Realeza
100 años del príncipe Felipe: recuerdos de una vida extraordinaria
Este 10 de junio el Reino Unido pensaba celebrar con bombos y platillos el primer siglo del hombre que fue el gran amor de Isabel II, pero la muerte lo sorprendió en abril pasado. El príncipe hizo historia como uno de los personajes más populares de la realeza y fue famoso por su humor cáustico.
“No te mueras antes que yo, ¡al menos no ahora!”, le dijo la reina a Felipe al ver que su saludable marido era internado en una clínica por una infección en 2012, en pleno festejo de su jubileo de diamante. Hablaba en broma, única manera de capotear el temor de verse sin el único amor y compañero de toda la vida.
El infausto día llegó el pasado 9 de abril. El guapo príncipe, que parecía eterno y a los 90 años caminaba rápido y erguido como el militar que siempre fue, exhaló su último suspiro justo cuando la familia real sufría una de sus peores crisis por los escándalos de su hijo Andrés y su nieto Harry.
Descendía del zar Nicolás I de Rusia, del rey Christian IX de Dinamarca, de la reina Victoria de Inglaterra y de muchos otros monarcas. Aun así, cuando joven, tenía fama de patán. Por eso, el rey Jorge VI y su esposa Elizabeth, sus futuros suegros, no lo querían; aunque, como el resto de su parentela (toda la realeza de Europa), sentían compasión por su triste historia.
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Nacido el 10 de junio de 1921 en la isla griega de Corfú, Felipe tuvo que huir a París con sus padres, el príncipe Andreas, hijo del rey Giorgios I de Grecia, y Alice, una princesa de la casa germana Battemberg, por los disturbios de su patria. Cuando casó a sus cuatro hijas mayores con futuros oficiales nazis, Andreas se escapó con su amante y no volvió a ver por Felipe. Su madre, por su parte, sufrió una crisis nerviosa y profesó como monja, de modo que tampoco se ocupó de él.
Desde los nueve años, Felipe fue de palacio en palacio. Hoy donde el tío Gustav Adolf de Suecia, mañana donde la tía María de Rumania, etc., con una muda de ropa y sin dinero. Las cosas mejoraron un poco cuando quedó a cargo de su ambicioso tío Louis Montbatten, el tío Dickie, último virrey de la India, quien le hizo propaganda con el rey Jorge VI de Inglaterra para que le diera la mano de su heredera, Isabel, prima tercera de Felipe por la reina Victoria, segunda por el rey Christian IX de Dinamarca y cuarta por George III.
Ella quedó prendada de él desde los 13 años cuando se conocieron, en julio de 1939, durante el Royal Naval College de Dartmouth, donde Felipe, de 18, era cadete. Ese día, el príncipe de Grecia y Dinamarca la impresionó con sus destrezas atléticas y buen humor. Entonces empezaron a escribirse. Ese mismo año, él inició su romance con su primer amor, la deslumbrante canadiense Osla Benning.
Las maquinaciones de lord Mountbatten dieron resultado en 1946, cuando el joven fue invitado por la familia real a Balmoral y al Palacio de Buckingham. Su estilo rudo y ropa raída desagradaron a los reyes, pero a Isabel le encantaron sus chistes verdes y su aire de mundo.
La princesa se rebeló y amenazó al rey con renunciar a la Corona si no la dejaba casarse con el único hombre que había conocido y amado de verdad. Su padre accedió y la boda se celebró el 20 de noviembre de 1947 en la abadía de Westminster, con todo el lujo, pese a la miseria de la posguerra. De hecho, el traje de la novia fue sufragado por los súbditos con cupones de racionamiento.
En su biografía de los Windsor, Kitty Kelley describe a Isabel como una recién casada tan ardiente que Felipe se quejaba: “¡A todas horas quiere estar en mi cama!”. Su otra querella era: “¡No soy más que una ameba!”, ante las limitaciones de tener una esposa más importante que él, ante lo cual tenía que caminar tres pasos detrás de ella.
En 1949 él fue nombrado segundo comandante de la Royal Navy en Malta, donde vivieron su momento más cercano a una pareja común y corriente. Ella era solo la duquesa de Edimburgo, por el título que el rey George le dio a su marido, y se comportaba como una esposa más de los oficiales. Iba al salón de belleza, tomaba baños de sol y bebía cocteles con él por las tardes, mientras su hijo Carlos, príncipe de Gales, nacido en 1948, estaba al cuidado de la reina madre Elizabeth en Londres. En 1950 nació su hija Ana.
Isabel subió al trono en 1952, con solo 25 años, y la tensión que le producía su nuevo rol solo pudo ser atenuada con los mimos de Felipe, quien le decía: “Dale una de las tuyas, Lilibeth”, cuando ella les hacía mala cara a los fotógrafos. Él la protegía además de los curiosos molestos: “¡Atrás, no ven que es la reina!”. Así mismo, era el hombre que hacía reír a esta mujer a menudo adusta, jefe de Estado de una de las naciones más poderosas del mundo.
El papel de Felipe no estaba escrito, así que decidió que su misión, además de ser el apoyo de la monarca, era modernizar a la casa real. Empezó por darle un manejo más corporativo, al estilo de una firma, apelativo que se inventó y ha perdurado. Quiso renovarlo todo, desde suprimir cargos que databan de siglos hasta las vetustas instalaciones eléctricas del palacio de Buckingham.
Un sonado rifirrafe entre la pareja se dio cuando la reina se negó a cambiar el apellido de la casa real, Windsor, por Mountbatten (equivalente en inglés del alemán Battenberg) de su marido. “Ni siquiera puedo darles mi nombre a mis hijos”, protestó. Años después, ella accedió a que sus descendientes usaran la forma Mountbatten-Windsor cuando las necesidades modernas lo exigieran, ya que, por tradición, los miembros de realeza no usan el apellido.
Para finales de los años 50, estaban en crisis. Saltaron a los periódicos las escapadas de Felipe a un club solo para hombres, donde eran invitadas “señoritas de dudosa ortografía”. Se habló de amantes y de sus nexos con Stephen Ward, pieza clave del affaire Profumo, el escándalo sexual que tumbó al gobierno de Harold Macmillan. Aún hoy se rumora que tuvo al menos tres hijos ilegítimos.
Cuando se reconciliaron, dieron paso a lo que se conoce como “la segunda familia de la reina”. En 1960 nació el príncipe Andrés, duque de York, y en 1964, el príncipe Edward, conde de Wessex, y quien probablemente heredará el ducado de Edimburgo.
Felipe e Isabel acordaron que solo ella vería por los asuntos inherentes a sus funciones y nunca le dejó ver las célebres cajas rojas con documentos oficiales que recibe a diario. Mientras tanto, el jefe del hogar sería él, y como tal fue el encargado de la educación de los príncipes. Al respecto, el que más se ha lamentado es Carlos, cuya alma sensible no fue comprendida por su padre. En especial, le reprocha obligarlo a estudiar en Gordonstoun, un severo internado en Escocia donde sufrió bullying.
La relación entre padre e hijo fue más bien distante, en tanto que la favorita de Felipe era Ana, muy parecida a él en temperamento y blanco de su mordacidad: “Todo lo que come hierba y se tira pedos a ella le gusta”, dijo una vez sobre su amor a los caballos.
A ese cáustico humor, origen de su fama mundial de imprudente, él mismo lo llamaba dontopedalogy: “la ciencia de abrir tu boca y poner tu pie en ella, la cual yo he practicado por años”. Por ejemplo, cuando vino a Bogotá, en 1962, fue invitado a jugar al Polo Club y les preguntó a los socios: “¿Y ustedes si pagan las cuotas?”.
Esa chispa sarcástica fue a la vez una fortaleza de la pareja. La biógrafa Ingrid Seward cuenta que sus desatinos no eran por torpeza, sino su manera de relajar a la reina, quien nunca ha vencido su timidez. Si ella no es una gran conversadora, él era el alma de la fiesta y ese encanto alivianaba la situación en sus múltiples visitas a lugares lejanos o en sus encuentros con todos aquellos que han hecho historia en el último siglo.
Los conocedores más profundos de la realeza afirman unánimemente que el matrimonio real, que cumplió 73 años en 2020, era sólido. Para Isabel, quien llamaba darling a su marido, él era la única persona con quien no tenía que ponerse en guardia ni cuidar sus palabras, como se lo exige su delicada posición, opina Seward. Él, por su lado, sabía que ella era su único soporte, sobre todo en sus últimos años, cuando muchos de sus amigos habían muerto.
Isabel entendió que una situación tan peculiar podía ser insoportable para un hombre competitivo, hiperactivo y obsesionado con su imagen masculina como Felipe. Por eso, lo dejó seguir sus gustos, aun los más extravagantes, como su pasión por los ovnis. Ambos creían que no les tenían que gustar las mismas cosas. Él no era tan apasionado por los caballos como ella, quien no aprecia el arte moderno como lo hacía su esposo, pintor aficionado.
Si el Reino Unido extraña hoy a Felipe no es solo por la soledad en que quedó su amada Isabel, sino porque él estableció un estrecho vínculo con el pueblo. Un buen resumen de ello salió a la luz cuando se apartó de la vida pública en 2017, cuando sus fuerzas empezaban a flaquear y ya no podía estar en pie mucho tiempo. Cuestión de retirarse con dignidad.
Terminaba una frenética actividad como patrocinador de 785 organizaciones de diversa índole, por lo que tenía una agenda aparte de la reina. En 65 años de servicio cumplió un total 22.219 compromisos en solitario y 637 viajes al extranjero, sin contar los que hizo con su esposa, dio 5.496 discursos y publicó 14 libros.
Fue pionero de la protección del medioambiente e impulsó la tecnología, la ciencia y los deportes, en los cuales se destacó como polista y auriga de peligrosos coches tirados por rapidísimos caballos. El también sobrino nieto de Alexandra, última zarina de Rusia, murió además como un hombre práctico, símbolo de una generación estoica, devota del deber, que atravesó desastres como la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, en la cual combatió.
A un siglo de su nacimiento, es posible decir que si bien Felipe no fue rey de los británicos por título si lo fue en sus corazones.