ANIVERSARIO
Los colombianos de Woodstock
Cuatro décadas después del legendario festival los hippies nacionales que estuvieron allí recuerdan esa experiencia de ‘Peace and love’ y desde luego, música.
En medio del mar de gente, Rodrigo Obregón se sintió contagiado de cierto espíritu patrio cuando vio que en un poste, muchos jóvenes de todas partes del mundo estaban colgando las banderas de sus países. En su mochila llevaba la colombiana. Y pese al cerca de medio millón de personas que se estima se congregó ese fin de semana del 15 al 17 de agosto de 1969 en una granja del pueblo de Bethel, nadie lo empujó, ni le impidió el paso, y como flotando pudo llegar a su meta. “¿Otro colombiano aquí ?”, se preguntó sorprendido Carlos Lersundy cuando vio el tricolor nacional a lo lejos. Ya de por sí todos los asistentes al evento se sentían unidos por una hermandad y por el sentimiento de ser parte de una misma nación, la nación Woodstock, pero igual era emocionante saludar a un paisano. Hoy, 40 años después, recuerdan cómo vivieron esa mítica experiencia que los volvió amigos para siempre.
“Cheveridad”, una palabra que no aparece en el diccionario, es la que a Rodrigo le parece apropiada para describir el festival, el evento contracultural más importante de esa década, que se realizó a unos 70 kilómetros al suroeste de Woodstock. “Se creó un mundo ideal bajo las condiciones más adversas”. Después de todo, el lugar fue declarado zona de desastre.
Pero no importaba la lluvia, ni la humedad, el calor sofocante o que el barro llegara hasta las rodillas. Tampoco que hubiera filas de una hora para ir a un baño portátil, que no faltaron los que tenían un mal ‘viaje’ de ácidos, y que escaseara la comida, por lo cual las provisiones tuvieron que caer del cielo lanzadas por helicópteros de la Fuerza Aérea. Esos problemas fueron superados por la camaradería entre las personas que hicieron alarde del eslogan de promoción: “Tres días de paz y música”. Y aunque las leyendas cuentan que hubo tres muertos accidentales (se dice que uno por apendicitis, otro por sobredosis y otro se quedó dormido y lo habría arrollado un tractor) y que hasta nacieron bebés, no hubo violencia. “Si la gente se comportara como allá, el mundo sería un paraíso”, concluye el actor.
No es casualidad que la historiadora Diana Uribe defina Woodstock como “un momento en la utopía, un manifiesto por la paz”. Explica que los 60 fueron el instante de grandes movilizaciones a favor de los derechos humanos, la igualdad de género y raza, las libertades sexuales, que confluyeron en la lucha contra la Guerra de Vietnam, especialmente por parte de la generación de los baby boomers. “En ese concierto de proporciones gigantescas se concretan todos esos ideales con el rock como banda sonora del movimiento, con la participación de muchos de los artistas clave en la creación del género”.
Rodrigo llegó a Woodstock mientras perseguía un amor. Se trataba de una indoamericana que conoció en India, después de una gira con el Ballet de Colombia. Le dio tan duro la despedida, que se le voló a su mamá, la coreógrafa Sonia Osorio, cuando viajaban por Europa. “Angustiada, ella le avisó a mi papá (el pintor Alejandro Obregón), quien simplemente le respondió en un telegrama: ‘Rodrigo, digno hijo nuestro’”. La Interpol lo encontró “viviendo debajo de los puentes con otros rocanroleros” y lo devolvió a Colombia cuando se disponía a reencontrarse con su amor. “El choque cultural fue muy duro porque yo ya había sido libre. En esas andaba cuando me enteré de que la niña iba a pasar unas vacaciones en Estados Unidos y fue tanta mi presión, que a mamá no le quedó más remedio que devolverme el pasaporte para que me fuera con 20 dólares en el bolsillo”. En uno de sus tantos viajes a dedo, empezó a ver jóvenes con carteles que decían Woodstock, “y me pegué al plan”.
Ríos de gente
Por esa misma época Lersundy acababa de graduarse de diseñador y trabajaba en Madison Avenue como director de arte en la firma Young & Rubicam. Un amigo le dijo que se fueran al concierto. “No tenía ninguna expectativa porque ni siquiera había comprado las boletas, que costaban unos 18 dólares”. Sin embargo, se aventuró a ir al segundo día del evento y lo que encontró en el camino fue un trancón monumental, con carros parqueados a lado y lado de la vía. “Nos tocó caminar un buen tramo y cuando llegamos, la entrada ya era gratis porque la gente había tumbado las vallas para ingresar”. Y es que se superó con creces el número esperado de asistentes.
“Era maravilloso estar en ese río de gente dirigiéndose al lugar, todos íbamos cantando y se veía a las parejas haciendo el amor libremente en carpas y camionetas. Todo el mundo se abrazaba, era el mundo perfecto”, comenta Manuel José Álvarez, productor general del Festival Iberoamericano de Teatro, quien también fue a esta histórica cita. Llegó en bus hasta donde la multitud lo permitió. Para entonces sólo llevaba dos meses en Estados Unidos aprendiendo inglés para estudiar cine, gracias a los ahorros que había conseguido trabajando como mensajero, llevando cuentas, y cargando cables en una empresa de documentales. Tenía 19 años y lo habían echado de su casa en Bogotá por rebelde. Aunque asegura que “la voz de Janis Joplin es como un sueño” que todavía lo acompaña, reconoce que para él la música no fue lo más importante. “Yo no podía oírla bien porque la estructura del evento era muy primitiva. Lo que más me impactó fue la sensación de que los jóvenes teníamos voz y voto, creer que podíamos cambiar el mundo.
Teníamos el ‘peace and love’ en las venas, al punto de que la gente compartía lo poco que tenía, hasta el cacho de marihuana. Esa generosidad jamás la he vuelto a ver”.
Por su parte, Lersundy describe Woodstock como “una experiencia sensorial: olía a incienso, no sentía claustrofobia, todo era muy colorido, lucíamos diferentes, era una celebración del individuo”. Todavía se ríe de su amigo Rodrigo que quiso ir a bañarse a un lago que había cerca, pero que ingenuamente pensó que no podría porque no tenía vestido de baño. “Cuando llegué, todos estaban empelota”.
Contradiciendo la sugerente afirmación según la cual “los que se acuerdan de Woodstock es porque no estuvieron allí”, el sociólogo Raúl Castro, radicado en Valle y quien en esa época estudiaba en la universidad de Fordham, asegura que el evento lo marcó de por vida, especialmente en su pasión por los proyectos de desarrollo social. “Hoy, después de cuatro décadas, digo que afortunadamente asistí. Las razones por las cuales el festival se convirtió en un hito iban más allá de lo económico. Ese tipo de experiencias desarrolló mi conciencia hacia las personas, me ayudó a entender y aceptar las diferencias”.
Sus compatriotas en Woodstock coinciden. Carlos Lersundy, quien poco después fundó una comuna en la Sierra Nevada de Santa Marta, explica que actualmente vive en consecuencia con muchos de los planteamientos de la época. Por eso hoy se dedica a su proyecto VerDe Nuevo, un taller que busca desarrollar la creatividad de las personas, cuyo método es utilizado en pequeñas empresas nacientes de sitios marginados como Ciudad Bolívar. Por su parte, Manuel, quien es director de cine, teatro y comerciales, se quedó con la idea de que la sensibilidad que dan el arte y la ciencia “es lo único que puede hacer al ser humano más humano”.
Con algo de desencanto y nostalgia comenta que hoy, como aquel jovencito que fue, tiene la misma fortaleza para perseguir sus sueños. “Pero debo admitir que aparte del pelo, perdí la idea de que la felicidad completa y el amor eterno existen. Entonces era una obligación ser feliz y queríamos acaparar el mundo”.