GENTE
"Fui a la estación de policía y dije: ´Acabo de matar a mi hermano´"
Tenía claro que debía ir prisión por el fratricidio. Lo que no sabía es que, por ser lesbiana, se le negarían las visitas íntimas y la mandarían a confinamiento solitario por un beso.
Cuando Marta Álvarez llegó a la comisaría, sabía lo que pasaría a continuación: sería condenada por la muerte de su hermano. De hecho, ella misma fue hasta la estación policial y se entregó.
Lo que no sabía es que una vez encerrada, sufriría una nueva condena solo por ser lesbiana.
Esa condena incluyó 17 traslados de cárceles a lo largo de Colombia y tres instancias de confinamiento solitario por besar a una compañera.
Su pelea por los derechos humanos de las personas LGBT en las prisiones colombianas duró sus 10 años de reclusa, pero terminó 14 años después de salir en libertad.
En 2017 un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos obligó al estado colombiano a cumplir con una serie de acuerdos que incluyó pedirle disculpas públicas a Álvarez por haberla discriminado por su orientación sexual.
El hecho fue catalogado como "histórico" por los medios locales.
También publicó sus memorias, tituladas "Mi historia la cuento yo", y cambió el reglamento de cárceles para garantizar las visitas íntimas a parejas del mismo sexo.
A semanas de haber vuelto a vivir a Colombia tras años en Estados Unidos, Álvarez habló con BBC Mundo sobre su vida antes, durante y después de la cárcel, entrevista que compartimos a continuación en primera persona porque, como dice el título de su libro, es su historia y ella ha de contarla.
Capítulo I: Santuario
En Colombia yo vivía -y vivo ahora- en un pueblo del departamento de Risaralda que se llama Santuario, ubicado en la cordillera occidental de los Andes.
Pero cuando tenía 19 años mi papá me envió a Estados Unidos.
Fue por razones de seguridad, porque aquí me estaban amenazando por ser abiertamente lesbiana. Entonces mi papá pensó que era prudente que me fuera antes de que sucediera algo.
Foto: cortesía Marta Álvarez
Me envió con un hermano mayor, también gay, a Boston, Massachusetts.
Allá estudié programación de computadores, unos lenguajes que hoy en día ya no existen, porque son obsoletos. Esto me ayudó a conseguir un trabajo mejor.
Luego empecé a estudiar farmacia, que siempre fue mi profesión principal. Y jugué mucho fútbol. No existía el fútbol profesional femenino en esos días, pero llegué hasta equipos de primera división amateur.
Hasta que, en 1993, regresé a Colombia otra vez. De ahí para acá fue cuando ocurrieron los hechos.
Volví a Colombia porque mi hermana me lo pidió. Yo tenía un hermano menor que era adicto a las drogas, al licor y a todo tipo de sustancias. La situación se estaba volviendo insoportable y, como él y yo nos queríamos tanto, ella pensó que si yo venía a Colombia y hablaba con él, me iba a hacer caso.
Pero no. Ya fue demasiado tarde. Cuando vine, él ya no respondía a nada.
La primera vez que lo vi, yo estaba muy contenta. Lo quise abrazar, pero él me esquivó y no quiso que me acercara. A mí me pareció muy extraño porque siempre fuimos muy unidos.
Después de eso ya empezó a atacarme, a insultarme, a golpearme y yo acudí a las autoridades. Inclusive fui donde el cura y el médico del pueblo. Nadie, nadie me ayudaba.
Lo más leído
Foto: cortesía Marta Álvarez
También fui a la Defensoría del Pueblo en Pereira, que es la capital del departamento, pero con tan mala suerte que ese día había mucha gente y no me pudieron atender.
Pero antes de eso, mi hermana y yo le habíamos instaurado una tutela a mi hermano, reclamando el derecho a vivir en paz, pero la Justicia falló en contra. Entonces ninguna autoridad me ayudaba. Nadie, nadie, nadie.
Hasta que decidí irme. Creo que por alguna razón las cosas pasan.
Capítulo II: La pelea
Me fui a Pereira un viernes y el otro día recordé que tenía una cita en la casa con unos políticos por la noche. Entonces cuando regresé a Santuario, me encuentro a mi hermano drogado y alcoholizado, y empezó a insultarme otra vez.
Entonces yo fui donde dos policías que vi cerca de la casa y les pedí el favor de que se lo llevaran. Siempre hacíamos eso cuando él estaba así: pedíamos que lo llevaran para el cuartel hasta que se le pasara el efecto. Regresaba resentido pero, aún así era menos peligroso.
Pero estos señores dijeron que no podían subir porque no tenían autorización y yo les expliqué que me sentía insegura con él en ese estado. Ellos igual no quisieron entrar.
Con miedo y todo, volví. Ahí fue cuando se ocasionó la pelea entre mi hermano y yo.
Empezamos a discutir. Él siempre me trataba muy mal, pero en un momento lo que a mí me trastornó -y digo "trastornó" porque yo no sé qué me pasó- es que él tenía una pantaloneta, como una bermuda, sacó el pene y me dijo: "Chupe, chupe", y se me acercó.
Ahí fue cuando me dio una cosa que yo no sabría explicar. Yo tenía una pistola que había comprado precisamente para defenderme, porque días antes mi sobrino nos había reunido en la casa, con mi hermano presente, y dijo: "Tío, yo lo escuché anoche contratando a un sicario para que matara a mi tía".
A mí se me ocurrió que para al menos tener una posibilidad de defenderme, necesitaba un arma. Por eso, ese día la tenía.
Foto: cortesía Marta Álvarez
Entonces, cuando él sacó el pene, a mí se me fue el mundo. Yo sentí como que todo se me salió de dentro. Es que no tengo ni palabras para explicar lo que sentí.
Saqué la pistola y le dispare. Y ya.
Entonces salí de la casa y me fui para la estación de policía y dije: "Acabo de matar a mi hermano". Me metí en la celda y esperé a que le pusieran candado.
Capítulo III: La distinta
Cuando todo esto ocurrió, no me acuerdo si tenía 34 años o los iba a cumplir. Pero llegué a la cárcel y me asusté porque nunca había estado en la cárcel y las personas con las que yo me rodeaba, eran personas trabajadoras y profesionales de Boston.
En la cárcel me encontré con gente de todas las clases, mujeres drogadictas... de todo.
Sin embargo, yo pensaba que había actuado en defensa propia y que iba a salir pronto. Me terminaron condenando a 33 años y cuatro meses de cárcel.
Había internas que eran lesbianas, pero yo era diferente porque estaba acostumbrada a la cultura norteamericana. Tenía otro concepto de lo que es el respeto hacia los demás, el derecho a la igualdad y al libre desarrollo de la personalidad. Pero ellas no entendían o no lo sabían.
Foto: cortesía Marta Álvarez
También les daba mucho miedo porque el mecanismo que utilizaba el INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario) para amedrentar al personal interno, sobre todo a las mujeres, era trasladarlas a otros centros penitenciarios y, de esta manera, alejarlas de las familias, de los hijos y de las parejas que tienen dentro de la cárcel.
Las separaban. Y por eso les daba mucho miedo alzar la voz.
Cuando yo llegué las internas me contaron que había una interna en el calabozo, que ya llevaba como tres o cuatro meses en confinamiento solitario porque le dio un beso a otra muchacha. A mí eso me pareció demasiado. Entonces me contacté con la Defensoría del Pueblo.
La defensora regional en esos días era la doctora Marta Tamayo, que fue quien me representó en el caso contra el estado colombiano hasta que se ganó.
Ella vino a la reclusión y me dijo que sabía lo que estaba pasando, pero que necesitaba que alguien denunciara, que alguien pusiera la cara, y me preguntó si yo de verdad me quería arriesgar, porque lo que se me iba a venir encima era duro.
Yo le dije que sí, porque esto no se podía seguir así. Me dolía. Y entonces decidimos que íbamos a dar pelea.
Capítulo IV: Los traslados
A mi me trasladaron un total de 17 veces, repitiendo la misma cárcel varias veces en algunos casos. Las excusas eran muchas.
Decían que yo era un peligro para el centro carcelario porque yo amotinaba a las internas y que las amenazaba si no lo hacían. Eso nunca sucedió.
Decían que yo había tratado de golpear a una guardiana, cosa que tampoco nunca sucedió. ¡Ni siquiera decía malas palabras en ese entonces! Algunas internas incluso me decían que tenía que aprender a pelear, porque creían que me la montaban por boba.
Foto: cortesíoa Marta Álvarez
También utilizaban otras formas de castigo: meterme al calabozo, quitarme visitas, no dejar entrar a mi familia…
Mi familia también sufrió, porque mi hermana iba a visitarme a veces y no la dejaban entrar. Y de mi pueblo a Pereira son dos horas de trayecto. Entonces mi hermana iba, me compraba un pollito en algún restaurante y no la dejaban entrar. "Su familia no vino a visitarla", me decían.
O cuando me metía en el calabozo, obviamente nadie podía ir a verme.
Ya cuando me condenaron, por razones de seguridad me trasladaron a una cárcel más grande. Es que la de Pereira era pequeña y me trasladaron para Medellín y allí también surgieron problemas porque conformé un Comité de Derechos Humanos. Entonces me trasladaron para Bogotá.
Y así era. Siempre sacaban una excusa para trasladarme a cualquier parte. Mientras más lejos, mejor.
Yo era un problema para ellos porque peleaba por los derechos humanos de las lesbianas, por el derecho al libre desarrollo de la personalidad, el derecho a no ser discriminadas.
A nosotras nos metían al calabozo, nos trasladaban, nos castigaban por ser lesbianas. Era el único motivo. Nos trataban diferente.
Entonces mi pelea era por los derechos de la lesbianas porque por las heterosexuales no había que pelear: ellas tenían todo. Un ejemplo eran las visitas íntimas.
Cuando estaba en Pereira, le dije a Marta (Tamayo) que yo también quería tener la visita íntima con mi compañera, que estaba libre. Ella me dijo: "Se la van a negar, pero a partir de ahí es que vamos a empezar".
Foto: cortesía Marta Álvarez
Entonces solicité la visita íntima con mi compañera y ahí fue donde surgió la problemática mayor.
El director de la cárcel dijo que no, que no, que no y que no: que eso era inmoral, que se podría presentar suplantación de persona, que qué dirá el arzobispo, que es un mal ejemplo para los niños... Se presentaron un montón de argumentos ilógicos y obviamente se me negó y trasladó.
También terminé en confinamiento solitario tres veces por pelear por derechos humanos. La primera vez fueron 10 días, la segunda fueron 15 y después como una semana.
Es difícil el confinamiento. Te deteriora mentalmente y psicológicamente. En mi caso, además, no comía. Bajé mucho peso todas las veces y salía muy resentida porque no había hecho nada para merecerlo.
Y el odio se me acumuló durante todo el tiempo que estuve presa.
Esa es la vida de uno, es como la casa. Entonces llegas a un lugar, empiezas a acostumbrarte, a construir lazos afectivos con la gente, a hacer amigas. De pronto empiezas una relación afectiva con alguna chica y estas personas se enteran, te envían para otro lado y te lo rompen.
Es muy doloroso. Uno sabe que no va a volver, que a la persona que era la pareja no la volverá a ver nunca o por lo menos mientras siga encerrada.
Entonces el calabozo me generaba mucho rencor, mucho odio, mientras que los traslados y que me separaran de las personas que tenía alrededor me generaba mucho dolor.
Foto: cortesía Marta Álvarez
Creo que es peor el dolor que el odio.
Capítulo V: La libertad
En Colombia, con buena conducta, pagas las tres quintas partes de la pena. Además, uno trabaja, estudia y todo eso es redención de pena. Ya luego está la libertad condicional, donde uno sale, pero con restricciones.
Por eso pude salir con solo 10 años de prisión.
El día en que salí tenía mucha expectativa, muchas ganas de irme. Mi familia se ofreció a recogerme, pero yo les respondí que no: "Llegué sola y sola me voy". Siempre he sido muy independiente.
Pero salí sintiendo nostalgia porque, después de todo, le cogí amor a la cárcel. Es como el síndrome de Estocolmo, que uno se enamora del secuestrador.
Salí y fui a coger un taxi para irme al terminal para volver a Santuario y en eso pasa un furgón de la cárcel y me pregunta a dónde iba. Y se ofrecieron a llevarme.
Me subí en la parte de atrás del furgón con una maletica y con la puerta abierta. Siempre que me movilizaban era con la puerta cerrada y ese calor y olor a gasolina quemada que me mareaba. Y ahorita yo estaba con esa puerta abierta y tranquila.
Foto: cortesía Marta Álvarez
Cuando llegué al terminal, me bajé y me fui. Y pensé: "Todas las puertas están abiertas, todas las puertas están abiertas. Esto es increíble".
Pero no terminó ahí.
Capítulo VI: Álvarez vs Colombia
Cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aceptó la demanda, me dio mucha alegría. Sentí que se había dado un paso muy grande y que de eso no se podía retroceder. Sin embargo, sabíamos que se iba a demorar.
La demanda se presentó el 18 de mayo del 96 y la Corte Interamericana de Derechos Humanos la remitió en mayo del 99, tres años después. Yo salí el 18 de diciembre de 2003.
Siempre sentí una solidaridad muy grande con las muchachas, porque sufrían mucho. Entonces no podía abandonarlas: ellas lo necesitaban. Así que el caso se siguió y se siguió y se siguió.
Fueron muchos años y a veces estábamos cansados. A veces se nos bajaron los ánimos.
Hubo un momento en que el Estado me propuso una indemnización y dejarlo todo así. Mi abogada me preguntó: "¿Usted qué piensa?". Y yo: "No, no, no, no. La indemnización sí, pero hay otras cosas que tenemos que hacer".
Ahí fue cuando decidimos al acuerdo con el estado colombiano, que firmamos el 14 de julio del 2017.
Cuando estaba en la cárcel, escribí todas mis memorias. Simplemente estaba escribiendo como un diario. Entonces mi abogada me sugirió que por qué no publicamos ese libro para que la gente se diera cuenta qué fue lo que pasó.
Foto: Ministerio del Interior de Colombia
Entonces un acuerdo era que se editara, publicara y divulgara el libro que escribí, que se llama "Mi historia la cuento yo", que contiene mi diario. El Estado imprimió 8.000 ejemplares que se repartieron gratuitamente en todos los centros de reclusión y en bibliotecas del país.
Otro acuerdo fue la modificación del reglamento general penitenciario y el reglamento interno de los 132 centros de reclusión en el país, con el fin de garantizar el derecho a la diversidad sexual de las personas en prisión.
Las modificaciones contienen, además de la regulación de la visita íntima entre personas del mismo sexo, la obligación respecto de los derechos de las personas LGBT privadas de la libertad y el derecho a las personas trans a ser llamadas conforme a su género y a ingresar a los centros de reclusión artículos de uso personal acordes con su identidad.
Entonces, dentro del código quedó establecido que tienen derecho a que se les entre su labial, sus zapatos o lo que sea que necesiten o que quieran.
Otro acuerdo fue diseñar y desarrollar un programa de formación continua para el personal directivo administrativo y de guardia en cárceles sobre derechos de hombres y mujeres LGBT en prisión. En esto se está avanzando.
También se creó un observatorio virtual de jurisprudencia a favor de las personas LGBT privadas de la libertad y una mesa de seguimiento.
La reparación material por los perjuicios morales ocasionados a mí también ya se cumplió.
Capítulo VII: Santuario otra vez
A mi última compañera la conocí en la cárcel. Salimos y nos casamos en Estados Unidos. Pero nos divorciamos porque yo tengo un espíritu muy libre y a mí no me gusta estar atada a las cosas: a mí me gusta moverme cuando yo quiera y hacer lo que yo quiera.
Foto: cortesía Marta Álvarez
Ella se quedó y yo me volví para mi pueblo. Ya estuve muchos años allá y me cansé. Ya estoy aquí en mi casa relajadita con mi gatica, que es mi hija. Se llama Mara Lucía y tiene 6 meses. La adopté luego de ser abandonada apenas al mes de nacida.
Soy feliz. Por fin puedo decir que soy feliz.
Me arrepiento de haberle dado muerte a mi hermano. Me arrepiento mucho. Creo que de pronto mi hermano dejó de sufrir, porque sufría en vida.
Y yo llegué a la cárcel y sí, sufrí también, pero no me arrepiento de eso.
Creo que la vida a pesar de lo difícil, lo duro que fue el incidente con mi hermano, pienso que algo tenía que ponerme a mí en la cárcel y por muchos años. No por dos o tres meses, sino por muchos años, porque esa pelea había que darla.
Había mucha gente sufriendo y solo una persona como yo era capaz de hacerlo.
Siento que el universo me tenía destinada a estar ahí.