monarquía
Carlos III se ha declarado víctima de una madre que lo ignoró, una esposa que lo opacó y un padre bully. Esta es la historia de un niño matoneado que se volvió rey
El hombre que es noticia por su pomposa coronación este sábado se ha declarado víctima de una madre que lo ignoró, una esposa que lo opacó y un padre bully. Ahora, por fin, respira feliz: tiene la ansiada corona sobre las sienes y logró convertir en reina al amor de su vida.
Harry, el hijo rebelde del rey Carlos, es atacado porque ventila ante el mundo, sin pudor, los trapos sucios de la fracturada familia real británica, como si ello fuera algo nuevo en casa. El ejemplo le vino de su madre, Diana de Gales, con su famosa entrevista en Panorama (“Éramos tres en este matrimonio”), pero también le cabe responsabilidad a su mismísimo padre.
Mucho antes de subir al trono en 2022, Carlos fue el primer Windsor que salió a rumiar rencores viejos y cuernos ante el público. Si Diana, su primera esposa, se atrevió a conceder aquella escandalosa interviú para BBC en 1995, fue ciega de la rabia porque su marido disparó primero. En efecto, un año antes, el entonces príncipe de Gales arremetió contra su propia familia con un libro y un documental, al igual que Harry.
Ante las cámaras, Carlos no habló para Oprah Winfrey como su hijo, sino para Jonathan Dimbleby, el periodista más famoso de Reino Unido, en un explosivo documental, Charles: The Private Man, The Public Role, en el que admitió que su matrimonio era un fracaso y que era infiel. Aunque no dijo con quién, todos sabían que se trataba de Camila Parker Bowles.
No contento, colaboró con Dimbleby en la escritura de The Prince of Wales: A Biography, en la cual lo autorizó a afirmar que, desde niño, sintió que su madre, la reina Isabel, era distante con él y su padre, el príncipe Felipe, un bully. A esa infancia desolada, versión de la que él ahora se retracta un poco, es preciso devolverse para comprender, en parte, la personalidad de Carlos III.
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Nacido para reinar, pagó caro desde temprano el peso de ese destino. La euforia por su nacimiento fue tal, que a las 24 horas del anuncio oficial llegaron 4.000 telegramas de felicitación al Palacio de Buckingham. La respuesta de la casa real, terca en la guarda de la privacidad, fue su típico hermetismo sobre el nieto de Jorge VI y, por eso, surgieron rumores de que era deforme y pronto moriría.
Gyles Brandreth, amigo íntimo de Isabel y Felipe, sostiene que ella dio a luz con el método twilight sleep: inducir a la madre, a través de una inyección de morfina y escopolamina, a un estado amnésico para hacerla insensible al dolor sin perder la conciencia. La práctica, hoy desacreditada, le produjo efectos colaterales.
Al estrenarse como madre, en 1948, Isabel amamantó a su primogénito. “El bebé es muy dulce y estamos enormemente orgullosos de él. Tiene un interesante par de manos para un niño de su edad. Son bastante grandes, pero con dedos largos y finos, muy diferentes a los míos y, ciertamente, a los de su padre”, le escribió a un amigo.
En Elizabeth: An Intimate Portrait, la primera biografía que se publica de la reina tras su muerte, Brandreth ofrece versiones encontradas sobre ella y Felipe como padres. Unos anotan que eran dedicados a sus hijos y no ajenos a sus cuidados. El propio Carlos recuerda que “mamá subía a bañarnos con la corona puesta para los ensayos”, refiriéndose a los preparativos de la misma coronación que ahora él se apresta a vivir. Otras versiones resultan inquietantes.
Cuando Felipe fue destacado por la Marina en Malta, la reina no se llevó a Carlos. Por eso, ninguno de los dos estuvo con él en su segunda Navidad, en 1949. Y cuando Isabel regresó, no corrió a verlo enseguida a Sandringham, sino cuatro días después, tras atender la correspondencia atrasada y compromisos como una carrera de caballos.
Así, en sus primeros 24 meses de vida, Carlos no vio a su padre en un año y estaba con su madre por breves lapsos. Todo se tornó más difícil en 1950, con la llegada de su hermana Ana.
En su biografía de la reina, Sarah Bradford recordó que ni Isabel ni Felipe refutaban que sus deberes los alejaban de sus hijos, pero en su defensa exponían que los dejaban en las buenas manos de una pequeña tropa de niñeras y la reina madre. De ahí el especial apego del actual rey a su abuela, generosa en los abrazos a los que sus padres no eran muy dados.
Felipe deploraba esa cercanía, pues creía que hacía de su hijo un debilucho. En sus declaraciones a Dimbleby, Carlos reconoció que sumó en su memoria “pequeños desplantes que lo resintieron para toda la vida”, como la vez que, aún pequeño, le tiró bolas de nieve a un policía y Felipe le gritó a este último: “¡No se quede ahí parado, tírele unas de vuelta!”. O el día que pasó por la oficina de su madre para pedirle que jugara con él y ella, cerrando suavemente la puerta, le respondió: “Si pudiera”. Cuando Isabel y Felipe volvieron de la gira de coronación, en 1953, el principito, de 5 años, se ubicó en la hilera de funcionarios que les darían la mano. Cuando la reina llegó a él, tras cinco meses sin verlo, sus palabras solo fueron: “No, tú no, querido”.
La reina ostentaba la corona, pero en casa, Felipe llevaba los pantalones e ideó para Carlos una educación recia, lejos de su espíritu artístico. Si en casa se sintió desatendido, en los internados Cheam School y Gordonstoun School se creyó “abandonado”. “Es un infierno”, escribía a casa sobre el segundo plantel, en un gélido paraje de Escocia, donde lo matoneaban. Pero su opinión no era tenida en cuenta. Su papá lo tenía por “autoindulgente”. Para Isabel, de su lado, su hijo era difícil y extravagante.
A los 30 años, Carlos seguía viendo a su padre como un tirano, y muestra de ello fue que lo obligó a casarse con Lady Diana Spencer, por quien no sentía amor. En la entrevista que concedieron tras el anuncio del compromiso, a Carlos le preguntaron si estaba enamorado y contestó que sí, “lo que sea que eso signifique...”.
La “boda del siglo” fue un sueño, al menos en apariencia, pero la vida marital, una “tragedia griega”, como él mismo le dijo a la primera dama Nancy Reagan. Y Diana venía de un hogar disfuncional: su padre, el conde John Spencer, un alcohólico, golpeaba a su madre, Frances Shand Kydd, que se fugó con su amante. En el juicio por la custodia de Diana y sus tres hermanos, su abuela materna, Lady Fermoy, dama de compañía de la reina madre, testificó en contra de su propia hija. Diana y Carlos entonces eran dos niños ávidos del afecto que no se podían dar mutuamente y esa fue la clave del desastre mundialmente conocido.
A él le quedaba el capital de su prestigio como heredero del trono, pero Diana terminó arrebatándoselo, con su arrollador carisma, que arremolinó multitudes nunca vistas. El príncipe se resintió aún más con ella, que tampoco contaba con aliados en la familia real. Isabel la llamaba “esa muchacha loca” y le indignaba que se tomara su popularidad como algo personal.
Es allí que Camila, por quien Carlos siente un amor irresistible, aparece como pieza maestra. Para él, opinan los observadores, ella representa la esposa que Lady Di no fue y la madre que Isabel II tampoco. Los cortesanos aspiran a que viva eternamente, pues es la única que lo hace “funcionar como un ser decente” y aplacar sus furias. “Él depende totalmente de Camila”, se murmura en los mentideros reales.
En ello, como hasta las mejores familias repiten sus historias, no es muy distinto de sus antecesores: Su tatarabuelo, Eduardo VII, dependía emocionalmente de su amante, Alice Keppel, nadie menos que la bisabuela de Camila, en tanto que el iracundo Jorge V, su bisabuelo, lo hacía de la reina Mary, así la maltratara. Ni que decir de Jorge VI, su abuelo, cuyo exitoso reinado, en buena medida, se debió a las habilidades de la reina madre para dirigir sus pasos, a tal punto que Hitler la llamó “la mujer más peligrosa de Europa”.
En su sustanciosa biografía, Brandreth también expone que Isabel se sentía cohibida por la reina madre, quien a su vez la envidiaba porque se quedó con la preeminencia que alguna vez tuvo. Cuando su progenitora murió, Isabel experimentó una suerte de liberación para hacer cosas que a ella no le gustarían, como actuar en un sketch junto a James Bond. En eso, Carlos también es fiel a la saga familiar: lamenta la partida de “my beloved mama”, pero disfruta, finalmente, ser él sin censura, tras siete décadas de espera para reinar. Todo un récord.