía de los elementos necesarios: no había biblioteca, ni laboratorios y las clases eran casi de memoria, pues no había buenos textos. En la Ciudad Heroica contaba también con el padrinazgo de Fernando de la Vega, en su momento uno de los escritores exponentes de la intelectualidad del Caribe, editor cultural del diario La Patria, y quien apoyaba al novel poeta en sus gustos líricos, abriéndole las puertas en la sección cultural del periódico.