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Teresinha, la monja brasileña que cura los pies de los caminantes venezolanos en Bogotá
La religiosa atiende cientos de personas que vienen caminando desde la frontera con el hermano país y cura las heridas que deja el largo recorrido.
La hermana Teresinha Monteiro vio llegar a la mujer con los pies llagados. Se había venido caminando en chanclas plástico desde Venezuela hasta Bogotá. Al verla así, otro venezolano le cortó el cuero para supuestamente ayudarla. El pie le quedó en carne viva. "Yo no lo podía creer, tenía los pies muy mal. Estuvo 15 días sin poder pararse y del desespero, apenas se recuperó, se devolvió a Venezuela. Me contó que lo hacía porque sentía que acá no iba a conseguir trabajo y tenía que regresar a cuidar a su hija”, dice la hermana.
Teresinha confiesa que ese día, ayudando a aquella mujer, experimentó una conmoción inédita. Algo que nunca había sentido en sus más de 38 años como religiosa, desde que dejó su hogar en Santa Catarina, sur de Brasil, y se unió a las Hermanas Scalabrinianas.
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Ellas, desde el Centro de Atención al Migrante en el occidente de Bogotá, destinan todos sus días a dignificar la vida de las personas que hasta allí se acercan, migrantes y desplazados, mediante la orientación psicológica, capacitación laboral, alimentación y un techo en donde puedan pasar unas cuantas semanas mientras encuentran dinero y un empleo.
El año pasado, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) reveló que en Colombia había 7,7 millones de desplazados internos, el país con la cifra más alta. A esto se suma la crisis que sufre Venezuela, la cual ha forzado a millones de personas a cruzar sus fronteras y perseguir mejores condiciones de vida. Según números del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos en Colombia y de Migración Colombia, a junio de este año, había en el país cerca de 820 mil venezolanos, entre documentados e indocumentados.
Todo se traduce en más necesidades, mayor ahínco para saciarlas y, por ende, más trabajo para las Hermanas Scalabrinianas, incluida la hermana Teresinha.
“No se trata solo de que vengan para darles comida. Hay personas que necesitan una atención más completa”, dice entre suspiros.
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Fuera de su oficina, desde donde cumple la función de secretaria ejecutiva del Centro, coinciden diferentes escenas que generan emociones que reflejan el drama que viven los venezolanos que abandonaron súbitamente su país para perseguir un mejor mañana.
Dos cuartos a la izquierda, Yajaira no desvía la vista de la televisión mientras Carlos, intenta ponerle un gorro de lana verde a Milagros. Se ríen con cierta complicidad. Estos tres hermanos, de trece, once y un año, respectivamente, vienen de Caracas y están rodeados de juguetes. Es el único espacio donde se respira completa tranquilidad en el edificio.
En el piso de abajo, muchos de los refugiados se distribuyen tareas. Unos barren, otros cocinan y algunos se turnan el uso de dos computadores para revisar Facebook y comunicarse con sus parientes.
Al estudiar los casos individualmente, queda en evidencia la inmensa multiplicidad de apuros que padecen estas personas. Está, por ejemplo, la incansable búsqueda de Nancy, la madre de Yajaira, Carlos y Milagros, para conseguir los recursos que le permitan pagar por un neumólogo que trate la tuberculosis de su hija menor. Asegura, entre risas y una evidente nostalgia, que abandonó su cargo de técnica en telefonía ante la urgencia que representa la enfermedad de Milagros.
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También está Vanessa. Ella, junto con su hijo y su esposo, escaparon de Trujillo luego de que este último, en su condición de capitán de las Fuerzas Especiales de Venezuela, desobedeciera una orden de sus superiores y recibiera amenazas en contra de su vida y la de su familia. Cruzaron la frontera en canoa y estuvieron en la ciudad de Arauca un par de semanas, hasta que la imposibilidad de obtener un trabajo los obligó a trasladarse a Bogotá.
La variedad de circunstancias desemboca en un punto en común: una aflicción. Producto de la falta de dinero, ya que muchos gastaron lo poco que tenían para llegar al lado colombiano de la frontera, los migrantes venezolanos no contaron con más opción que caminar para poder desplazarse. Sin importar por donde, Maicao, Cúcuta o Arauca, muchos emplearon su esfuerzo en caminatas de horas, días y, a veces, semanas.
Al Centro llegan muchos. Su calzado, por lo general, está gastado o roto. Pero, lo verdaderamente impactante, más allá de lo que cuentan, es el testimonio de su cuerpo. En especial, el estado de las plantas de sus pies. Ampollas, llagas, pus y sangre son el patrón recurrente.
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Sin que se lo pidan y despojada de cualquier vestigio de desagrado, la hermana Teresinha junta agua, jabón antibacterial, magnesio, y un tazón, y procede a dar alivio a los destrozados pies de los caminantes.
“Yo lo hago como si fuera mi mamá, mi papá o mis hermanos de sangre. De tantos pies que he lavado, cada uno tiene algo que te choca, que te produce un dolor en el alma.”
Luego, se explica:
“Siento compasión de atenderlos. Me da demasiada tristeza. A más de uno, cuando les lavo los pies, miro hacia arriba y están llorando. Eso parte el alma.”
La hermana se reclina, se sumerge en la atención que presta, enjuaga cada rincón y seca cuidadosamente con una toalla. La imagen atrapa. Cuesta no encontrar semejanzas con aquel pasaje bíblico que relata la forma en que Jesús, siendo ya consciente de la suerte que le esperaba, lavó, durante la última cena, los pies de sus discípulos en una clara muestra de humildad y amor por el prójimo.
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"Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido."(Jn13,5)
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La hermana Teresinha lo hace con relativa frecuencia.
"Entonces si esa persona está allí y está necesitada, yo siempre voy a ayudarla en la medida de lo posible. Bien sea hablando o curándole los pies”, dice.
La hermana asegura que por el Centro han pasado todo tipo de personas, de diferentes posiciones socioeconómicas, con formación académica de todos los niveles, llenos de anécdotas y sueños. A ellos, sin discriminar su pasado, también les ha atendido las heridas de sus pies. Una vez curó a un ingeniero que, tras haber viajado largas distancias sin comer ni tener acceso a un baño, parecía irreconocible a la foto que tenía en su documento de identidad. Él le confesó que, antes de la crisis, era un reconocido ingeniero químico. De la misma forma, han pasado abogados, psicólogos, bomberos, y más.
De tanto indagar sobre las muchas veces que ha realizado este gesto de humanidad, se le quiebra la voz. Su semblante, casi siempre alegre, se abruma. Pese a tener la certeza de estar ayudando a personas necesitadas, suele tener sentimientos encontrados y, en más de una ocasión, ha experimentado rabia e indignación.
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“Es difícil no ofuscarse por la situación de muchos que uno ve. Ellos no tienen la culpa y aun así son los que más sufren. Llevan la peor parte”, dice.
Su posición es crítica. Tiene claro que sus acciones, si bien contribuyen a mejorar temporalmente la vida de unos cuantos, no son remedio suficiente. Define la xenofobia como la falta de pensar en el otro y considerar que todos, sin exclusiones, están expuestos a realidades complejas y cambiantes. Utiliza como ejemplo lo que pasaba, hasta hace no mucho, en Ecuador, en donde se acusaba a los colombianos de ingresar ilegalmente, quitarles los trabajos a los ecuatorianos y propagar el crimen. Lo califica de absurdo, tal como lo son las acusaciones contra los venezolanos que se ven hoy en día.
Pero no todo es reprobación. También ha presenciado actos de bondad de muchas personas. Varias han ido al Centro con donaciones de todo tipo, desde ropa, cobijas y dinero, hasta vacantes en empresas para los migrantes que necesitan un sueldo. Cree que este germen de humanidad puede ser el inicio de algo bueno.
“La política y la situación va cambiando si yo aporto desde mi pequeño espacio. Lento, pero cambia” finaliza.