Relato
“Algo malo se estaba tramando al interior de la Corte”: esposa de Andrés Felipe Arias lanza serie web
El primer capítulo de “Nuestra historia en palabras de Cata Serrano” habla sobre su salida de Colombia. Ya está disponible en YouTube.
Apelando a un formato de amplio alcance como lo es un video en audio en YouTube, la esposa de Andrés Felipe Arias decidió contar su historia en primera persona. Sin duda, se trata de un reflejo de la difícil situación física, mental y afectiva que vive una persona ligada profunda y emocionalmente a un proceso penal cuyos resultados le fueron adversos y todavía sufre.
En 2014, su marido Andrés Felipe Arias fue condenado por la Corte Suprema de Justicia en Colombia a 17 años y cuatro meses de prisión por el escándalo conocido como Agro Ingreso Seguro.
Es precisamente ese calvario personal el que Catalina Serrano narra con su voz en Nuestra historia en palabras de Cata Serrano, una serie de audiovideos en la plataforma en la que irá narrando en distintos episodios.
SEMANA reproduce este primer testimonio que, desde su perspectiva muy personal, retrata su dolor. Dice así:
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Salir de Colombia
Asistí a todas y cada una de las audiencias del juicio que se llevó en la Sala penal de la Corte Suprema de Justicia, en contra de mi esposo. Fui testigo de cómo nunca la Fiscalía General de la Nación pudo demostrar culpabilidad de mi esposo en los cargos que le imputaba. En cambio sí, cómo la defensa siempre demostró su inocencia y su buen proceder.
Sentada en esa sala, donde cada vez que asistía salía consumida de energía física y emocional, miraba todos y cada uno de los magistrados. Que por cierto, nunca los vi a todos asistir. Eran cuatro o cinco máximo por audiencia. Era cuestionable pensar que si no asistían todos, ¿cómo podrían al final tomar una decisión justa? En derecho, ¿sin tener toda la información?
Pero bueno, eso para mí era nuevo, y pensaba que así funcionaba la justicia. Y solo me aferraba a la certeza de que mi esposo jamás había cometido delito. Por lo tanto, sería imposible que lo condenaran.
Sentada en esa sala, miraba a todos y a cada uno de los magistrados. Les enviaba luz y bendiciones y trataba de imaginar algo de sus vidas personales. Los veía como seres humanos, imperfetos como todos, con cargas y problemas como todos, pero los veía, o por lo menos los quería ver, como seres humanos justos.
De las cosas que más me dolían, era ver cómo la sala se llenaba de cámaras y prensa cuando la Fiscalía presentaba sus testigos, y luego ver la forma en la que manipulaban la información mediante titulares amarillistas y, por lo general, distorsionados, logrando que la opinión pública condenara a mi esposo, sin siquiera haber terminado su juicio, sin siquiera haber tenido nuestra oportunidad de llevar nuestros testigos.
Este era el fuerte contraste frente a lo vacía y desolada que se veía la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, cuando nos llegó el momento de llevar a nuestros testigos. Era nuestro momento de demostrar la inocencia de mi esposo, de sacar a la luz la verdad, pero la falta de acompañamiento de los medios nos hacía sentir solos, impotentes, abandonados.
Cada día de audiencia era sentir que parte de las células de mi cuerpo morían, que las marcas de angustia en mi cara se hacían más evidentes, y que mi pelo empezaba a mostrar mis primeras canas.
Solo quienes hemos estado en una sala de audiencias, sabemos la ansiedad, la angustia, el estrés y la energía tan negativa que se siente en un lugar así, y más cuando se está del lado del acusado. Mis aliados, mi soporte y fuerza en esos momentos, fueron sin dudas, Dios, mis papás, mis suegros y, en algunas oportunidades, mis amigas del colegio.
Sin embargo, y a pesar de todo esto que mi corazón y mi cuerpo sentían frente a tanta humillación, mi alma descansaba en paz, pues siempre he tenido la certeza de que se hará justicia.
Al finalizar el juicio, en febrero de 2014, esperamos con ansiedad pero con fe en la justicia que se diera un sentido del fallo favorable. Las pruebas de la defensa habían sido contundentes, y hasta la misma Procuraduría, en el momento de la imputación de cargos, tres años atrás, había pedido medida de aseguramiento preventiva para este momento. Y luego de haber asistido a todas las audiencias, pidió con contundencia y sobrada en argumentos la absolución para mi esposo. Porque la fiscalía no había podido demostrar delito alguno por parte de Andrés.
Sin embargo, y para sorpresa de todos, ese día de febrero de 2014, no hubo un sentido de fallo. Al contrario, quedó pendiente el fijar una fecha futura para esto.
En este momento las cosas empezaban a ponerse sospechosas. Luego de tres largos años de juicio, lo justo, lo equilibrado, lo coherente, hubiera sido que para ese momento los jueces ya tuvieran claridad de los hechos y de su decisión. Pero no, debíamos seguir esperando. No es una, ni dos, sino en tres oportunidades fue aplazado ese sentido del fallo.
Lo que aumentaba en nosotros la preocupación, y más cuando nos encontrábamos en un año electoral donde Juan Manuel Santos se lanzaba por su reelección y Óscar Iván Zuluaga, nuestro amigo fiel y nuestra esperanza, competía con él.
Las cosas no se veían bien. Por más de que yo me empeñaba en confiar en la justicia, en creer que la maldad era solo la cosa de películas, en asegurarme a mí misma que los magistrados de la Corte eran hombres de bien, todo indicaba que algo se estaba tramando al interior de la Corte y no era precisamente algo bueno para nosotros.
Recuerdo como si fuera ayer ese jueves 11 de junio, cuando Andrés me dijo que debíamos salir de Colombia y dar la batalla desde afuera. Se me vino el mundo encima. Me negaba a creer que la Corte Suprema pudiera condenar a Andrés cuando no había habido pruebas en su contra, cuando el juicio había sido público.
A pesar de que no fueron muchos los medios que nos acompañaron, los pocos que asistieron fueron testigos de que nada se había podido probar en contra de Andrés, pues era un hombre inocente a quien claramente le habían confeccionado un caso para acabar con su carrera pública, con su buen nombre y, por qué no, con su vida.
Recuerdo esa larga noche, verme arrodillada frente del altar que teníamos en nuestro cuarto. Lloraba desconsolada, oraba y clamaba a Dios por una señal.
“Solo quiero hacer tu voluntad. Estar donde tú quieras que esté y hacer solo aquello que cumpla tu propósito, Señor. Yo no me quiero ir, yo sé que mi esposo es inocente y tú lo sacarás a la luz, pero en este momento tengo miedo y no sé qué esperas de nosotros. Danos una señal y tómanos de tu mano”.
Esa fue mi súplica esa noche.
Mi corazón quería confiar en la justicia, pero mi mente sabía que todo podía pasar y teníamos un par de angelitos a quienes debíamos proteger.
Al día siguiente, sin ni siquiera haber pegado los ojos, la vida debía continuar. La rutina y responsabilidades permanecían. Me fui a trabajar, y para mis compañeros de oficina fue evidente la mala noche que pasé. Sin embargo, prudentes pero amorosos y solidarios, respetaron mi carga. Esa mañana, en medio de una reunión en la que me encontraba, recibí un mensaje de mi sobrinito, en el que me decía que el CTI estaba en camino a llevarse a Andrés pues la corte suprema lo había condenado...
Escuche el relato y cómo termina esta primera parte.