Realeza
El adiós a Felipe de Edimburgo, el príncipe azul de la reina
Isabel II, y con ella el Reino Unido, está devastada con la muerte de Felipe de Edimburgo, el hombre que la hacía reír con su humor cáustico y quien se convirtió en uno de los personajes más trascendentales y queridos. Estaba a punto de cumplir 100 años.
No te mueras antes que yo, ¡al menos no ahora!”, le dijo la reina a Felipe al ver que su saludable marido era internado en una clínica por una infección en 2012, en pleno festejo de su Jubileo de Diamantes. Hablaba en broma, única manera de capotear el temor de verse sin el único amor y compañero de toda la vida.
El infausto día llegó. El guapo príncipe, que parecía eterno y caminaba rápido y erguido como el militar que siempre fue, a los 99 años exhaló su último suspiro, justo cuando la familia real sufre una de sus peores crisis por los escándalos de su hijo Andrés y su nieto Harry.
La emoción de los británicos por los festejos de sus 100 años en el verano se trocó en congoja por este verdadero personaje nacional, cuya salud había sido motivo de preocupación por una infección y una operación cardiaca que lo mantuvieron un mes hospitalizado.
Un pobre principito
Lo más leído
Nacido el 10 de junio de 1921 en la isla griega de Corfú, Felipe tuvo que huir a París con sus padres, el príncipe Andrés, hijo del rey Giorgios I de Grecia, y Alicia, una princesa de la casa germana Battenberg, por los disturbios de su patria. Cuando casó a sus cuatro hijas mayores con futuros oficiales nazis, Andrés se escapó con su amante y no volvió a ver por Felipe. Su madre, por su parte, sufrió una crisis nerviosa y profesó como monja, de modo que tampoco se ocupó de él.
Desde los 9 años, Felipe fue de palacio en palacio, hoy donde el tío Gustav Adolf de Suecia, mañana donde la tía María de Rumania, con una muda de ropa y sin dinero. Las cosas mejoraron un poco al quedar a cargo de su ambicioso tío Louis Mountbatten, el tío Dickie, último virrey de la India, quien le hizo propaganda con el rey Jorge VI de Inglaterra para que le diera la mano de su heredera, Isabel, prima tercera de Felipe por la reina Victoria, segunda por el rey Christian IX de Dinamarca y cuarta por George III.
Ella quedó prendada de él desde los 13 años cuando se conocieron, en julio de 1939, en el Royal Naval College de Dartmouth, donde Felipe, de 18, era cadete. Ese día, el príncipe de Grecia y Dinamarca la impresionó con sus destrezas atléticas y buen humor, y empezaron a escribirse. Ese mismo año, él inició su romance con su primer amor, la deslumbrante canadiense Osla Benning.
Las maquinaciones de lord Mountbatten dieron resultado en 1946, pues el joven fue invitado por la familia real a Balmoral. Su estilo rudo y ropa raída desagradaron a los reyes, pero a Isabel le encantaron sus chistes verdes y su aire de mundo. La princesa se rebeló y amenazó al rey con renunciar a la corona si no la dejaba casarse con el único hombre que había conocido y amado de verdad.
Su padre accedió, y la boda se celebró el 20 de noviembre de 1947 en la abadía de Westminster, con todo el lujo, pese a la miseria de la posguerra. De hecho, el traje de la novia fue sufragado por los súbditos con cupones de racionamiento.
En su biografía de los Windsor, Kitty Kelley describe a Isabel como una recién casada tan ardiente que Felipe se quejaba: “¡A todas horas quiere estar en mi cama!”. Su otra querella era: “¡No soy más que una ameba!”, ante las limitaciones de tener una esposa más importante que él, por lo cual tenía que caminar tres pasos detrás de ella.
En 1949, fue nombrado segundo comandante de la Royal Navy en Malta, donde vivieron su momento más cercano a una pareja común y corriente. Ella era solo la duquesa de Edimburgo, por el título que el rey George le dio a su marido, y se comportaba como una esposa más de los oficiales. Iba al salón de belleza, tomaba baños de sol y bebía cocteles con él por las tardes, mientras su hijo, Carlos, príncipe de Gales, nacido en 1948, estaba al cuidado de la reina madre Elizabeth en Londres. En 1950 nació su hija, Ana.
Un consorte como ninguno
El papel de Felipe no estaba escrito, así que decidió que su misión, aparte de ser el apoyo de la monarca, era modernizar a la casa real. Empezó por darle un manejo más corporativo, al estilo de una firma, apelativo que se inventó y ha perdurado. Quiso renovarlo todo, desde suprimir cargos que databan de siglos hasta las vetustas instalaciones eléctricas del palacio de Buckingham.
Un sonado rifirrafe entre la pareja se dio porque la reina se negó a cambiar el apellido de la casa real, Windsor, por Mountbatten (equivalente en inglés del alemán Battenberg) de su marido. “Ni siquiera puedo darles mi nombre a mis hijos”, protestó. Años después, ella accedió a que sus descendientes usaran la forma Mountbatten-Windsor cuando las necesidades modernas lo exigieran, ya que, por tradición, los miembros de la realeza no usan el apellido.
Para finales de los años cincuenta, estaban en crisis. Saltaron a los periódicos las escapadas de Felipe a un club solo para hombres, donde eran invitadas “señoritas de dudosa ortografía”. Se habló de amantes y de sus nexos con Stephen Ward, pieza clave del affaire Profumo, el escándalo sexual que tumbó al Gobierno de Harold Macmillan. Aún hoy se rumora que tuvo al menos tres hijos ilegítimos.
Cuando se reconciliaron, dieron paso a lo que se conoce como “la segunda familia de la reina”. En 1960 nació el príncipe Andrés, duque de York; y en 1964, el príncipe Eduardo, conde de Wessex, quien probablemente heredará el ducado de Edimburgo.
Felipe e Isabel acordaron que solo ella vería por los asuntos inherentes a sus funciones y nunca le dejó ver las célebres cajas rojas con documentos oficiales que recibe a diario. Mientras tanto, el jefe del hogar sería él y, como tal, encargado de la educación de los príncipes.
Felipe, el imprudente
La relación entre padre e hijo fue más bien distante, en tanto que la favorita de Felipe era Ana, muy parecida a él en temperamento y blanco de su mordacidad: “Todo lo que come hierba y se tira pedos a ella le gusta”, dijo una vez sobre su amor a los caballos. A ese cáustico humor, origen de su fama mundial de imprudente, él mismo lo llamaba dontopedalogy: “La ciencia de abrir tu boca y poner tu pie en ella, la cual yo he practicado por años”. Por ejemplo, cuando vino a Bogotá, en 1962, fue invitado a jugar al Polo Club y les preguntó a los socios: “¿Y ustedes si pagan las cuotas?”.
Esa chispa sarcástica fue a la vez una fortaleza de la pareja. La biógrafa Ingrid Seward cuenta que sus desatinos no eran por torpeza, sino su manera de relajar a la reina, quien nunca ha vencido su timidez. Si ella no es una gran conversadora, él era el alma de la fiesta, y ese encanto alivianaba la situación en sus múltiples visitas a lugares lejanos o en sus encuentros con todos aquellos que han hecho historia en el último siglo.
El marido ejemplar
Los conocedores más profundos de la realeza afirman unánimemente que el matrimonio real, que cumplió 73 años en 2020, era sólido. Para Isabel, quien llamaba darling a su marido, él era la única persona con quien no tenía que ponerse en guardia ni cuidar sus palabras, como se lo exige su delicada posición, opina Seward.
Ambos creían que no les tenían que gustar las mismas cosas. Él no era tan apasionado por los caballos como ella, quien no aprecia el arte moderno como lo hacía su esposo, pintor aficionado.
Si el Reino Unido llora hoy a Felipe no es solo por la soledad en que queda su amada Isabel, sino porque él estableció un estrecho vínculo con el pueblo. Un buen resumen de ello salió a la luz cuando se apartó de la vida pública en 2017, en momentos en que sus fuerzas empezaban a flaquear y ya no podía estar de pie mucho tiempo. Cuestión de retirarse con dignidad.
Terminaba una frenética actividad como patrocinador de 785 organizaciones de diversa índole, por lo que tenía una agenda aparte de la reina. En 65 años de servicio cumplió un total 22.219 compromisos en solitario y 637 viajes al extranjero, sin contar los que hizo con su esposa, pronunció 5.496 discursos y publicó 14 libros.
Fue pionero de la protección del medioambiente e impulsó la tecnología, la ciencia y los deportes, en los cuales se destacó como polista y auriga de peligrosos coches tirados por rapidísimos caballos.
El también sobrino nieto de Alexandra, última zarina de Rusia, muere además como un hombre práctico, símbolo de una generación estoica, devota del deber, que atravesó desastres como la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, en la cual combatió.
Él quería un funeral sencillo, pero qué duda cabe de que los británicos, tan amantes de su monarquía, la pompa y la circunstancia, no se resistirán, aun en tiempos de pandemia, a rendirle un clamoroso tributo postrero al que, si bien no fue su rey por título, si lo fue en sus corazones.
La mamá loca y las hermanas nazis de felipe que la reina siempre escondió
Poco se sabe de la madre de Felipe de Edimburgo, la princesa Alicia de Battenberg. Pero la serie The Crown se encargó de desempolvar su historia, pese a los intentos de la casa real por mantenerla oculta. No era para menos, pues su vida es trágica.
Alicia nació sorda en el castillo de Windsor en 1885. Su madre era nieta de la reina Victoria, y su padre era hijo de un príncipe alemán y pensaba que tenía algún tipo de retraso; sin embargo, le enseñaron la lengua de signos y aprendió a leer los labios en inglés, alemán, francés y griego, lo que le permitió desenvolverse con soltura en el mundo de la monarquía europea.
En ese mundo conoció a su esposo, Andrés, hijo del rey Jorge I de Grecia y nieto del rey Christian IX de Dinamarca, conocido como ‘el suegro de Europa’, porque casó a todas sus hijas con miembros de las casas reales.
La fastuosa ceremonia tuvo lugar en Alemania en 1903, y por 12 años Alicia tuvo un matrimonio feliz. Vivían en Grecia, donde formaban parte de la familia real, y tuvieron cinco hijos: cuatro niñas y Felipe, el menor.
Pero en 1922, cuando el pequeño apenas tenía 18 meses, la familia tuvo que salir exiliada del país, pues Grecia había perdido una guerra con Turquía, y el pueblo, indignado, quería la cabeza del rey.Alicia, Andrés, sus hijas y el bebé, que viajó escondido en una caja de naranjas, llegaron a París, en donde vivieron de la caridad de la familia.
La presión del exilio acabó por enloquecer a Alicia: tenía alucinaciones y oía voces del más allá, entraba en estados depresivos y solía perder el control frente a su esposo y sus hijos. Hacia 1930, cuando le diagnosticaron esquizofrenia, la llevaron a donde Sigmund Freud, quien recomendó electrochoques y dosis de rayos X en los ovarios para controlar su líbido. Pero ante el fracaso del tratamiento, la internaron en un manicomio de Suiza. Andrés la abandonó para irse a vivir con una de sus amantes.
Sus hijas Cecilia y Sofía se casaron con oficiales nazis, y Felipe, de solo 9 años, terminó viviendo en un internado en Inglaterra bajo la tutela de su tío Louis Mountbatten (el mismo apellido Battenberg, pero traducido al inglés para no despertar sentimiento antialemán de la época en el Reino Unido).La más ferviente defensora del régimen nazi fue Sofía, quien llegó a decir que Hitler era “un hombre encantador y modesto”.
En 1937, Cecilia murió en un accidente de avión junto con su esposo y sus pequeños hijos, y el funeral, lleno de oficiales de Hitler y de saludos nazis, fue una oportunidad para que Alicia reencontrara a sus descendientes.Por muchos años, Alicia de Battenberg vivió como cualquier persona del común en las calles de Grecia como parte de la comunidad de Las Hermanas de Marta y María.
Usaba hábito, trabajaba como voluntaria de la Cruz Roja y salía en las noches, incluso en medio de los toques de queda en la Segunda Guerra Mundial, para alimentar a los pobres y acompañar a los enfermos.
Su comunidad cerró por falta de plata y de voluntarias, cuando su salud estaba muy deteriorada y Grecia vivía un golpe de Estado, lo que llevó a que la reina Isabel y el príncipe Felipe, en 1967, la invitaran a vivir con ellos al palacio de Buckingham. Allí vivió hasta su muerte, ocurrida dos años después.
En el libro Los royals y el reich, Felipe habló por primera vez del pasado nazi de su familia y exculpó parcialmente a sus hermanas, recordando las “expectativas de cambio” que trajo en sus inicios el partido nazi en la Alemania deprimida a la salida de la República de Weimar.
Pero las palabras más lindas las reservó para su madre: “Sospecho que nunca pensó que sus actos fueran especiales. Ella simplemente pensaba que ayudar a quienes estaban en aprietos era una reacción natural y así actuó toda su vida”.
Mucho tilín tilín…
El príncipe consorte, a quien varios biógrafos describieron durante su vida como un hombre de trato rudo, incluso con su esposa, libró batallas internas al comienzo de su matrimonio para dar prioridad al apoyo que debía darle a ella, dejando de lado sus más profundas pasiones e intereses afectivos.
Su galantería le dio fama de seductor y, por cuenta de eso, acumuló rumores sobre sus continuas infidelidades a la reina.
En la lista de las mujeres con las que se le relacionó figuran personalidades cercanas a la familia real como Penny Romsey, esposa de lord Brabourne; la princesa Alexandra de Kent, prima de Isabel; Susan Barrantes, socialité y madre de Sarah Ferguson, su nuera; y la actriz de teatro Pat Kirkwood.
Al paso de las habladurías sobre sus aventuras, que implicaban a mujeres atractivas y de origen noble, pero que nunca fueron comprobadas, salieron siempre en su defensa sus confidentes. En alguna ocasión, el exvocero del palacio, Dickie Arbiter, dijo sobre Felipe que “siempre le ha gustado mirar escaparates, pero no compra”.
El mismo príncipe, con su característico humor, respondió en 1992 al diario The Independent sobre el asunto: “¿Alguna vez te has parado a pensar que durante los últimos 40 años nunca me he ido a ningún lugar sin un policía que me acompañe? Entonces, ¿cómo diablos podría salirme con la mía con algo así?”.
Sea como fuere, el matrimonio siempre funcionó. Aunque vivían en cuartos separados, la reina Isabel y él lograron tener algún tipo de acuerdo tácito que les funcionó a tal punto que él para ella era su roca, y ella para él, la persona por la que más lealtad sentía.
Las embarradas
• “Solo soy una pinche ameba”, se quejó, cuando Isabel decidió que sus hijos no llevaran el apellido de él, Mountbatten, sino el de ella, Windsor. Hoy, los nietos son Mountbatten-Windsor.
• “Declaro esto abierto, sea lo que sea”, en su visita a Canadá en 1961.• “Lo que no se tira pedos o come hierba, a ella no le interesa”, sobre su hija, la princesa Ana, cuando participó como equitadora en los Juegos Olímpicos en 1976.
• “Esto parece la alcoba de una mujerzuela”, al ver el cuarto de su hijo Andrés y su esposa, Sarah Ferguson. • “Si se quedan mucho tiempo aquí, van a terminar con los ojos rasgados”, a unos estudiantes británicos en China en 1986.
• “¿Y tú con qué haces gárgaras? ¿Con piedras?”, le preguntó al cantante Tom Jones, famoso por su voz ronca.• “Pero estás muy gordo para ser astronauta”, a un niño de 13 años que le contó que quería ir al espacio.
• “Usted es una mujer, ¿no es así?”, a una nativa keniana que le entregó un regalo en 1984.
• “No creo que una prostituta tenga una mejor moral que una esposa, pero ambas hacen la misma cosa”.
• “Los niños van al colegio porque sus padres no los quieren en casa”, a la nobel y activista por la educación Malala Yousafzai en 2013.
• “Ustedes tienen a los mosquitos. Yo tengo a la prensa”, bromeó con la madrina de un hospital en el Caribe, refiriéndose al constante acoso de los fotógrafos.
• “¿A cuántos has atropellado esta mañana con esa cosa?”, interrogó a un discapacitado que se movilizaba en una moto adaptada especialmente para él.
• “¡Cómo no van a estar sordos!”, les musitó a un grupo de niños con discapacidades auditivas que conoció en el Caribe justo cuando estaban cerca de una banda de rock.
• “¿Ustedes son una sola familia?”, fue su apunte al asistir a la presentación de un grupo de danzas cuyos integrantes eran de las más diversas razas.