PERFIL
Así era Gloria Zea, la mujer que impulsó el arte y la ópera en Colombia
Casi hasta el último minuto de su vida, Gloria Zea trabajó por sus ambiciosos proyectos culturales. Su partida fue un cierre de telón digno de quien se lo jugó todo por enseñarle a Colombia los goces del espíritu. Este artículo hace parte de la más reciente edición de la revista Jet-Set.
“Lo único que me faltó fue prostituirme en la Séptima”, le dijo Gloria Zea a Bernardo Hoyos en 1995, en el programa de televisión Esta es su vida, para evocar sus quijotescos esfuerzos por las artes. Y lo hizo abriendo esos ojos inmensos enmarcados por sus gigantescas pestañas, mientras encogía un poco los hombros y movía suavemente las manos en una especie de elegantísimo aleteo que siempre usaba para darle contundencia a lo que contaba.
Al hablar, ella escogía cada palabra y se deleitaba con los sinónimos que soltaba con ese tono suave de voz al que no le faltaba firmeza para expresar lo que quería. Siempre mirando fijamente.
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La nieta del médico Luis Zea Uribe, hija de ese gran político liberal que fue Germán Zea Hernández y su esposa Beatriz Gutiérrez; la mamá de Fernando, Lina y Juan Carlos, es la mujer que más ha hecho por la promoción de las artes plásticas en este país y la que le enseñó a Colombia a escuchar ópera.
Foto: Foto: Portada de la nueva edición de la revista Jet-Set, dedicada a Gloria Zea. Este artículo hace parte de esa revista.
Antes de emprender tan grande obra, debió pasar por las aulas del Gimnasio Femenino de la capital, estudiar Filosofía con énfasis en Arte en la Universidad de los Andes, por recomendación de su rector, el presidente Alberto Lleras Camargo, quien la sabía muy talentosa y llamada a revolcar los convencionalismos.
En su casa de México, Gloria y Botero escondieron al escritor Álvaro Mutis, entonces prófugo de la justicia.
Fue, además, esposa del maestro Fernando Botero por siete años; del empresario Andrés Uribe Campuzano, durante 17, y del historiador Giorgio Antei en los últimos 32.
Con su partida se va una de las últimas exponentes de esa generación que sentó las bases para el reconocimiento propio de la identidad artística, de aquellos personajes que empezaron a hablar de cultura, a secas, obviando los calificativos de elitista o popular. Porque para Gloria la cultura –así sus detractores la acusaran de lo contrario– era una expresión que bebía tanto de lo cotidiano como de las fuentes de lo que se consideraba más excelso en el arte mundial.
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Nació en Bogotá el 3 de diciembre de 1935 y por 47 años, gracias a un encargo de su gran amiga, la crítica de arte, maestra y curadora argentina Marta Traba, se convirtió en la cabeza del Museo de Arte Moderno de Bogotá. En enero de 2016, cuando dejó la dirección, había pasado de las iniciales 80 obras de la colección privada con que recibió los estatutos dentro de una caja de cartón, a las 3633 que entregó como parte del acervo del Mambo, según se conoce hoy.
Foto: Cons us hermanos Luis Germán y Juan Manuel Zea, con quienes se crío en Bogotá, donde estudió en el Gimnasio Femenino.
“A cada artista que exponía en el Museo, yo le pedía una obra donada; pero no cualquier obra, sino la que yo escogía”, contaba. Fue directora de Colcultura por ocho años, durante los gobiernos de Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay. Allí estuvo al frente de las remodelaciones del Teatro Colón, el Camarín del Carmen, el Museo Nacional, el Museo de Arte Colonial y de la Biblioteca Nacional.
Así mismo, imprimió esa colección de libros de colores que costaban 10 pesos cada uno e inundaron el país en la década de 1970, bajo el título de Biblioteca de Cultura Popular, con teatro, literatura y poesía de autores nacionales.
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Durante su paso por Colcultura se descubrió Ciudad Perdida, en la Sierra Nevada de Santa Marta, que la llevó a una citación en el Senado, pues sus contradictores llamaban al hallazgo “Ciudad Mentira” y la acusaban de haber descuidado San Agustín por centrarse en el nuevo hallazgo. También fue decana de la Facultad de Artes de su antigua alma mater y fundó la Ópera de Colombia en 1976.
La alumna y el maestro
Con Fernando Botero el amor fue inmediato e intenso. Él era su profesor de pintura y estaba embelesado con la muchacha de 19 años, una de las bellezas más rotundas que se paseaban por los corredores de los Andes.
Fue una de las primeras mujeres que ingresaron a la universidad en Colombia, en los años 1950.
“Me enamoré de su talento y estaba segura de que iba a ser el pintor más importante de Colombia y uno de los grandes maestros universales. Con él entendí qué es un artista: un ser excepcional que no es como el resto de los mortales”. El descaro del romance era tal, que le dictaba clases solo a ella, ignorando a las demás alumnas. Lo acusaron con las directivas de la universidad y lo echaron.
Gloria vivía en una casa estilo Tudor en inmediaciones del Parque Nacional y, a pocas cuadras, Botero tenía su pequeño estudio.
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Sin cambiarse ese pantalón de pana manchado por los colores de los pinceles que limpiaba entre trazo y trazo, el pintor tocaba la puerta frente a la mirada horrorizada de sus futuros suegros cuando iba a buscarla para caminar unas pocas cuadras hasta el café El Cisne, donde se reunían con personajes de la literatura y el arte como Álvaro Cepeda Samudio, Eduardo Ramírez Villamizar, Rogelio Salmona, Carlos Rojas y Alejandro Obregón.
La pareja se fue para México por un mes y terminó viviendo allá dos años. En esas nació Fernando, el hijo mayor, y durante más de un año, en el apartamento diminuto de dos habitaciones que tenían en la colonia Nápoles, recibieron a Álvaro Mutis, que estaba prófugo supuestamente por haber malgastado fondos de la firma Esso para financiar muchas gestas artísticas.
Foto: Tras vivir algún tiempo en Nueva York, regresó a Bogotá con sus tres hijos, Fernando, Juan Carlos y Lina, en 1970, pues no quería que ellos olvidaran sus raíces colombianas.
“Mutis se convirtió en mi niñero, en pago por el favor a mis papás”, cuenta el primogénito, y suelta otra perla acerca de su venida al mundo:
“Mamá estaba embarazada y eso era un pecado sin ser marido y mujer. Se fueron a México. Se casaron en diciembre, yo nací en mayo de 1956 y por recomendación de mis abuelos, papá agarró el carro hasta San Miguel de Allende, que queda a varias horas de la capital, y envió un telegrama el 30 de agosto, para que yo quedara registrado en Colombia nueve meses y un día después del matrimonio. Eso siempre me trae problemas en las fronteras, pues en México tengo registro de nacimiento en mayo, y en Colombia, en agosto”.
Fueron años maravillosos y al evocarlos a Gloria se le saltaban las lágrimas. Siempre llorona, ella se excusaba una y mil veces cuando la sensibilidad la atacaba: “Por eso no volví a funerales, porque terminaba bañada en lágrimas, más que los deudos”. Ese rasgo la distinguió desde niña.
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Botero era muy celoso, “muy antioqueño”, insistía ella, y aseguraba que su ideal era tener una esposa que se dedicara a criar a los muchos hijos con los que soñaba. “Una vez estaba con Fernando en la casa y me llegó el libro El principito, que me había enviado Álvaro Castaño Castillo. Se puso furioso y dejó de hablarle a él por muchos años. Luego se volvieron los mejores amigos”.
Era tan llorona que dejó de ir a funerales porque terminaba más bañada en lágrimas que los deudos
Tras la separación de Fernando y Gloria, a Germán Zea lo nombraron embajador ante las Naciones Unidas y ella se instaló en la sede diplomática con sus tres muchachitos. “Estábamos con mi mamá en un sector elegantísimo y los fines de semana íbamos a ver a papá, que vivía en una zona mucho más barata de Nueva York”.
Ya para entonces había conocido a Andrés Uribe Campuzano, que no solo era amigo de su padre y tenía la misma edad de él, sino que un día, tiempo atrás, había llegado hasta el apartamento de los Botero a comprar un cuadro, pues le habían dicho que era un artista con gran proyección.
Andrés, uno de los hombres más ricos de Colombia, dueño de Cementos Diamante y miembro de la junta directiva del entonces Banco de Colombia (hoy Bancolombia), se casó con ella en 1963. No valió que su papá se opusiera ni pesaron para nada los 32 años de diferencia.
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Era la nueva esposa de Mr. Coffe, como le decían, por su trabajo en la Federación Nacional de Cafeteros, que le debe la creación de su personaje insignia, Juan Valdez. La pareja se fue a vivir a una mansión, la única casa que había en medio de los rascacielos de Park Avenue.
En 1970 se devolvieron para Colombia porque ella quería que sus hijos recuperaran sus raíces.
“Una vez me llamó la secretaria del Museo, que funcionaba en la Universidad Nacional, y me dijo que por las pedreas (de los estudiantes) se habían roto todas las ventanas, que las obras estaban ahí, a la mano de cualquiera”, contó Gloria. En compañía de su marido, consiguió un taxi camioneta, llegaron al campus y salvaron las 80 piezas de arte.
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De nuevo con tozudez, fue a visitar a Carlos J. Echavarría, presidente de Bavaria. Entrando a la oficina se topó con Bernardo Hoyos, relacionista público de la empresa, le contó su intención y él se metió primero a donde el jefe: “Aquí está Gloria Zea, viene a proponerle una idea muy importante para el país y debemos apoyarla”.
Durante un año y sin pagar un peso de alquiler, el Museo abrió sus puertas en unos locales de Bavaria, en el Centro Internacional.
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En 1973, en inmediaciones de Girardot, ella y su esposo fueron secuestrados durante 10 días. Un detalle poco conocido del episodio es que tenía el anillo con un diamante inmenso que Uribe Campuzano le había regalado el día de su compromiso y, ante la posibilidad de perderlo, lo escondió en la rendija del espaldar del asiento del carro en el que los movilizaron amordazados y vendados.
Pagado el rescate, cuando los llevaban para liberarlos, se le ocurrió que podría ser el mismo vehículo, así que sigilosamente revisó la silla y encontró la alhaja.
La persistencia
Gloria trajo del MOMA de Nueva York una exposición de Alexander Calder y como nadie en Colombia conocía al escultor estadounidense, se consiguió los cuadros Tres mujeres, de Picasso, y La novia, de Chagall, para asegurar la afluencia de público.
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El Museo ya funcionaba en el Planetario Distrital, pero ella seguía soñando con una sede, para la cual había visto un lote al lado del Parque de la Independencia, donde finalmente se construyó el edificio diseñado por Rogelio Salmona que actualmente acoge la institución.
En esos años, María Eugenia Rojas, una de las mujeres más destacadas en la política colombiana, era concejal de Bogotá y no la quería para nada “porque representaba a la gran burguesía”, afirma Fernando Botero Zea.
Foto: Germán Zea Hernández, su padre, fue un gran político. De su madre, Beatriz Gutiérrez, aprendió a amar el espíritu público.
No obstante, Gloria le hizo la cacería en un restaurante y justo cuando estaba pagando la cuenta se le acercó con el fin de pedirle respaldo para la consecución del terreno, que pertenecía al Distrito: “Deme la oportunidad de mostrarle que esto no es elitista. Vaya un sábado al Planetario”. La política le hizo caso, vio el Museo abarrotado de gente de todos los colores y procedencias, y cedió.
En 1979 se inauguró la primera etapa de la construcción, concluida seis años más tarde. Gloria organizó bazares, fiestas, subastas y hasta vendió por cinco mil pesos las serigrafías que le regaló el pintor Santiago Cárdenas con el dibujo de un ladrillo y el sugestivo título de Compre un ladrillo. Al respecto, ella recordaba: “Se imprimían más obras a medida que se iban acabando”.
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Cuando le faltaban 40 millones de pesos, llamó al presidente Belisario Betancur, quien al día siguiente, a las 4:00 de la mañana la llamó a su casa para decirle que cuatro bancos le prestarían 10 millones cada uno y fue él, como ciudadano normal, no como mandatario, quien garantizó la deuda.
Lo irónico es que Betancur, fallecido solo tres meses antes que ella, la había retirado de Colcultura tras posesionarse, pero este episodio fue el comienzo de una entrañable amistad.
La dama de la ópera
Algunos cercanos le dijeron una vez que no entendían cómo un país con tal producción cultural no tenía ópera y eso fue la chispa que encendió su otra gran empresa cultural.
Cuenta Fernando Botero Zea que en su finca de Tabio, su mamá se encerraba “con su gran amigo Alejandro Chacón y su novio, Adán, a aprender de ópera o escuchar diversas versiones de un mismo título para apreciar las sutiles diferencias. Creó la escuela de canto y La traviata y La bohemia, fueron las primeras obras que montó. Hay historias de mecánicos de Fontibón, meseras o pescadores que se convirtieron en cantantes gracias al trabajo de ella”.
“Me gusta lo que soy y de lo que soy capaz. Me siento bien en mi piel. Incluso, me agrada mi capacidad de emocionarme. No soporto la banalidad, pues creo que siempre hay que luchar por el país"
Pero el sueño que alimentó por años fue poner en escena El caballero de la rosa, de Richard Strauss, quizá su favorita, que por fortuna estrenó el año pasado. Había alcanzado la excelencia que imaginó, al punto que recursos de su compañía, como vestuario y escenografías, se exportaron a Chile, Perú, Argentina y Canadá.
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De otro lado, hace cinco años entró a formar parte de OLA, Ópera Latinoamericana, que congrega a más de veinte países. Como tal, era invitada a dictar conferencias sobre ópera y la aventura que fue democratizarla en Colombia.
Foto: Uno de sus últimos retratos se lo tomó Juan Carlos Sierra para Jet-Set el año pasado. Quienes la amaron la recordarán por su caracter fuerte, su honda vida interior y el amor a su familia.
Muchas de las grandes figuras líricas del país le deben sus comienzos: “Yo hacía dos audiciones al año –recordaba Gloria– y llegó un muchachito de 16 años, masticando chicle y con los jeans llenos de huecos. Cuando le pregunté: ‘Mi amor, ¿qué nos vas a cantar?’, Valeriano Lanchas me dijo que el aria de Zoroastro en La flauta mágica”. Hoy, él es la máxima estrella de este campo en Colombia.
Gloria se quería y lo reconocía sin pudor. “Me gusta lo que soy y de lo que soy capaz. Me siento bien en mi piel. Incluso, me agrada mi capacidad de emocionarme. No soporto la banalidad, pues creo que siempre hay que luchar por el país. Uno de los privilegios de vivir en una nación de Latinoamérica como Colombia es que todavía se puede dejar su huella”, explicaba.
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Los atardeceres bogotanos la dejaron siempre sin aliento, tanto como pasar las tardes en Tabio o en su otra casa en Toscana, Italia. No la inquietaba la muerte.
“Es inevitable, pero prefiero pensar en la vida maravillosa que he vivido. No soy artista de cine ni televisión, pero mi trabajo toca a la gente. Por eso, si me preguntaran qué epitafio quiero en mi tumba, respondería: ‘Hizo sus sueños realidad’"
* Este artículo hace parte de la última edición de la revista Jet Set