PERFIL
Diego Armando Maradona: Un héroe y un villano
El astro argentino fue, para muchos, el mejor futbolista de la historia, pero su legado va más allá: sus escándalos, su activismo político, sus adicciones y la glorificación de su figura también forman parte de la leyenda.
Pocas personas reúnen tantas contradicciones como Diego Armando Maradona. Por un lado, el genio del fútbol mundial que encantó a millones de personas con su manejo de la pelota, sus gambetas, sus pases milimétricos, sus goles y los cojones que ponía cuando entraba a una cancha, esos que lo llevaban a destacar aún más en las situaciones difíciles y cuando aparentemente tenía todo en contra. Y por el otro, el personaje famoso y polémico que vivía de escándalo en escándalo, mujeriego, adicto a las drogas y al alcohol, con varios hijos no reconocidos y una actitud que muchos calificaban de soberbia (aunque sus amigos siempre dijeron que era el más humilde de todos).
Alguien que tenía muchas otras facetas, no menos controvertidas: el Dios de miles de argentinos que lo trataban como una divinidad y que incluso hicieron una iglesia en su nombre, el rebelde que señalaba la corrupción de la FIFA y de los dirigentes del fútbol o el activista político que apoyaba a rabiar a líderes de izquierda controvertidos como Fidel Castro, Hugo Chavez o Nicolás Maduro. Tal como lo dijo el escritor Eduardo Galeano en su libro Cerrado por fútbol, Maradona era “un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis de las debilidades humanas”.
Por eso su muerte, que hoy lloran a rabiar el mundo del fútbol y los argentinos, ha estado plagada de esas mismas contradicciones que llenaron su vida. A los elogios, homenajes y al llanto desbordado de las multitudes de fanáticos que se agolparon para despedirlo en la Casa Rosada se han sumado mensajes de escepticismo, críticas de movimientos y organizaciones feministas, y el llamado de algunos a “no endiosar” a una persona con tantos problemas y defectos. El héroe y el villano, los papeles que Diego Armando Maradona sigue interpretando aún después de muerto.
Mucho antes de todo eso, sin embargo, Diego fue solo ‘El Pelusa’, un chico nacido en una familia pobre de Villa Fiorito, una villa miseria (como llaman en Argentina a los asentamientos) ubicada en la periferia del Gran Buenos Aires, al que solo le gustaba jugar a la pelota con sus amigos. Un pequeño que, a pesar de crecer en medio de tantas dificultades económicas, ya tenía claro cuál era su objetivo: “mi primer sueño es jugar en el mundial y el segundo es salir campeón”, dice en un famoso video grabado a blanco y negro cuando ya jugaba en Los Cebollitas, como le llamaban al equipo infantil del club Argentinos Juniors a comienzos de los años setenta. Allí había entrado en 1969, poco antes de cumplir los 9 años, luego de presentarse a una prueba para reclutar nuevos talentos, y allí mismo debutó en el equipo profesional el 26 de octubre de 1976, cuando apenas tenía 16.
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La llegada de Maradona fue todo un suceso para el fútbol argentino. Su talento era indiscutible, pero además tenía una pasión por jugar que pocos igualaban. No tardó mucho en llegar a la selección argentina, a pesar de su corta edad. Y aunque su primera gran decepción llegó cuando César Luis Menotti no lo convocó para el mundial de 1978, que Argentina terminó ganando en su propia casa, un año después se desquitó liderando el equipo que triunfó en el mundial juvenil en Japón. Desde de eso, y ya convertido en el mejor jugador del momento, pasó por Boca Juniors, el F.C. Barcelona y el Nápoles, un pequeño club del sur de Italia que no había ganado nada y al que siempre humillaban los equipos del norte, como el Milán, el Inter o la Juventus. Él cambió las cosas: los convirtió en campeones dos veces y le hizo el camino imposible a los encopetados equipos de siempre.
Su momento de gloria, sin embargo, fue en el mundial de México en 1986. Allá llegó convencido de que ese era su torneo porque cuatro años atrás, en España, cuando todos esperaban su brillo, había decepcionado. No la tenía fácil: el equipo dirigido por Carlos Bilardo, del que era capitán, enfrentaba muchas críticas en Argentina y la prensa de su país auguraba un fracaso. Él, sin embargo, sorprendió con la mejor presentación individual que se haya visto en la historia de los mundiales y convirtió a su país en campeón por segunda vez en la historia. En la retina de la mayoría quedó el juego contra Inglaterra en cuartos de final.
No era un partido cualquiera: ambos países se habían enfrentado en la Guerra de las Malvinas unos años atrás y en Argentina aún le guardaban rencor a los ingleses. Más que un partido, lo veían como una revancha. Y Maradona, consciente de esa importancia, lo dio todo y dejó para el recuerdo dos goles que resumieron sus constantes contradicciones: uno metido con la mano (“la mano de Dios”, según le dijo después a los periodistas) y el mejor gol de la historia de los mundiales, una corrida memorable desde la mitad de la cancha en la que esquivó a una decena de rivales para meter la pelota en el arco. Ese día Diego, El Pelusa, se convirtió en Maradona, el Dios del fútbol y el caudillo de todo un país.
Pero con la fama llegaron el sufrimiento, los excesos y el escándalo. Como lo explicó su compañero Jorge Valdano en un obituario escrito para El País, de Madrid, “fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona”. Y Maradona, que había conocido la cocaína en su paso por España a comienzos de los años ochenta, se dejó consumir por su figura y comenzó a protagonizar cada vez más escándalos: borracheras, fiestas excesivas, hijos ilegítimos, peleas. Incluso llegó a enfrentar a la propia FIFA y a los dirigentes, que veían impotentes como el ídolo desnudaba sus propias flaquezas y su prepotencia. Algunos dicen que por eso, o como una venganza por el hecho de haber eliminado a su país en el mundial de 1990, las autoridades italianas lo suspendieron 15 meses por posesión de cocaína en 1991, a pesar de que sabían lo que hacía en su tiempo libre desde mucho tiempo atrás.
Desde ese momento Diego comenzó a vivir en una especie de borde entre el éxito y la tragedia. Pasó por el Sevilla y Newell’s Old Boys, y se retiró de la selección. Volvió en 1993, luego de la derrota 5 a 0 con Colombia, para clasificarlos al mundial de 1994 y allá, cuando estaba demostrando que su talento seguía intacto, lo suspendieron nuevamente porque le encontraron rastros de efedrina en la sangre. “Me cortaron las piernas”, dijo en una caótica rueda de prensa, antes de volver a su país. Después, ya convertido en un ícono, comenzó a engordar, salió en videos borracho y tuvo dos sustos importantes con su salud: un infarto en el año 2000, cuando estaba en Punta del Este, Uruguay, y una crisis de hipertensión en 2004, que tuvo que tratarse en Cuba.
Pidió perdón por sus escándalos muchas veces, intentó recuperarse de sus adicciones e intentó trabajar como presentador de televisión y como director técnico. Lo logró por periodos e incluso volvió con su país a un mundial, dirigiendo a Messi y su combo en sudáfrica 2010, pero siempre recaía en algún tipo de esándalo: ya fuera un video pegándole a su novia, un espectáculo borracho en las tribunas durante el mundial de Rusia 2018 o un enfrentamiento con sus hijas por la plata. En todo ese tiempo, además, se hizo más radical políticamente. Habiendo nacido en un barrio pobre y de una familia peronista, siempre apoyó a la izquierda y a sus líderes controvertidos, por más abusos que cometieran contra su propio pueblo. Por eso, muchos hoy dicen que fue un “patrocinador de la dictadura de Venezuela” o un auténtico “castrochavista”.
Al final, su vida de excesos y fama terminó engulléndolo completo. Murió a los 60 años, aunque en las últimas imágenes se veía acabado y mucho más viejo. Los que estaban cerca de él incluso dicen que andaba deprimido, triste y que su estado de ánimo estaba cada vez más afectado. Por eso, ahora que el mundo se divide otra vez entre fanáticos y contradictores, sus amigos más cercanos prefieren describirlo como una víctima de su propio éxito. Aún así, si algo queda claro es que ni sus éxitos pueden justificar sus errores, ni sus pecados empañan todo lo que logró transmitirle a millones de personas que vibraron gracias a su talento. Como él mismo dijo en 1997 en el partido de despedida que le organizaron en la Bombonera, “por más que uno se equivoque, no tiene que pagar el fútbol. Yo me equivoqué y pagué, pero… la pelota no se mancha”.