PINTOR

La historia de Gustav Klimt y sus mujeres

A 100 años de su muerte, Viena celebra al artista visionario, vendedor y promiscuo, que forjó un estilo propio que dejó huella indeleble en el arte a principios del siglo XX. Esta es su historia.

10 de marzo de 2018

En los últimos días del siglo XIX y los primeros del siglo XX, antes del estallido de la Primer Guerra Mundial, Viena efervescía. La capital del Imperio austrohúngaro, regida aún por la desgastada monarquía de los Habsburgo pero energizada por una nueva clase mercantil y profesional, vibraba desde las letras con escritores como Stefan Zweig, la música de compositores como Gustav Mahler y los estudios psicoanalíticos de Sigmund Freud. Y la escena artística, que parecía reacia al cambio, se ponía a tono con el momento transgresor de Gustav Klimt.

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Un niño pobre pero dedicado, Klimt aplicó su educación clásica y práctica desde su adolescencia para ganar experiencia y fama. Se volvió celebridad al realizar –en sus veintes– decoraciones impresionantes en varios edificios suntuosos, museos y teatros de la época. Y cuando ya maduro rompió con su pasado para encontrar su estilo tan personal como sensual, ornamental, dorado y femenino, entró a la historia.

En 2006, Ronald S. Lauder, heredero de la reina de la cosmética Estée Lauder, pagó 135 millones de dólares por el impresionante retrato de Klimt Adele Bloch-Bauer I (1907), una cifra récord en el momento para uno de los cuadros más representativos de la era dorada del artista (1903-1909). La venta agitó el mundo del arte. Los incrédulos, entre ellos Waldemar Januszczak, uno de los críticos más respetados del Reino Unido, pegaron el grito en el cielo por el inmenso valor asociado a la obra de un artista que, según Januszczak, no cambió el arte, no le pintó a la humanidad como lo hicieron Van Gogh o Bacon, y no reescribió la cultura universal como Picasso.

Pero por cada escéptico hay un creyente que aprecia a Klimt como un creador único. De hecho, concibió obras oníricas y misteriosas que rompieron la barrera entre las artes decorativas y las bellas artes, y que hicieron protagonista a la mujer, sexual y poderosa. De forma contundente, Jonathan Jones asegura en el diario The Guardian que “a Klimt no se le puede reducir a un artista de belleza superficial, pues las pinturas perdidas que creó para la Universidad de Viena fueron los primeros grandes trabajos revolucionarios del siglo XX”. De ese modo les recordaba a muchos críticos que los nazis quemaron muchas obras de Klimt en el último día de la guerra, pues revelaban tintes más profundos que los que mostraba en sus retratos.

Desde 2006, Giacometti, Munch, Picasso y Leonardo da Vinci han roto récords de ventas y superado en ese rubro mercantil a Klimt, que aún sigue en el top 10. Pero esto poco altera el legado del pintor. A 100 años de su muerte, varias exposiciones en su natal Viena y en varios museos de Europa ponen la lupa en un artista que lideró un cambio de paradigma en el arte de la época con su propia evolución, y que con una fuerte dosis erótica, que vivía y transmitía en su vida personal, agitó el escenario social sin proponérselo.

Klimt no dejó muchos cuadros, pero en su mayoría son muy reconocibles. Entre estos se destacan el Friso de Beethoven, el ya mencionado retrato de Adele Bloch-Bauer I, que muchos llaman la Mona Lisa de Austria, y el famoso y reproducido El beso. Para muchos este cuadro simboliza el amor intenso y sexual, el punto en el que todo lo demás se olvida, y esto explica su veneración mundial. Y más allá de lo que se dice, quienes han tenido la oportunidad de verlo en vivo aseguran que cambia la vida. El arte de Klimt, como no sucede con el de todos los grandes maestros, supera presencialmente las expectativas.

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Poco se sabe de él, pues no alimentó un culto personalista: “Estoy seguro de que, como persona, no soy particularmente interesante. No tengo nada especial. Soy un pintor que trabaja día tras día de la mañana a la noche, más que todo en retratos”, dijo. Y sobre su naturaleza reservada, añadió: “Quien quiera saber algo sobre mí, debe observar cuidadosamente mis obras”. Razón no le faltó, en su obra queda plasmada su pasión inagotable por las mujeres, a quienes se debía y quienes lo fascinaron hasta su último día de vida.

Klimt era muy reservado sobre sus relaciones, pero seducía a mujeres de todas las clases sociales, especialmente de la alta sociedad que posaban para él. Tenía facciones amplias, una barba desordenada, en su taller vestía solamente una especie de túnica mesiánica y, según una de sus modelos de alta sociedad, expedía un olor animal, factor curioso a la hora de hablar de un casanova. En su estudio no era raro encontrarse con mujeres ligeras de ropas o desnudas que revoloteaban por ahí, inspirando al artista de una u otra forma. Nunca se casó, pero tuvo al menos 14 hijos.

El camino

Hijo de un humilde inmigrante grabador de oro y de una mujer que renunció a su sueño de cantar ópera, el talento le sirvió a Klimt como un poderoso factor de movilidad social. La vena artística de su madre y la educación práctica de su padre lo guiaron, y cuando llegó el momento de presentarse en la Universidad de Artes Aplicadas de Viena, a los 14 años, entró sin contratiempos. El niño que muchas veces no podía salir de casa, pues no tenía pantalones, según registró una de sus hermanas, logró destacarse y por medio de becas completó su educación.

Salió a comerse el mundo con su hermano menor, Ernst Klimt, y su amigo Franz Matsch. Con ellos fundó en 1879 la Künstlercompagnie, la ‘compañía de artistas’ dedicada a decoraciones, y los grandes mecenas de la capital le encargaron trabajar algunos de los edificios más opulentos de Viena, como el Burgtheater. Allí, entre 1886 y 1888, los tres hombres liderados por Klimt produjeron unos frescos impresionantes en el techo de las dos escalinatas. En uno reprodujo el antiguo Teatro de Taormina, en Sicilia; en otro, el Globe Theatre de Londres con la escena final de Romeo y Julieta de Shakespeare, y, al fondo, en su único acercamiento al autorretrato, el artista se plasmó en la escena junto con sus dos colaboradores. El emperador Francisco José quedó tan satisfecho que les otorgó la Cruz de Oro al Mérito. Cuatro años después el grupo siguió su marcha y entregó también sus pinturas en el Kunsthistorisches Museum (precisamente este museo, en el aniversario de su muerte, montó estructuras metálicas que le permiten al público ver las obras de cerca y analizarlas en detalle).

Las muertes de su padre y de su hermano en 1892 lo marcaron profundamente y lo impulsaron a quebrar con su pasado. En 1897 lideró la Secesión, un movimiento de 19 artistas y arquitectos que rompió nexos con la Sociedad de Artistas de Viena por sus rígidas posturas, con la idea de abrir las posibilidades y las fronteras al arte que brotaba de otros parajes de Europa. No era un hombre dado a la polémica, y le daba pánico hablar y escribir, pero Klimt no le huía a sus creencias.

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Por eso luchó cuando Filosofía, Medicina y Jurisprudencia, las tres pinturas que le había encargado la Universidad de Viena, decenas de profesores las censuraron por pervertidas y pornográficas. Jamás salieron a la luz y, si bien no se ha confirmado, se cree que las tres ardieron a manos de los nazis en la noche del 8 de mayo de 1945.

En uno de sus cuadros Klimt escribió una diciente frase de Friedrich Schiller, que resume bien su impacto en el mundo y deja una lección a quienes siguen su propio camino: “Si no puedes complacerlos a todos con tus actos y arte, complace solo a algunos. Complacerlos a todos es malo”.

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