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Su hora de gloria

Cuando Winston Churchill llegó al poder en 1940, el Reino Unido estaba totalmente perdido frente a la fuerza imparable del ejército de Hitler. La película ‘Las horas más oscuras’ cuenta el momento heroico en el que el león británico se jugó el todo por el todo y cambió el rumbo de la historia.

20 de enero de 2018

Tal vez, Winston Churchill pronunció la frase más famosa de todos sus discursos cuando exhortó a los británicos a luchar contra Alemania después de la caída de Francia. Esta decía: “Preparémonos para asumir nuestras responsabilidades, y tengamos presente que si el Imperio británico dura mil años más, la gente seguirá diciendo: ‘Esa fue su hora de gloria’”.

Las horas más oscuras, que se estrena este jueves en Colombia, usa un juego de palabras en su título para parecerse a esa frase histórica. Intercambia la ‘mejor hora’, del discurso mencionado, por la ‘más oscura’, y lo hace por una razón específica. Porque entre mayo y junio de 1940, el Reino Unido enfrentó uno de los momentos más dramáticos de su historia cuando se definiría no solo el futuro de ese país, sino del mundo. La película aborda las primeras semanas de Churchill como primer ministro al frentear esa crisis. Era un periodo de inmensa zozobra por cuenta de la cruzada nazi que barría Europa a gran velocidad y ya planeaba invadir las islas británicas. La cinta le ha valido un Globo de Oro y una nominación al premio Bafta a Gary Oldman, quien interpreta a Churchill, y podría significarle su primer Óscar. En todo caso, en los teatros británicos y estadounidenses el público al final se levanta a aplaudir.

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La película relata, tal vez, el momento más crucial de la Segunda Guerra Mundial, cuando Adolfo Hitler, antes de invadir a Gran Bretaña, le mandó una oferta de paz al gobierno de Churchill que habría cambiado el rumbo de la historia. La situación era nefasta. Los británicos no tenían la más mínima posibilidad de ganar la guerra, por lo cual la propuesta alemana resultaba tentadora y hasta lógica. Hitler no solo había derrotado a Francia, también había invadido a Holanda, Bélgica, Polonia, Noruega, y tenía como aliados a Italia, Bulgaria y Rumania. En otras palabras, era el amo de Europa. Gran Bretaña, una isla, era a todas luces incapaz de liberar al continente y derrotar al ejército nazi. Y en esas circunstancias recibió la oferta del Führer por medio de Benito Mussolini.

En apariencia, la propuesta era generosa. Hitler ofrecía la posibilidad de conservar el imperio a cambio de que le dieran rienda suelta para conquistar territorios del Este, en otras palabras, Rusia. Paradójicamente, en ese momento Alemania y la Unión Soviética estaban en tregua y eran casi aliados. Pues, en una de las movidas diplomáticas más sorprendentes del siglo XX, Hitler y Josef Stalin, enemigos a muerte desde el comienzo de sus carreras, firmaron un pacto de no agresión en 1939: acordaron dividirse Polonia por mitades, tener acuerdos comerciales y no atacarse entre sí. Sin la amenaza de una guerra con Rusia, Alemania tenía carta blanca para invadir Polonia, conquistar Europa del Este, y desencadenar la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, cuando el Reino Unido se vio totalmente solo frente a una Europa nazi, no podía contar con la ayuda de Rusia, neutralizada, ni de Estados Unidos, cuya opinión pública consideraba el conflicto ajeno a los intereses de ese país.

Y como si fuera poco, Londres acababa de sufrir la humillación de Dunkerque, Francia, donde 300.000 tropas de la Fuerza Expedicionaria Británica habían quedado arrinconadas en una playa sin ninguna posibilidad de enfrentar al ejército teutón. De milagro, Hitler decidió no aniquilarlas, probablemente con la esperanza de pactar con el gobierno británico. Esta decisión permitió rescatar a casi todos los hombres que luego fueron claves para seguir combatiendo. Sin embargo, como dijo Churchill en la Cámara de los Comunes: “A pesar del rescate, hay que tener presente que las guerras nunca se ganan por evacuaciones”.

Razón contra razón

Por lo anterior, la insistencia de Churchill de rechazar la oferta y seguir en guerra con Alemania resultaba en cierta forma irracional. ¿Qué sentido tenía seguir combatiendo si no existía la posibilidad de ganar? Después de la caída de Francia, el equilibrio entre las partes del conflicto había cambiado drásticamente. Hitler era amo y señor de todo un continente y derrotarlo desde una isla parecía imposible. Solo podía apostar a defenderse de una invasión que costaría cientos de miles de muertos. Y eso no era probable ante los espectaculares éxitos militares de Hitler hasta ese momento.

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En ese escenario, la mayoría del gabinete, encabezado por el ministro de Relaciones Exteriores, lord Halifax, se inclinaba por aceptar la oferta del Führer. La película revela que el mismo Churchill llegó a dudarlo. La Primera Guerra Mundial había terminado solo 22 años atrás, y un millón de británicos habían muerto inútilmente en ese conflicto. Ese recuerdo estaba demasiado fresco en su memoria colectiva.

Convencer al gabinete y al Parlamento de rechazar la mano tendida de Hitler no era fácil. El primer ministro es primus inter pares (primero entre iguales), pero no un dictador. Por eso, Churchill requería del apoyo de la mayoría de su gabinete y de los miembros del Parlamento, sin el cual no podría aplicar sus decisiones. Esa era la situación el 28 de mayo de 1940 cuando en un salón del palacio de Westminster, plagado de humo de tabaco, el primer ministro trataba de convencer a sus colegas de gabinete y de bancada de seguir luchando.

¿Cómo hizo para que cambiaran de opinión? Echó mano de un arma que durante la guerra habría de ser tan poderosa como su propio ejército: su oratoria. Expuso que el Führer siempre engañaba y ponía conejo. En efecto, Hitler había dicho que no tenía otra pretensión territorial en Europa después del pacto de Múnich de 1938, pero no solo invadió Checoslovaquia, sino también Polonia y otra docena de países. Churchill agregó entonces que creerle a sus ofertas de paz, después de tales incumplimientos, era más un acto de ingenuidad que una prenda de tranquilidad. Por otra parte, Hitler ofrecía un armisticio, y eso significaba una paz negociada. Churchill aclaró que, de aceptar y entrar en discusiones en ese proceso, era seguro que Alemania iba a exigir que le entregaran la Royal Navy. Esta era, ni más ni menos, la Armada más poderosa del planeta, que había garantizado la seguridad de Gran Bretaña por más de 500 años. Sin este mecanismo de defensa, el país quedaba expuesto a que Hitler lo invadiera cuando tuviera a bien hacerlo.

También argumentó que, si negociaban con Hitler, este pediría cambiar al rey Jorge VI, quien había apoyado la guerra contra Alemania hasta este momento, mientras que su hermano Eduardo VIII, después de abdicar, había mostrado simpatía por los nazis. Así pues, el hermano pronazi probablemente reemplazaría al hermano antinazi. Y en cuanto al primer ministro, era claro que Hitler no iba a permitir que Churchill permaneciera en el poder. Seguramente, exigiría un primer ministro de su gusto, y nadie llenaba más ese requisito que sir Oswald Mosley, el líder del movimiento fascista británico, entonces en la cárcel por su fanatismo seudohitleriano. A todas estas consideraciones se sumaba que la sola noticia desmoralizaría a la gente y a la tropa a la hora de resistir.

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Al explicar pausadamente cada uno de estos argumentos, quedó claro que Hitler ofrecía como oferta de paz algo que en realidad no lo era. Con un gobierno sin Armada y un rey y un primer ministro progermánicos, el país no sería más que un estado vasallo. Para terminar, Churchill soltó una frase inmortal: “Si la gloriosa y larga historia de nuestra isla llega a su fin, que nos encuentre a cada uno tendidos en el suelo, asfixiándonos en nuestra propia sangre”. En ese momento, irrumpió un gran aplauso en el recinto del cual no se pudieron contener ni los escépticos. El Reino Unido seguiría luchado contra Hitler.

Las cosas cambiarían con el paso de los meses, pero era imposible saberlo en ese momento. Hitler cometería el descomunal error histórico de invadir a la Unión Soviética, con lo cual Stalin quedó convertido en un aliado de Churchill. Siete meses después, los japoneses bombardearon Pearl Harbor y el Führer, en forma irracional, decidió declararle la guerra a Estados Unidos. Menos de un año después de la decisión suicida de Churchill, el tablero bélico había cambiado radicalmente. Ya no era solo una isla contra toda Europa, pues tenía el apoyo de las dos más grandes potencias del mundo: la Unión Soviética y Estados Unidos. Cuatro años después, esa coalición derrotaría a la Alemania nazi.

Pero lo increíble de toda esta historia, que da motivo a la película, es que cuando Churchill decidió no negociar con Hitler, no podía prever esos dos acontecimientos. Simplemente, estaba perdido. La ruleta de la vida lo favoreció al final, premió su obstinado coraje y le garantizó la gloria.