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| Foto: Photo by Jayne Fincher/Princess Diana Archive/Getty Images

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"La verdad es que Diana era, en vida, más bien poca cosa": Antonio Caballero

Este es el perfil que el columnista escribió de la princesa de gales en 1997. Según él, "murió como lo que era: una tonta (¡ay, Dodi...!), rodeada de paparazzi. Pero la enterraron como lo que representó: una princesa del pueblo, y a lo mejor una santa".

31 de agosto de 2017

Le hacen los ingleses a Lady Di, muerta accidentalmente con su novio en una juerga en París, unos funerales que no son propiamente ‘de Estado‘, pero casi: como los de Winston Churchill, que evitó que el nazismo dominara el mundo, o los del duque de Wellington, que impidió que Napoleón devorara Europa. "Unos funerales únicos para una persona única", aclara el portavoz oficial de la Corona británica.

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Pero hay más. A esos funerales ‘únicos‘ acudirán más de tres millones de personas transidas de dolor. Ante el vasto palacio de Kensington donde vivía la difunta cuando no estaba de vacaciones se forman colas de espera de 11 horas para depositar ramos de flores. En las embajadas británicas del mundo entero millares de dolientes estampan su firma en el libro de condolencias abierto ante la foto (ante una de las decenas de millares de fotos) de la desaparecida.

La verdad es que era, en vida, más bien poca cosa: una divorciada rica de mediana edad, amante de las joyas y deseosa de que le tomaran fotos.

Lo hizo incluso un jefe de las feroces y fanáticas guerrillas talibanas de Afganistán, que en nombre de la moral islámica encierran a sus mujeres en un velo asfixiante de la cabeza a los pies, y si dejan ver un ojo o un pedacito de piel las lapidan por impúdicas: y en la foto que le correspondió se veía a Lady Di con los hombros desnudos y medio pecho al aire. No en balde era ‘única‘.

Miles de personas dejaron flores y regalos a la entrada del palacio de Kensington el día de su muerte. Foto: AP / Adrian Dennis)


Y hay más. El Papa de Roma, el primado de la Iglesia Anglicana, el patriarca ortodoxo de Moscú y el Dalai Lama del Tíbet se mostraron afligidísimos. La monjita Teresa de Calcuta aseguró que Lady Di era, como ella misma, una servidora de los pobres. Quinientas Organizaciones No Gubernamentales, desoladas, anunciaron que asistirían al entierro. Desde Moscú Boris Yeltsin declaró que la quería mucho, y desde Washington Bill Clinton dijo que él también (y su señora, Hillary, afirmó que acudiría a los funerales "a título privado"; ¿confundida entre los apretujones de la muchedumbre? No es verosímil). Manifestaron su dolor el presidente francés Jacques Chirac, y el nicaragüense Arnoldo Alemán, y el congolés Laurent Kabila, y el filipino Fidel Ramos, y el primer ministro de Australia, cuyo nombre no recuerdo: los cinco continentes.

El británico Tony Blair, como dueño de casa, proclamó a la finada "princesa del pueblo": y lloraba a mares, como si se le hubiera muerto en una juerga en París su propia madre. El mismísimo coronel Gadafi de Libia, fiel a su estilo (pues ante esta conmoción universal cada cual se ha mantenido fiel a su estilo), rompió la unanimidad para hablar, no de Lady Di, sino de su novio, y acusar de doble asesinato a los servicios secretos ingleses, que no podían tolerar que la princesa de Gales anduviera por ahí dándose besos con un árabe. Y no le falta razón al deslenguado coronel: para la xenofobia inglesa, el romance interracial de la princesa tenía que ser una espinita en el corazón.

Y hay más. En todos los observatorios, desde Hawai hasta la islas Canarias, los astrónomos se lanzaron a una loca carrera por descubrir una nueva estrella (o un hueco negro, o una nebulosa) a la cual bautizar ‘Lady Di‘. En Oslo, una conferencia auspiciada por la ONU decidió darle ese nombre a un tratado internacional humanitario sobre la prohibición de minas explosivas. En Montserrat, una islita del Caribe devastada por la erupción de un volcán, cambiaron el nombre de la capital, Plymouth, por el de Port Diana. Y en Londres, donde todas las banderas ondeaban a media asta, cerraron por un día en señal de duelo las tiendas Harrod‘s. (Su dueño es el padre del novio, pero ese no fue el motivo: no habían cerrado nunca desde su fundación, salvo por la muerte de Churchill).

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Y la prensa. La prensa, para empezar, pidió perdón al mundo, como si aceptara que de verdad la causa de la muerte de Lady Di y de su novio hubiera sido la persecución a que los sometían los paparazzi para conseguir fotos: una persecución buscada y promovida por los dos difuntos, y de la cual vivían. Pero pidió perdón a cambio de poder publicar miles de artículos sobre la princesa (este que están leyendo ustedes no será el último) para vender con ellos millones de ejemplares. Con fotos, por supuesto: las de esos mismos vilipendiados paparazzi. Incluyendo, cuando hayan pasado algunos días de la hipócrita oleada de indignación, las fotos de los cadáveres todavía calientes, o, si llegaron a tiempo, de la agonía. (Ya las publicó la edición japonesa de News-week) ¿Infame? Pero ¿por qué va a ser más infame la foto de una princesa agonizando en el Mercedes-Benz de un millonario que la de, pongamos por caso, un niño angoleño agonizando de hambre en un campo de refugiados? ¿Y por qué a los paparazzi les dan premios por la una pero los acusan de homicidio por la otra? Ah, sí: porque los niños angoleños no tienen con qué pagar abogados que defiendan su derecho a morir en la intimidad.

Y la televisión. Sin hablar de la catarata de programas ‘especiales‘ emitidos por todas las televisiones del mundo, falta (cuando esto se escribe) la transmisión en directo de los funerales, que copará cinco horas (¿sin anuncios publicitarios?, ¿con ellos?) y será vista, se calcula, por 2.500 millones de televidentes, en Groenlandia, en Papuasia, en Suiza, en el Paraguay y en el Nepal: cerca de la mitad de la población mundial. Verán la ceremonia más personas que las que vieron otros hitos de la historia universal, como la llegada de los astronautas a la luna o el gol que metió con la mano Maradona en unos mundiales de fútbol. Un récord absoluto.

Asombra tanto alboroto. ¿Qué tenía de ‘única‘, como dice la Corona británica, Diana Spencer, princesa de Gales, llamada por la prensa popular ‘Lady Di‘, para que con su muerte en accidente de tránsito se pare el mundo entero?.

La verdad es que era, en vida, más bien poca cosa: una divorciada rica de mediana edad, amante de las joyas y deseosa de que le tomaran fotos. En lo físico no era nada especial: una muchacha inglesa de buena familia, desgarbada, narigona y con los ojos azules, con largas piernas y muy bonitos hombros: anodina. Y la historia de su vida fue bastante vulgar. Se casó, muy joven y aún virgen (le hicieron un examen ginecológico para verificarlo), con el heredero del trono de Inglaterra, un príncipe aburrido y sin gracia que no era ni un filósofo como Marco Aurelio ni un conquistador como Genghis Khan, y que ni siquiera era el mejor jugador de su equipo de polo. Le dio dos hijos, y se aburrió con él. Se entregó entonces a la anorexia, y luego a la bulimia, y luego a las compras, y luego a los bailes de caridad, o a todo eso al mismo tiempo; y, de pasada, a un par de amantes groseros que le vendieron a la prensa sus intimidades de alcoba. Adelgazó ante los fotógrafos; volvió a engordar; volvió a adelgazar; se cambió el corte de pelo. Dio a la televisión una entrevista contando sus triviales desventuras: el desapego de su marido, el mal carácter de su suegra. Se divorció. Cobró por su divorcio una fortuna que pagaron los contribuyentes ingleses: 30 millones de libras esterlinas, el palacio de Kensington con su mantenimiento y su servicio, las joyas, y el rango vitalicio de princesa de Gales. Ya divorciada y rica, se dedicó a visitar hospitales y frentes de batalla por cuenta del gobierno inglés, rodeada de fotógrafos.

Buscó un nuevo amante para "rehacer su vida", como se dice en esos casos. Encontró a un mediocre playboy egipcio que respondía al remoquete de Dodi, heredero de una gran fortuna de origen desconocido, que la hizo, por fin, feliz: la llevaba en helicóptero a consultar a su pitonisa, la besaba en una lancha rápida ante los paparazzi, la paseaba en sus yates (uno de motor y uno de vela) por la Costa Azul francesa, ante los paparazzi, y la llevaba a cenar al hotel Ritz, también ante los paparazzi. Por eso de todo eso hay fotos; y todo es, aunque costoso, bastante vulgar.

Y es también vulgar su muerte, en un banal accidente de circulación. "¡Ay, Dodi, qué loco eres!", debió de exclamar Di con una risita boba de excitación pueril cuando su playboy hizo ¡clac! con los dedos para indicarle al chofer que lanzara el Mercedes a 200 por hora por las calles de París la nuit. Y sin duda Dodi le respondió con una risotada jactanciosa: "Tranquila, gordis: las multas de tráfico me las paga papá". Y !tracatán!: todos muertos. En torno, profesionales como buitres, los paparazzi seguían tomándoles fotos.

Diana con su novio Dodi Fayed, en Saint Tropez, días antes de su muerte. Foto: AP / Patrick Bar-Nice Matin


Por semejante vida y semejante muerte, tan banales, entierran ahora a Diana de Gales como si hubiera sido la mujer más importante de la historia. Pero es que no fue sólo eso, que sí era y quería ser: una divorciada rica con ganas de montar en yate por el Mediterráneo y echar un polvo en el Ritz. Además de eso que era, era también lo que representaba: un símbolo. O, más bien, dos símbolos sucesivos, complementarios y contradictorios. Sólo que, siendo apenas lo que era una divorciada rica, etcétera no fue capaz de estar a la altura de ninguno de los dos.

Bastantes siglos y bastante sangre les había costado a los ingleses conseguir que su familia real no tuviera vida propia, sino que se resignara a ser un símbolo: aburrido pero útil, discreto pero inofensivo.

No entendió que su papel original era el de símbolo institucional de la milenaria pero ya sólo simbólica monarquía británica. Para ser eso, ingenua rosa inglesa, se había casado con su príncipe azul en un fragor de carrozas tiradas por caballos blancos, de ladies estiradas bajo sus pamelas aleteantes de colores pastel y de lores colorados de sherry con gris sombrero de copa, ante el arrobo boquiabierto de sus leales súbditos: una princesa de cuento de hadas. Pero luego resultó que la vida conyugal de una princesa de cuento era tan insoportable como casi todas las vidas conyugales: la casa oliendo a perros, los niños oliendo a leche y a pipí, el marido oliendo a otra. "Madre, ¿qué es casar? Hija: parir y llorar", resume la situación un refrán castellano. Diana parió, lloró, se aburrió mortalmente. Y decidió que mejor no: que ella no quería ser un símbolo, sino una persona con una vida propia.

Murió como lo que era: una tonta (¡ay, Dodi...!), rodeada de paparazzi. Pero la entierran como lo que representó: una princesa de la casa de Windsor, una princesa del pueblo, y a lo mejor una santa.

Bastantes siglos y bastante sangre les había costado a los ingleses conseguir que su familia real no tuviera vida propia, sino que se resignara a ser un símbolo: aburrido pero útil, discreto pero inofensivo. Lady Di, con el respaldo ‘popular‘ de los paparazzi y de la prensa escandalosa, logró anular 500 años de civilización política. Y tras negociar con las instituciones el uso de las joyas, el dinero y los niños, se convirtió en otro símbolo: la ‘princesa moderna‘, amiga de los ídolos de la farándula Michael Jackson, Elton John, Gianni Versace, la senil monja Teresa de Calcuta, que hacía jogging por la calle ante los paparazzi y pesas en el gimnasio ante los paparazzi, subastaba sus vestidos casi sin usar en Sotheby‘s y bailaba twist con John Travolta, visitaba rodeada de paparazzi los campos de refugiados de Ruanda, y bajo los flashes de los paparazzi les daba la mano a los enfermos de sida en los hospitales de Bosnia. Y nadaba en Saint Tropez  en el teleobjetivo de los paparazzi, y corría en el Mercedes de su novio a 200 por hora para eludir a los paparazzi por las calles de París. Porque también, en su torpeza y su egoísmo, se negaba a ser ese otro símbolo: creía que ella era ella. "La prensa me persigue" se quejaba en su última entrevista (a la prensa) de princesa moderna, como se había quejado antes, cuando era princesa tradicional, de que la perseguía la familia real tradicional.

Bastantes siglos y bastante sangre les había costado a los ingleses conseguir que su familia real no tuviera vida propia, sino que se resignara a ser un símbolo: aburrido pero útil, discreto pero inofensivo.

Murió como lo que era: una tonta (¡ay, Dodi...!), rodeada de paparazzi. Pero la entierran como lo que representó: una princesa de la casa de Windsor, una princesa del pueblo, y a lo mejor una santa. Y en torno al alboroto de su muerte estúpida las instituciones, con el respaldo popular, van a recortar la libertad de prensa.

(No sé si el presidente Ernesto Samper ya ha comparado su propio acoso por los periodistas con el que sufrió la difunta Lady Di. Si no lo ha hecho, no tardará. Me acusarán de machista: pero ella, al menos, tenía bonitas clavículas).

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