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Henry Hill volvió a ser famoso en 1990 con el estreno de la película ‘Buenos Muchachos’, en la que fue interpretado por Ray Liotta.

OBITUARIO

Adiós al buen muchacho

La mafia ofreció 1 millón de dólares por la cabeza de Henry Hill, el 'gangster' que en los ochenta se convirtió en un informante del FBI e inspiró la película 'Goodfellas' de Martin Scorsese. Nadie pudo asesinarlo y murió de un ataque cardiaco hace unos días, a los 69 años.

23 de junio de 2012

No hubo tiros, ni cuchillos, ni sangre. Tampoco terminó en el fondo del océano en una caneca de cemento o enterrado en un lote abandonado, como mueren los traidores en las novelas sobre la mafia. Henry Hill, el hombre de confianza de la familia Lucchese en Nueva York, rompió esa regla: delató a sus compinches y vivió para contarlo. Pasó sus días entre mujeres, apuestas y licor, esquivando balazos y emboscadas, pero su final no pudo ser más convencional y aburrido. A los 69 años, este pandillero convertido en soplón falleció en una camilla del hospital de Los Ángeles con las arterias taponadas por tantas noches de alcohol, tabaco y comida italiana.

El periodista Nicholas Pileggi contó su historia en el best seller biográfico Wiseguy, que Martin Scorsese llevó al cine en 1990 con el título Buenos Muchachos (Goodfellas), una de las mejores películas sobre la Cosa Nostra. En la primera escena Hill, interpretado por Ray Liotta, confiesa: "Desde que tengo memoria, siempre quise ser un ‘gangster‘. Para mí, vivir de otra manera es absurdo". De padre irlandés y madre italiana, Hill creció en Brooklyn observando a través de su ventana a los mafiosos con sus coches elegantes, trajes de seda, anillos de diamantes y hermosas mujeres. Eran los reyes del lugar e imponían su ley. Aunque su papá, un modesto electricista, se opuso a que Henry se les uniera, sus esfuerzos fueron en vano. El niño quería "ser alguien en el barrio de los don nadie".

A los 11 años entró a trabajar como el mensajero del capo Paul Vario, que controlaba un paradero de taxis y tenía una pizzería como centro de operaciones cerca de su casa. A los 14, abandonó la escuela y comenzó su carrera en el bajo mundo. Ascendió rápidamente con pequeños robos, incendios a los negocios de la competencia, extorsiones, trampa en las apuestas deportivas, sobornos y golpizas, pero se graduó de gangster cuando lo arrestaron por un fraude bancario. Pese a la brutal presión de la Policía, no delató a ninguno de sus cómplices y demostró que había aprendido dos de las lecciones más importantes del mundo del crimen organizado: "Nunca traiciones a un amigo y mantén siempre la boca cerrada".

Pese a que Hill pronto se ganó el aprecio de los Lucchese, nunca logró ascender a jefe, pues en sus venas corría sangre irlandesa. Solo era considerado un empleado de confianza, pero tenía muchos privilegios. Era como una estrella de rock, se la pasaba de fiesta en fiesta y jugando cartas. Podía perder con los naipes hasta 40.000 dólares a la semana, pero eso no era problema. Si se le acababa el dinero, iba y robaba más. Tampoco tenía que preocuparse por los jueces y la Policía, pues todos tenían un precio y él lo pagaba. "Para mí ser ‘gangster‘ era mejor que ser presidente de Estados Unidos. Nadie podía meterse contigo y tú podías meterte con cualquiera que no fuera miembro de la familia", contaba.

Los Lucchese tenían licencia para robar y asesinar. Y aunque Henry alardeaba con que no había matado nunca a un hombre, reconocía que había sido testigo y cómplice de la barbarie de mafiosos como Thomas DeSimone o Jimmy Burke, interpretados por los actores Joe Pesci y Robert De Niro, respectivamente. También narraba con sangre fría cómo ayudó a enterrar una docena de cuerpos y envió otros tantos a "darle de comer a los peces".

Sin embargo, prefería métodos distintos a la violencia. En 1967 robó 420.000 dólares de una terminal de carga de Air France en el Aeropuerto John F. Kennedy sin disparar un solo tiro. El plan fue perfecto: contrataron a una prostituta para que sedujera al guardia y robaron sus llaves. La empresa notó que el dinero había desaparecido solo dos días después, cuando el botín ya había sido repartido."Cuando necesitábamos dinero íbamos a robar el aeropuerto -se jacta su personaje en la película-. Era mejor que ir al Citibank".

Dos años después, Hill fue arrestado por extorsión en la Florida y prefirió pasar casi una década tras las rejas en vez de delatar a los suyos. "Antes de convertirme en un soplón, me pongo una pistola en la boca", dijo en esa oportunidad. Al recuperar su libertad en 1978, el sanguinario Burke (De Niro) lo reclutó para el famoso golpe a la aerolínea Lufthansa. En ese asalto saquearon 5 millones de dólares en efectivo y cerca de 1 millón en joyas, un botín que hoy equivale a 25 millones de dólares, lo que lo convierte en el mayor robo en la historia de Estados Unidos.

Este crimen fue tan impresionante que el FBI lideró una cacería implacable. Burke entró en estado de paranoia y, temeroso de que alguno de sus cómplices lo traicionara, comenzó a liquidarlos uno a uno. Hill se salvó porque fue arrestado por tráfico de drogas. Si no colaboraba podía enfrentar cadena perpetua y, por si fuera poco, la Policía le mostró unas interceptaciones telefónicas en las que Burke planeaba desaparecerlo. Hill le temía más a sus excompañeros que a la Justicia, así que decidió hablar.

Sus declaraciones ayudaron a encarcelar a unos 50 miembros del clan Lucchese, por lo que se convirtió en el hombre más buscado por la mafia. Los pocos que quedaron en pie querían vendetta y ofrecieron 1 millón de dólares por su cabeza. Para evadir a los matones a sueldo, adoptó varias identidades falsas y se convirtió en un experto del disfraz: usaba bigotes, pelucas, gafas, sombreros y distintas cajas de dientes.

Esquivar las redadas de sus perseguidores fue complicado, pero no tanto como volver a la legalidad y dejar atrás los excesos de su vida de gangster. Hill no pudo mantenerse al margen del bajo mundo y en 1987 fue detenido nuevamente por narcotráfico. Dos años más tarde se divorció de su esposa y en 1990, el mismo año del estreno de Goodfellas, fue expulsado del programa federal de protección de testigos.

Entonces se cumplieron las palabras con que cierra la película de Scorsese: Hill volvió a ser un don nadie, un pobre diablo que tenía que hacer fila como cualquiera y sobrevivir con el subsidio del gobierno. Solo salió de las sombras cuando la cinta llegó a los teatros y descubrió que era rentable ser el mafioso de moda. Empezó a aparecer en cuanto programa de entrevistas lo invitaban, daba charlas, presentaba un show de cocina y llegó a convertirse en panelista del popular programa de radio de Howard Stern. Incluso lanzó un libro de recetas y una marca de salsa para pastas.

Ya no tenía que preocuparse por sus enemigos. Todos estaban en el cementerio o en la cárcel. Hill, en cambio, se había convertido en una especie de leyenda viva. Le rindieron un homenaje en el Museo de la Mafia de Nueva York y en el de Las Vegas, al lado de personajes míticos como El Padrino, de Mario Puzo. Al fin de cuentas, sobrevivió a la maldición de los gangsters e hizo lo impensable en el gremio del hampa: murió de viejo.