HISTORIA
Núremberg: un juicio a lo atroz
Hace 70 años concluyeron los juicios que revelaron las atrocidades cometidas por el Tercer Reich. Su legado es enorme, pero no exento de polémica.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial con la derrota de Alemania, los aliados victoriosos se vieron obligados a resolver qué hacer con los criminales de guerra nazis, un tema que venían considerando desde 1942. Y al final se impuso la idea de someterlos a un juicio con todas las formas legales, por lo que convocaron el tribunal de Núremberg.
Después de mucho deliberar, los delegados de Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia decidieron juzgar a los nazis por cuatro cargos: conspiración contra la paz, atentados contra la paz y actos de agresión, crímenes de guerra y violaciones de las convenciones de La Haya y Ginebra y crímenes contra la humanidad. En un principio, desafiantes, todos los inculpados se declararon inocentes.
Entre noviembre de 1945 y octubre de 1946 los ocho jueces internacionales oyeron 360 testimonios, analizaron más de 200.000 declaraciones juramentadas y vieron abundante material de archivo compilado en gran parte por el Ejército aliado. Las imágenes cambiaron al mundo y le abrieron los ojos frente a las barbaridades sistemáticas del régimen nazi. La solución final, las cámaras de gas. Las agresiones y el horror. Por esto, ciertos registros hablan de los juicios como la clase de historia más impactante y magistral de la que haya memoria. Los alemanes, que por naturaleza siempre dieron muestras de registrarlo todo, con sus documentos y minutas desnudaron muchas de sus macabras decisiones, como la manera de lidiar con el que llamaban el problema judío.
El 1 de octubre de 1946, en la sala 600 del Tribunal del Pueblo, los jueces entregaron sus veredictos. Luego se rotaron para leerle a cada uno su condena. Doce nazis recibieron pena de muerte, tres cadena perpetua, tres fueron condenados a pasar de 10 a 20 años en la cárcel y tres fueron absueltos (Hans Fritzsche, Franz von Papen y Hjalmar Schacht) para sorpresa y disgusto de muchos.
Para el juicio criminal internacional Truman designó al integrante de la Corte Suprema estadounidense Robert Jackson, un hombre que hasta el último día de su vida defendió la intención noble de los procedimientos. “Los crímenes que buscamos condenar y castigar han sido tan calculados, malignos y devastadores que la civilización no puede tolerar que sean ignorados. Porque no puede sobrevivir si se llegan a repetir”, pronunció en una de sus intervenciones. En otra dejó en claro su espíritu como garante del proceso que se había adoptado, a pesar de sus consecuencias: “Si se juzga a un hombre se debe estar preparado para verlo salir libre”. Jackson propuso que los juicios tuvieran lugar en Núremberg. No solo era el escenario donde, en el auge del Tercer Reich, los nazis habían congregado sus masas en impresionantes manifestaciones de poder, también era de los pocos lugares en Alemania con un juzgado en condiciones aptas para recibir el evento.
El juicio tuvo vaivenes y descaros. Oficiales del régimen nazi, el banquero, el propagandista, el educador de juventudes, mandos altos y mandos medios, todos se cubrieron bajo el argumento de haber cumplido órdenes en un país acostumbrado a respetar religiosamente la cadena de mando, sin discutir y con excelencia. Poner a los nazis en el estrado fue un reto complicado que solo el peso de la evidencia supo contrarrestar. Hermann Goering sabía bien que no tenía cómo salvarse, como mano derecha de Adolf Hitler, pero mientras estuvo en el estrado toreó las acusaciones del fiscal Jackson e incluso logró que los jueces le dieran la posibilidad de extenderse en sus respuestas. Alcanzó a asegurar que no tenía idea de la muerte de millones bajo su comando, e incluso que Hitler también ignoraba lo que sucedía. Goering, mucho más ligero de peso que cuando gobernaba, y libre de su adicción a la morfina, nunca mostró arrepentimiento.
Los jueces se decidieron por la horca como método de ejecución. El 16 de octubre Goering, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel, Kaltenbrunner, Hans Frank, Wilhelm Frick, Alfred Rosenberg, Julius Streicher, Fritz Sauckel (lloró arrepentido en su celda), Alfred Jodl, Arthur Seyss-Inquart y Martin Bormann debían enfrentar su suerte y en su mayoría lo hicieron. Pero Goering, un viejo lobo, se adelantó a la horca, tragó una cápsula de cianuro y terminó con su vida. Vestía una pijama azul de seda. Murió tranquilo, en sus términos. Los demás sufrieron. Las ejecuciones tuvieron inconvenientes, algunos cayeron al piso y murieron en agonía. Otros de los destinados a pasar su vida tras las rejas también tomaron medidas propias: Rudolf Hess se suicidó en 1987.
El proceso tenía un problema enquistado en la naturaleza del derecho que para muchos invalidaba sus buenas intenciones. La amarga experiencia de la Primera Guerra había dejado profundamente insatisfechos a los vencedores y la ley internacional se había quedado estancada y no ofrecía instrumentos para abordar semejante misión. Por esto se desató un debate intenso que a la fecha sigue vigente. Para el más abierto crítico del proceso, Robert Taft, hijo del expresidente de la Corte Suprema William Howard Taft, los criminales eran despreciables, pero creía que los procesos serían “una mancha para Estados Unidos, pues violan el principio fundamental de nuestra ley en cuanto a que un hombre no puede ser juzgado por un estatuto ‘ex post facto’”. No le faltaba la razón, pero tampoco a Jackson cuando se refería al caso del primer asesinato. Para él, algo había que hacer.
Pero sobre todo, los vencedores se cubrieron demasiado la espalda y como asegura Nicolaus Mills, profesor de Estudios Americanos del Sarah Lawrence College, “las atrocidades nazis ayudaron a los aliados, especialmente a la Unión Soviética, a evitar críticas y condenas por sus propias acciones de guerra. Y esa fue una oportunidad perdida. Si Estados Unidos y los aliados hubieran sido más abiertos al examinarlas, el espíritu de los juicios se habría extendido haciéndolos mucho más importantes de lo que ya son”.