Salud
Diego Guauque descubrió que tenía cáncer un viernes 13. Lea el estremecedor capítulo de su libro sobre cómo recibió esa dura noticia
En El amor contra el cáncer, publicado por Random House, el periodista entrega un testimonio íntimo, desgarrador y honesto de la historia más dolorosa de su carrera.
Cuando era niño recuerdo que la fecha de la mala suerte era solo una: martes 13. No tengo claro en qué momento ese tiempo desdichado optó por ampliar su círculo para incluir uno nuevo: viernes 13. Hoy, ambos días son vistos con recelo por los supersticiosos, ya que los consideran infaustos y portadores de malas noticias.
Pues bien, el azar lanzó sus dados y estableció que ese día se conocería el resultado de la segunda biopsia tras 13 días y 13 noches de incertidumbres y miedos: el día D. Sin paños tibios: ¿tengo o no tengo cáncer?
Si esto fuera un asunto de apuestas y me lo consultaran, yo creo que los números estarían así: posibilidades por el sí: 65 por ciento; por el no: 35 por ciento. Si se lo preguntaran a mi esposa, el panorama sería muy distinto: Sí: 10 por ciento; No: 90.
¿Cómo nos entregarán la noticia? ¿Llamarán a la extensión? ¿Entrará una enfermera con el resultado? ¿Ingresará una junta médica para dialogar con nosotros? ¿Será en la mañana o en la tarde? ¿Alguien nos preguntará el momento en que la cúpula familiar esté presente?
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Si pudiera elegir al portavoz de la información, sin duda, sería la doctora Carvajalino. Me la imagino esparciendo su buena energía y explicándonos algo no tan grave. Que fue una falsa alarma, pero que no hay que bajar la guardia. Por consiguiente, la familia se funde en abrazos y uno que otro despide una lágrima pendeja. Con gestos amables nos explica la segunda fase de los exámenes y caso resuelto. Ya. Se acabó el susto. Punto final.
El televisor está prendido en el noticiero de la mañana. Tratamos de distraer el tenso y expectante momento. “¿Ya desayunaste?”, “¿has hablado con mis papás y con Gaby?”, “¿cuándo me darán de alta?”. Esos son los interrogantes que le formulo a Aleja para hacer más llevadero nuestro estado de suspenso. Ninguno siquiera musita el término cáncer o algo parecido. Nadie lo va a invocar.
De pronto, tocan a la puerta.
—Siga —respondemos a la par y con voz trémula como un flan.
Es la doctora Sabrina Carvajalino, ¡qué dicha! Antes de que pronuncie la primera sílaba, la ausculto de arriba abajo con mi ojo clínico de reportero. El balance de su lenguaje no verbal no me gusta: mira al piso, no sonríe y oculta sus manos en la bata blanca. Nos está dando la respuesta sin escudriñar: “Tengo el maldito cáncer”, concluyo enseguida.
—Buenos días, doctora —la saludo mientras dejo en cero el volumen del televisor.
La especialista no se anda con cuentos rosados y va al grano.
—Ya salieron los resultados de la biopsia. Tienes un sarcoma muy agresivo en el retroperitoneo.
La última palabra no la asimilo. ¿Retroperi… qué? Lo que sí capto es el término sarcoma. Aunque ya sé qué significa, indago más sobre el tema.
—Y el sarcoma es cancerígeno, ¿verdad? —pregunto desde mi cama.
—Sí, Diego, lo siento mucho —responde cabizbaja.
—¿Y qué debemos hacer ahora?
—Hay varios caminos: posiblemente cirugía, quimioterapias o radioterapias. Pero para saber eso, hay que hacerte más exámenes.
A Alejandra la veo por el rabillo del ojo izquierdo y sé que está devastada por el disparo a quemarropa. En este momento me preocupo más por ella que por mí mismo. Considero que debo consolarla y darle mensajes reconfortantes porque no soportaría verla enferma por mi culpa.
La doctora Carvajalino continúa de pie. No dudo de que si decidiéramos lanzarnos a sus brazos nos recibiría con consuelo y hasta lloraría a nuestro lado. Sin embargo, nadie más dice nada. Hay hielo en cada esquina de la habitación.
—¿Tienen alguna pregunta más?
“Por supuesto que tengo más preguntas, doctora”, pienso sin susurrar. “No ve que aparte de todo soy periodista”. Se me vienen varias, más no las menciono: “¿Me voy a morir? ¿Cuánto tiempo me queda de vida? ¿Qué tan grave es este cáncer? ¿Qué tan avanzado está? ¿Fue descubierto a tiempo? ¿Voy a sufrir más?”. Tengo decenas de incógnitas, pero también miedo. Y me da pánico ponerme a escarbar y descubrir respuestas para las que yo, y menos Aleja, no estamos preparados en este instante. No quiero más noticias negativas, no quiero más noticias de viernes 13. Por hoy ha sido suficiente. Prefiero callar.
—No señora, por el momento no tenemos más —le respondo con resignación y mirada destruida.
La doctora Carvajalino comprende que deseamos estar solos y se retira en silencio.
Continúo cavilando: “¡Maldita sea!, tengo cáncer. Lo sabía, ¡lo sabía!, ¡¡lo sabía!! ¡Sabía que este insoportable dolor no era gratuito!”.
“¿Cómo así que Diego Guauque tiene cáncer?, ¡no es posible! ¿Acaso este tipo de películas trágicas no las protagonizan las personas que entrevisto para mi programa? Pues bien, Diego, desde hoy haces parte de una de esas películas desoladoras. Y en un papel principal. De seguro me lo merezco”, me digo.
Y sigo pensando:
“¿Qué va a pasar con mi familia, Dios? ¿Qué va a acontecer con mi hija y mi esposa? ¿Esta enfermedad también las va a derruir a ellas?”.
Y volteo a mirarla: la pena rueda por sus mejillas, sala sus labios y cae sobre las mangas de su suéter deportivo. Ahora mi máximo afán es ella. Los papeles del positivismo se invierten: la envuelvo en mis brazos y la consuelo, no como un esposo, más bien, como un papá frente a su hija atemorizada. Somos los dos en uno solo. Rompo el silencio con un susurro. Le bisbiseo que todo estará bien, que no me voy a venir abajo y que juntos lo lograremos: “Tranquila, no te preocupes mi bebita hermosa”.
Miro al cielo por la ventana y me pregunto: “De uno a diez, ¿cuál es ahora nuestra sensación de dolor?”.