E N T R E V I S T A
La Doña y el capi
Esta es la historia de María Félix y el capitán Gonzalo Fajardo, un amor que nació en una tormenta y terminó en un terremoto.
Para el año 55. Yo era piloto de Avianca — dijo el capitán Gonzalo Fajardo recostándose en su sillón. —Fui asignado para recoger en la casa matriz en Texas un DC3 y llevarlo a Barranquilla. El trayecto fue largo y tempestuoso. Llevaba cuatro días de retraso porque una tormenta me había estado persiguiendo desde Bogotá hasta New Orleans, Bronsville y de allí me continuó persiguiendo por Miami y Kingston. La tormenta finalmente logró su cometido porque me obligó a aterrizar en Cartagena esa precisa noche.
—Nada puede hacer un pobre hombre en contra de su destino —comentó el capitán Fajardo con burla—. Ya en Cartagena, en el restaurante del aeropuerto me encontré con el capitán Tirado. El y su grupo también iban para Barranquilla y fueron obligados por la misma tormenta a aterrizar en Cartagena.
Tirado me presentó a sus acompañantes. Inmediatamente sentí un corrientazo. Ella era espectacular. Se llamaba María de los Angeles Félix Guerreña. Emocionado me senté con ellos. El restaurante estaba atestado y el capitán Tirado propuso que nos fuéramos para el avión, en donde estaríamos más cómodos. María de los Angeles y yo seguimos al grupo. Ella era deslumbrante. En el avión seguimos hablando durante horas. Era inteligente, culta, coqueta y yo tenía 27 años.
—Te invito a comer mañana, dijo María en voz baja y deliciosa. Yo acepté y armándome de valentía acerqué muy despacio mi mano a la de ella y en el instante en que las pieles se tocaron hubo rayos y centellas.
Cuando mejoró el tiempo salimos para Barranquilla. Ellos, María y su comitiva, en un DC 4 y yo en mi lento DC 3. Pero yo le puse toda la potencia para no quedarme atrás. Allí, entre las nubes, delante de mí iba ella y yo iba pegadito detrás. Desde la cabina llamé al aeropuerto en Bogotá para informarles que me tomaría en Barranquilla los tres días de descanso que me correspondían.
Esa noche la esperé en el lobby del Hotel El Prado. Ella apareció de blanco. En ese vestido y con ese collar de esmeraldas de Muzo que después supe le había regalado su tercer marido, Jorge Negrete. Pasamos tres días juntos y felices.
En Bogotá nos vimos varias veces. La llevé de paseo a Mesitas y allí nos dimos cuenta de que nos estábamos enamorando. Ella luego se fue para Ecuador y desde allá fletó un vuelo de Avianca para ella y su comitiva y le pidió a la compañía que el capitán Fajardo fuera el piloto. Yo quedé sorprendido cuando me asignaron ese vuelo. Cuando regresó a México nos escribíamos, nos mandamos telegramas y ella me llamaba día de por medio.
SEMANA: ¿Se veían mucho?
Gonzalo Fajardo: Hubo muchos encuentros porque el Super Constelation tenía unas regulaciones que me permitían llegar el lunes a Nueva York y regresar el sábado. Fue un romance perfecto. Nos poníamos de acuerdo y ella tomaba un vuelo de Air France de ocho horas desde Ciudad de México y llegaba a las 5 de la tarde a Idelwild, que era como se llamaba el aeropuerto Kennedy en ese momento.
Era maravilloso verla allí sentadita, vestida con un sastre muy sencillo, esperándome en una banca en el despacho de aduanas. Nos saludábamos con sed. Recuerdo su olor a perfumes refinados. Pasábamos la semana en Nueva York, a veces nos alojábamos en el Plaza de la 59, en el Pierre o en el Sherry Nederland.
SEMANA: ¿Quién pagaba la cuenta?
G.F.: Aunque yo ganaba muy bien en Avianca sólo me alcanzaba para pagar mi parte de la cuenta. Era difícil cubrirle los gastos. Recuerdo que a ella le gustaban muchísimo las joyas. Era coleccionista de pulseras de serpiente. Tenía en oro, plata, con esmeraldas, con piedras de colores y en formas extrañas. Una vez vio una pulsera en una vitrina de la Quinta Avenida. Entró a la joyería y la compró sin importarle el precio. Esa era su obsesión...
SEMANA: ¿La reconocían?
G.F.: Sí. En la Quinta Avenida la reconocían. La gente se lanzaba a saludarla y era fastidioso, por eso muchas veces nos quedábamos en el hotel... tomando té y galletas. Ella tenía una personalidad muy fuerte pero conmigo fue amable, llena de cariño y afecto. Creo que esa fachada masculina que tenía la usaba para defenderse. En la intimidad era dócil y tierna. Era sencilla. La vi sin maquillaje, bañada y al natural. Se preocupaba mucho por su físico. En su habitación por las noches tapaba, con toallas y pañoletas, todas las rendijas para que no entrara luz. —La forma más rápida de envejecer es dormir con un chisguete de luz en la cara— decía con gracia.
SEMANA: ¿Entonces se cuidaba mucho?
G.F.: Sí. Además no tomaba casi nunca alcohol y como yo tampoco tomo ni fumo nos entendimos en esto también.
SEMANA: ¿Cómo se conquista a una mujer sin alcohol?
G.F.: Se necesita una de dos cosas: que tengas muy buena capacidad de diálogo o que haya química. Empatía total, que fue lo que me sucedió a mí con ella.
SEMANA: ¿Qué era lo que le gustaba más a usted de ella?
G.F.: Me gustaba todo. Cada vez queríamos vernos más. Viajábamos para encontrarnos donde fuera. Panamá, Estados Unidos, Suramérica. A México fui a Catipuato, su casa. Ella en esa época estaba filmando La Escondida. Yo estaba orgulloso de estar con ella y ella estaba orgullosa de sí misma y feliz de estar conmigo. Siempre estábamos conversando. Era muy culta. Hablaba perfectamente el francés pero nunca quiso aprender inglés.
SEMANA: ¿Usted cómo le decía?
G.F.: Yo le decía Caperuza porque una noche para salir a comer se puso una capa con caperuza.
SEMANA: Y ella ¿cómo le decía a usted?
G.F.: Mi gatico. Por mis ojos verdes. Mi gatico con alas, me decía. Cuando nos separábamos me enviaba telegramas muy tiernos: se despedía pidiéndole a su Virgen de Guadalupe que me me protegiera. Una vez me regaló una medalla que decía “Que la virgen te bendiga y te proteja siempre para mí”. También me regaló mancornas y otras cositas de oro.
SEMANA: ¿Y usted qué le regaló?
G.F.: Yo le regalaba lo que tenía: amor, cariño y mi juventud.
SEMANA: ¿Quién era importante para ella?
G.F.: Su hijo era importante. Hablaba mucho de él y de Enrique Alvarez, el papá del muchacho, un médico con quien estuvo casada desde los 19 años. Nunca me habló de su segundo marido, Agustín Lara. Hablaba de Jorge Negrete, me contaba que había muerto de cirrosis en Los Angeles y que ella había estado al pie hasta el último momento.
SEMANA: ¿Estaban enamorados de verdad?
G.F.: Yo estaba enamorado.
SEMANA: ¿Y ella?
G.F.: Más que yo. Sí. Con el tiempo fue creciendo el amor, fueron 10 meses hermosísimos y se planteó la posibilidad del matrimonio. Lo hablamos y llegamos a la conclusión de que no era viable. Aunque nos queríamos comprendíamos que teníamos que separarnos. Yo era joven y mis papás, claro, no estaban de acuerdo. Decidimos que para evitar tanto dolor no nos volveríamos a ver. Ella, en todo caso, me regaló una argolla de matrimonio.
Pasaron los años y alrededor del 63 un día, al llegar al Hotel Bolívar, en Lima, las azafatas me contaron que se habían encontrado con María Félix en el aeropuerto, ella al verlas en la Ruana Roja de Avianca les había preguntado por mí y al saber que yo me encontraba allí me había mandado a decir que estaría en el Crillón y que esperaría mi llamada. Se me detuvo el corazón porque yo estaba recién casado. Lo medité y lo medité y de tanto meditarlo resolví verla. La llamé.
—Qué dicha oírte — dijo, con esa voz ronca y deliciosa —. Esta noche tengo una presentación en el Crillón ¿Por qué no vienes? —Sí, balbuceé sin poder decir más.
Y allí llegué. Ella seguía deslumbrante. Nos saludamos y yo empecé a contarle que estaba recién casado y en ese momento perdí mi piso. Todo se empezó a mover para un lado y para el otro. Cerré los ojos y al abrirlos las mesas se deslizaban de punta a punta del salón. —Quedémonos quietos porque no hay nada que hacer, dijo ella, como quien tranquiliza a un niño.
Sí pensé. Tenía razón. No había nada que hacer. Todo indicaba que estaba en el sitio equivocado y me sentí culpable. Pasó el terremoto y esa noche nos despedimos con el corazón agitado. “Nada puede hacer un pobre hombre en contra de su propio destino”, comentó el capitán Fajardo con burla.
SEMANA: Desde que María Félix le dijo a Julio Sánchez en una entrevista que había estado enamorada de un piloto colombiano muchos periodistas lo han acosado para que cuente la historia pero usted siempre se negó a hablar. ¿Por qué?
G.F.: Claro, porque en esa misma entrevista cuando le preguntaron a María el nombre del piloto ella no lo quiso decir. Así que yo no tenía más remedio que respetar su voluntad. Además, cuando yo tenía 18 años me dijo mamá: “En sus relaciones con las mujeres tiene que ser una tumba. No olvide: lo que diga de una mujer, sea bueno o malo, es como soltar una gota en el desierto: jamás se puede volver a recoger”.
SEMANA: ¿Y por qué ahora sí habla?
G.F.: Desafortunadamente esta semana falleció María. Entonces Rosita, mi mujer, con la que llevo 40 años de matrimonio, me convenció de hacerle a María el homenaje y contar esta parte de mi vida que sigo llevando en lo más profundo de mi ser.