LOS HOMBRES DE CARY GRANT

Un libro-escándalo revela que el símbolo de la sexualidad masculina fue un homosexual empedernido, que amó a Howard Hughes y a Randolph Scott hasta la muerte.

10 de julio de 1989

Cuando en 1932 y a la edad de 28 años el actor ingles Archibald Leach cambió su nombre en Estados Unidos por el de Cary Grant, había tenido tres amantes en su vida, ninguno de ellos mujer. "Cary Grant: el corazón solitario", un libro que los biógrafos Charles Higman y Roy Moseley acaban de hacer público, en inglés, dice que después se atravesaron en el destino del actor otros dos tipos que ya comenzaban a ser famosos: el tambien actor Randolph Scott y Howard Hughes, entonces un magnate incipiente. Como Grant, estos dos fueron desde muy jóvenes homosexuales hasta el tuétano, sólo que Hughes sintió siempre culpabilidad ante su apasionada inclinación y prefirió esconderla tras el biombo público de una publicitada promiscuidad heterosexual.
A los 6 años de edad, Archie había sido entregado por su padre a Robert Logan, director de un grupo artístico itinerante que lo iniciaría en algo amado por los tres: el teatro. Atrás quedaban los castigos arbitrarios de su madre, quien además de golpearlo injustamente fijó en el otra característica que le merecería en su vida más de una crítica: la tacañería.
Archie tuvo su primer amante a los 17 años, un actor de estampa musculosa y viril, Francis Renaull, quien representaba, sin embargo, mujeres en los escenarios de Nueva York. Los autores del libro explican que Renault se convirtió, además, en su patrón y en su compañero de apartamento. Después apareció otro actor, el australiano Jack Kelly, cinco años mayor, un afeminado de ojos azules y soñadores que había sido alguna vez asistente de sastre y que entonces pintaba murales y dibujaba subtítulos para las películas mudas. En Manhattan y durante la prohibición del alcohol, Archie y Kelly abrieron un bar secreto que les dio buenos dividendos, hasta que sus relaciones personales empezaron a enfriarse y cada uno empezó a salir con otros amigos. Sin dejar de vivir juntos, establecieron una clave cifrada: si uno de los dos llegaba al apartamento y escuchaba música clásica era que el otro estaba con un tercero. Si no, era que se podía entrar. Archie terminaría dejando a Kelly y este, amargado por el abandono, se vengaría años después diciendole a Virginia Cherril, entonces prometida del ya Cary Grant, que lo pensara dos veces antes de casarse, porque su novio tenía por aquellos días relaciones sexuales con Randolph Scott y él estaba en condiciones de asegurárselo. La muchacha, enamorada ciegamente de Grant, prefirió, sin embargo, cerrar sus oídos a la advertencia y zambullirse en el ideal romántico que su hombre representaba para millones de mujeres ingenuas como ella en el mundo, aunque tuviera que arrepentirse después, como en efecto lo hizo, al descubrir que la única masculinidad de su marido consistía en hacerla sangrar a golpes y humillarla con sus posesivos ataques de inseguridad. El resto de las esposas de Grant, incluidas Barbara Hutton y Dyan Canon, recibirían el mismo tratamiento conyugal.
Fue en Hollywood que, durante un receso de la película "Pecadores bajo el sol", Cary Grant conoció a Randolph Scott, un joven alto y apuesto que se había presentado a la meca del cine con una carta de su padre para un viejo amigo llamado Howard Hughes, quien lo cubrió de inmediato con su sexo y protección.
Cary y Randolph se emocionaron el uno con el otro y decidieron de inmediato vivir juntos. Los publicistas de la Paramount tuvieron que inventarse toda clase de farsas para satisfacer la moral californiana, colocando a su lado damitas de compañía en papel de novias, para no debilitar la imagen de seductores en ascenso que ambos tenían. Desde entonces, y en beneficio de su carrera, Cary Grant se vio obligado a administrar, hasta el final de sus días, una doble identidad que lo llevó a la esquizofrenia.
La playgirl Sandra Rambeau y las actrices Betty Furness, Phyllis Brooks, Mary Brian, Betsy Grable, todas voluptuosas y encantadoras, formaron parte del ramillete inacabable de capullos que adornaron la vida del hombre más apuesto del mundo, según las revistas de la época. Puro buche y pluma no más. Cuando se divorció de Barbara Hutton, por ejemplo Binnie Barnes, una gran amiga de Cary, dijo: "No fue una unión feliz. Ni siquiera sé por que se casaron. El era un hombre impetuoso, que parecía entrar en hibernación con cada esposa. Creo que lo paso terrible con la mayoría de ellas. Todas descubrieron, después de casadas, que era homosexual". En otra ocasión, la secretaria de la misma Hutton añadió: "Parece que la bisexualidad de Cary era de preferencias alternadas. Por un periodo de tiempo gustaba de los hombres. Luego se volvia heterosexual por algunos años. Me pregunto si, obsesionado como estaba por su imagen pública, era capaz de expresar sus sentimientos genuinos".
Randolph Scott fue quien seguramente le presentó a Cary a su ex amante Howard Hughes. En todo caso, durante el verano de 1935, Hughes abandonó la construcción de su sueño dorado, el avión H1, para irse con Cary en un yate que los llevaría primero hasta Ensenada, en el golfo de Mexico, y luego hacia arriba hasta San Francisco. El romance fue tan largo en aquella ocasión, que los publicistas de Hollywood tuvieron que recurrir a una inexistente "Miss Moffett" para decir que era ella quien acompañaba a Grant en la aventura.
Una noche, la Policía de Los Angeles arrestó a Cary Grant por asaltar sexualmente a un marinero en el baño para hombres de un almacén. La Policía se lo llevó, pero como había realizado operaciones de espionaje en Europa a favor del gobierno, una alta fuente del Ejecutivo llamó a los agentes con una rapidez insospechada y estos dejaron a Grant en un sitio donde recogieron a otro actor, de tercera, que por una suma considerable aceptó ser arrestado y fichado en su lugar, hasta un día después, cuando fue puesto en libertad por falta de pruebas.
En julio de 1969 la madre de un muchacho lo acusó de recogerlo en su Rolls-Royce y hacerle una propuesta. Sus aventuras nocturnas se multiplicaron. Su última esposa, Dyan Cannon diría despues del divorcio: "Mi vida junto a él fue un infierno. Me golpeaba con sus puños y reía cuando yo me encogía del miedo. Me encerraba en el dormitorio. Un día me tiro al suelo porque no le gusto mi minifalda. Yo levantaba el teléfono para llamar a la Policía y me decía que no lo hiciera, porque la publicidad nos haría daño".
Al periodista Joe Hyams, Cary Grant dijo una vez, cuando el mundo entero sabía que estaba en un tratamiento anti-esquizofrenico con LSD: "Ahora sé cuanto daño hice a las mujeres que amé. Fui un completo fraude. Alguien que pretendía saberlo todo y no sabía nada. Descubri que me estaba escondiendo tras toda clase de defensas, hipocresías y vanidades. Ahora por primera vez en la vida, soy feliz".
Dos semanas atrás había dejado a Betsy Drake. Por una extraña razón, que muchos atribuyen al efecto liberador del LSD, Grant le confesó en aquella misma ocasión a Hyams que el usaba pantaloncitos de mujer, de esos de nylon, en lugar de calzoncillos, porque "son más fáciles de exprimir y de secar cuando se viaja". Pero quizás su momento de mayor sinceridad lo compartió con otra de sus extraordinarias acompañantes, Greta Thyssen, entonces Señorita Dinamarca. Ella cuenta que Grant le dijo:"Yo tengo todo el derecho a amar a toda la gente atractiva que conozco. Y mucha gente piensa como yo, aún cuando la mayoría tiene miedo de admitirlo". No obstante su relación homosexual más constante y duradera fue esa que sostuvo hasta siempre con Randolph Scott. A pesar de los matrimonios y divorcios del uno y del otro, y a pesar de los otros, jamás se agotó, al parecer, la fuente de su mutuo cariño. A mediados de los años setenta, el maitre del Hotel Beverly Hillshire, en Los Angeles, pudo comprobar que aquel par de luminarias del cine, que paralizaron el corazón de millones de mujeres solteras y casadas de todo el mundo, y que cenaban allí a solas en el fondo de su restaurante, envejecidas, sentadas cerca de una ventana y hablando quedo bajo la luz de la luna, todavía se agarraban, como en sus buenos tiempos, las manos cómplices por debajo de la mesa.