GRUPO RÍO BOGOTÁ
ESPECIAL: Personajes con el alma incrustada en el río Bogotá
En el Día Mundial del Medio Ambiente le contamos las historias de hombres y mujeres que han dedicado su vida a defender este cuerpo de agua y cuyo compromiso ciudadano ha sido vital para cambiarle la cara.
Los ojos del páramo
Vidal González, un hombre cercano a las siete décadas de vida, ha destinado cerca de 30 años a cuidar y proteger la zona donde el río Bogotá da sus primeras gotas: las 8.900 hectáreas del páramo de Guacheneque en Villapinzón.
Este hombre de estatura mediana, cachetes rojos, ojos verdes y contextura delgada, afirma que tiene el mejor trabajo del mundo. “Soy el guardabosques del páramo, un terruño conformado por 1.225 especies de plantas donde nace el río Funza, el verdadero nombre del Bogotá. Todos los días, salgo temprano de la casa, ubicada en la vereda de Chásqueza donde vivo con mi esposa, para reportarme en la Alcaldía de Villapinzón. Luego cojo la moto y me voy para la zona paramuna”.
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Su función es velar que nadie atente contra la biodiversidad de Guacheneque, donde el río conforma dos lagunas ancestrales que fueron sitios de pagamento y adoración muisca. “También hago recorridos con las personas que vienen a enamorarse de la naturaleza y denuncio a las personas que intentan talar árboles o quemar la naturaleza. En mi oficina, que son páramo y la zona rural de Villapinzón, el río fluye en buen estado por 11 kilómetros”, afirma Vidal, padre de 10 hijos y abuelo de 10 nietos.
Vidal lleva casi 30 años cuidado el nacimiento del río Bogotá, en el páramo de Guacheneque. Foto: Javier Tobar.
Su amor por la naturaleza empezó a los cuatro años, cuando su papá le puso la tarea de sacar a pastar a las ovejas que tenían en la casa. En uno de esos recorridos conoció la laguna del Valle, también llamada Guacheneque, donde nace el río. “Mi abuelo me dijo que no me metiera en las aguas, porque la laguna contaba con un hechizo de protección”.
Agustín González, su sabio abuelo, le contó que la laguna era profunda, bravía y emitía rugios cuando alguien intentaba meterse en sus aguas para sacar los tesoros muiscas. “Hace más de 100 años, unos campesinos acudieron al cura de Villapinzón para romper con el hechizo. Les recomendó bañar sus orillas con sal virgen de Nemocón, lo que causó una disminución en su tamaño y bravura. Quedó fragmentada en dos sitios: laguna de Guacheneque y la laguna del Mapa, que tiene la forma del mapa de Colombia”.
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Vidalejo, como lo llaman sus amigos, ha presenciado la disminución del caudal del río y los animales, la disposición de escombros en las zonas de ronda y varios incendios forestales causados por el hombre.
“El Funza era muy caudaloso, por lo cual abundaban animales como nutrias, cangrejos y peces capitán, pero no los veo desde hace más de 40 años. En la década de los 70, llegó mucha gente a las 17 veredas de Villapinzón, por lo cual se construyeron varios acueductos, aparecieron los venenos de la agricultura y la ganadería y hasta sembraron pinos en el Alto de la Calavera”.
La cascada de la Nutria es uno de los lugares que más quiere Vidal. Foto: Jhon Barros.
En la década pasada, Vidal vio una humareda en el páramo. “Un pirómano estaba botando fósforos y quemando frailejones. Llamé a la Policía y lo capturaron, pero como raro lo soltaron rápido”.
Por eso, este villapinzonense se ha dedicado a reverdecer la zona que lo enamoró desde niño. Cada año siembra en promedio 170 árboles de especies nativas como encenillos, laureles, manos de oso, romeros y arrayanes. “Esto no lo hago por mí, sino para que las otras generaciones puedan disfrutar del páramo. Donde hay agua siempre hay vida”.
El legado muisca
Los hermanos Rafael Ernesto y Marco Antonio Mamanché han dedicado toda su vida a salvar el legado que les dejaron sus antepasados: los muiscas, primeros pobladores de la sabana que veneraban al río Bogotá y sus cuerpos lagunares.
En Sesquilé, municipio de la cuenca alta, le inyectan las memorias muiscas ancestrales a cerca de 150 personas de 45 familias que comparten su sangre indígena. Son gobernadores de la comunidad Hijos del Maíz, un terreno repleto de verde incrustado en la parte alta de la montaña, donde hacen rituales de saneamiento y conexión con la naturaleza, la historia y el río Funza, el primer nombre dado al Bogotá que significa el varón poderoso.
Marco Antonio Mamanché va seguido al páramo de Guacheneque a hacer pagamentos en el nacimiento del río. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
“Para los muiscas el río representaba una serpiente: la cabeza era el páramo, sus curvas los cultivos como el maíz y la energía, las lagunas y otros afluentes las venas y la cola su desembocadura. Nuestra cultura siempre se basó en el agua, por lo que hacíamos pagamentos y rituales en señal de agradecimiento. Nunca nos situamos en las zonas de ronda, sino en las montañas. Las crecidas del río eran sagradas y le inyectaban vida a los cultivos”, dice Rafael.
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Marco Antonio visita seguido el páramo de Guacheneque para realizar pagamentos, una actividad que inició en la época prehispánica para mantener vivo el río Bogotá y para que la madre tierra les dé fertilidad y conocimiento. “Volver a las raíces muiscas son la única forma para salvar a Guacheneque y al río. Por eso nuestra labor consiste en divulgar por distintos medios nuestro conocimiento ancestral”.
En cada frase, estos dos hombres cercanos a los 50 años y con marcados rasgos indígenas, plasman el importante papel que cumplía el río en su cultura, las consecuencias de su deterioro y el futuro. “La realidad del río es ajena a la visión muisca. Perdió su importancia espiritual y gran parte de sus humedales, fue invadido en sus zonas de recarga, se llenó de ganado y cultivos y fue contaminado con descargas. Todos esos golpes lo han debilitado, pero no ha muerto, está sumergido en un silencio inmarcesible”, apunta Rafael.
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La cultura muisca sigue viva en Sesquilé por el trabajo de los hermanos Mamanché. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Para este par de hermanos, el río Bogotá está dormido y en cualquier momento despertará para reclamar lo que le han quitado. “Ya lo hizo en 2011 cuando se desbordó en la época de lluvia por toda la sabana. Se regó por las zonas que son suyas y que el hombre le arrebató”, concluyen ambos.
Ambos consideran que al río Bogotá hay que reactivarlo de una buena manera. “Debemos devolverle su cauce original, sus cientos de humedales desecados, dejar la construcción en sus rondas y sembrar árboles en sus tierras. Pero ante todo tenemos que reconocerlo como río y fuente de vida, no como una cloaca”.
A todas las personas que visitan su comunidad, los Mamanché les revelan la magia de la naturaleza. “La madre tierra siempre se ha cuidado sola. Tarde o temprano se cansa de tanto mal y despierta para empezar de ceros. A los niños les aconsejamos reconocer su cuerpo como un territorio: la cabeza es la montaña, los pulmones la naturaleza, la sangre el agua, las piernas la tierra y el corazón el fuego interno. Así funciona el medioambiente”.
La defensora de Guatavita
Clara Chauta, una mujer de edad madura que se declara como indígena muisca, trabaja como guía en la laguna del cacique Guatavita en Sesquilé, uno de los cuerpos lagunares de la cuenca alta del río Bogotá que guarda los secretos ancestrales de los indígenas.
Su charla inicia parada sobre una roca desde donde se ve toda la majestuosidad de las aguas verdosas de la laguna. Con una sonrisa tierna y maternal, Clara pronuncia la primera frase: “Hoy vengo a contarles las historias de mis abuelos y ancestros sobre este sagrado lugar. Espero que al finalizar comprendan la importancia que tiene para todos el agua”.
A los que visitan la laguna de Guatavita, Clara les cuenta toda la historia de los muiscas. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Luego de describir la flora y fauna del bosque alto andino y subpáramo que rodea la laguna, Clara se centra en el tema que más conoce, la tradición muisca: “No soy científica. Yo hablo desde mi vivencia y lo que mi cultura sabe de la laguna. Guatavita fue un sitio de rituales para los muiscas y sufrió de los intentos de los españoles para sacar sus tesoros. Es un lugar donde se funden lo espiritual y lo físico”.
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Esta mujer nativa de Sesquilé afirma que los conquistadores creyeron que Guatavita era la puerta de entrada a un mundo con palacios construidos en oro repleto de tesoros, “pero nunca entendieron que nuestros tesoros no eran el oro o las esmeraldas, sino las lagunas y el territorio. Todas las lagunas de la sabana tienen una connotación sagrada y hacen parte de todo un sistema espiritual que mantiene a la cuenca del río Bogotá viva”.
Para Clara, esas lagunas tienen distintas conexiones naturales y espirituales que mantienen viva la gran serpiente que es el río Bogotá. “A todos los que visitan Guatavita les cuento que estos cuerpos lagunares volverán a ser lo que eran si las respetamos y comprendemos que de ellas depende la vida, una enseñanza que poco a poco los habitantes de la región, las autoridades y gobernantes empiezan a entender”.
La laguna de Guatativa fue uno de los mayores epicentros de pagamentos de los muiscas. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Nuevo legado
Nelson Contreras y Gloria Arenas, dos jóvenes de Villapinzón, siguen el camino que don Vidal ha recorrido en el páramo de Guacheneque. El guardabosque del nacimiento del río se ha convertido en su maestro, quien les ha inyectado esa sabiduría y conocimiento que no teme divulgar.
La pasión de estos “sardinos” es el páramo, las lagunas y el río Bogotá. Por eso estudiaron carreras carreras relacionadas con el ambiente y sueñan con convertirse en los futuros guardabosques de Guacheneque, trabajo que Vidal ya les enseñó minuciosamente y que inició desde pequeños por medio de las charlas con sus padres, campesinos de la zona y defensores del verde.
Gloria ha trabajado como facilitadora ambiental y guía del páramo en varias oportunidades. “Cuando era pequeña iba de paseo a las lagunas con mi papá. En las largas caminatas me comentaba sobre la importancia del páramo y su conservación. Esas enseñanzas fueron el motor para dedicarme a cuidar el medioambiente”.
Gloria y Nelson se han formado para convertirse en los futuros guardabosques de Guacheneque. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Nelson recuerda que su relación con el páramo comenzó de adolescente. “Recorría el páramo con mis amigos y acampábamos. Siempre nos pasaron cosas raras. Una vez, bajo las aguas de la cascada de la Nutria, escuchamos una especie de fiesta campesina que nos produjo mucho susto”.
Pero ese tipo de experiencias no lo alejaron del terruño paramuno. Todo lo contrario, forjó una conexión con el páramo. “Me sirvieron para reflexionar sobre su carácter sagrado. Luego de estudiar manejo ambiental, hice una pasantía en Guacheneque, donde aprendí a conservarlo”.
El MacGyver de Cachipay
De joven, Luis Leguízamo tenía una larga y ondulada cabellera rubia. Eran los años 80 y por la televisión pasaban una serie norteamericana de un agente secreto que combatía el mal por medio de la ciencia, personaje que le marcó la vida.
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Los habitantes de Miraflores, municipio de Boyacá donde nació hace 55 años, decidieron llamarlo MacGyver por su gran parecido con el protagonista del programa televisivo, apodo que aún sobrevive.
Cuando cumplió 21 años, el rubio MacGyver cogió rumbo hacia Cachipay, municipio de la cuenca baja del río Bogotá. “Un amigo me convenció y fue la mejor decisión de mi vida. Llegué a un paraíso donde podía darle alas al sueño de defender el medioambiente”, comenta Luis.
Vestido como militar, MacGyver recorre los bosques y recoge las basuras de las calles. Foto: Jhon Barros.
En Cachipay, MacGyver primero fue celador, luego pasó a cultivar mora y a lo último manejó un carro haciendo expresos por las veredas. “En esos recorridos me enamoré del río Bahamón, uno de los afluentes del río Bogotá que nace en la montaña”.
La basura en las calles siempre lo ha molestado. Por eso decidió armarse de escoba, recogedor y bolsas plásticas para limpiar el pueblo. “Ahí me picó el bicho del reciclaje y estudié un técnico en manejo de residuos sólidos”, recuerda MacGyver.
En 2009 fue elegido como veedor del río Bogotá, actividad que le permite denunciar los impactos contra los recursos naturales. “A pesar de la contaminación, a ese río lo llevo en el corazón y lo amo profundamente”.
Hace cuatro años, el entonces Alcalde de Cachipay le propuso el trabajo de sus sueños: ser guardabosque del río Bahamón. “Acepté de una, es la profesión más linda del mundo. Mi trabajo sería sembrar conciencia ambiental entre los pobladores”.
Los siete días de la semana, Luis recorre las calles de Cachipay para recoger las basuras. Foto: Jhon Barros.
MacGyver, que vive con su esposa y la tercera de sus hijas, nunca descansa. Cuando no está metido entre el verde de las montañas lo ven por las calles del pueblo recogiendo la basura. Siempre viste un uniforme militar compuesto por pantalones y botas negras. En su billetera tejió las palabras “General Guardabosque MacGyver de los Ángeles Leguízamo Sierra”.
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Su cabeza ya no cuenta con los rizos dorados y ondulados de su adolescencia. Tiene el cabello corto y canoso, al estilo militar. En la parte trasera le hicieron una estrella. “Me la hice porque yo soy una estrella que cuida el medioambiente. Para mí, el río debe permanecer vivo, limpio y en su cauce”.
Aunque actualmente no tiene contrato con la Alcaldía, su labor de guardabosque no cesa. A diario recibe llamadas y mensajes por WhatsApp de talas, basuras, escombros y quemas. “También me avisan cuando ven perezosos de dos dedos colgados en los cables de la luz o atropellados. Yo me comunico con la Policía y las autoridades ambientales”.
Hace dos años, MacGyver inventó un proyecto de reciclaje para los locales comerciales. “Hice ceniceros hechos en guadua para que los fumadores no sigan arrojando las colillas a las calles. Todo eso va a parar al río Bogotá, cuerpo de agua que llevo en mi corazón”.
Reciclaje con las notas del pentagrama
Pablo Sánchez nació hace 41 años en Tibaná (Boyacá). Desde que tiene uso de razón sintió una gran pasión por la historia y la música. Cualquier libro que caía en sus manos lo devoraba con rapidez, actividad que intercalaba con clases de guitarra, flauta, percusión y hasta saxofón.
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Cuando terminó el colegio decidió estudiar docencia en humanidades y lengua castellana. “Quería dedicarme a enseñar historia, español y humanidades, pero por medio de las notas musicales del pentagrama y con temáticas como el reciclaje”.
Recién graduado se fue para La Mesa, municipios de la cuenca baja del río Bogotá. En 2012 consiguió trabajo como profesor en el colegio Sabio Mutis, donde pudo darle rienda suelta a su sueño triangular de música, literatura y medioambiente. Montó una batucada ecológica con instrumentos de percusión elaborados en materiales reciclados.
El profe Pablo le enseña a sus alumnos música, literatura y reciclaje. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
“Más de 50 niños me copiaron la idea. Además de aprender sobre música y reciclaje, los ponía a leer sobre la historia del río Bogotá, como la época de los indígenas panches, la colonia y la independencia”, dice el profe Pablo.
En 2013 fue trasladado a la institución educativa departamental San Joaquín, en la inspección del mismo nombre en La Mesa. Allí siguió con su proyecto musical y ambiental y creó la Ecobanda arte para la vida’, por la que han pasado más de 400 niños y jóvenes. “Somos una banda de guerra con instrumentos de percusión, melódicos y de viento elaborados con botellas, tubos y plásticos”.
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Las flautas, bombos, redoblantes, timbas, liras, trombones y bastones son hechas con canecas, botellones de agua, tubos de PVC, botellas plásticas, tapas y tarros de galletas, residuos que son guardados en un sitio de acopio en el colegio.
“Los pequeños primero aprenden a reutilizar, reciclar y reducir. Luego construimos los instrumentos y experimentamos con los sonidos. Los trajes de la Ecobanda son hechos con las bolsas plásticas de agua de cinco litros y los decoramos con hojas y flores elaboradas con empaques de las golosinas”, comenta Pablo, que acaba de convertirse en padre de la pequeña Samara, su primera hija.
Más de 400 niños y jóvenes han pasado por la Ecobanda de San Joaquín. Foto: Javier Tobar.
El repertorio de la Ecobanda está conformado por canciones como La piña madura, El negrito del Batey, Ojos azules y el Himno de la Alegría, pero como a los pequeños les gusta el reguetón, están experimetando con el género, aunque al profesor no le gusta mucho.
“Los chicos saben que todos somos responsables de la contaminación del río Bogotá y son conscientes de que su futuro está en sus manos. Ellos le dicen a sus padres, abuelos y familiares que cambien el chip y dejen de contaminarlo”.
El alma de los humedales
En 2010, Jorge Escobar acababa de graduarse como publicista. Pero se sentía incompleto porque no quería dedicarse de por vida a estar encerrado en una oficina creando contenidos creativos para alguna empresa.
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Soñaba con crear un proyecto que le permitiera defender la naturaleza, tema que lo enamoró desde niño. A los pocos meses de recibir el cartón universitario, recibió una invitación para participar en un diplomado sobre la conservación de humedales, donde conoció a grandes expertos en el tema.
“Recibí clases teóricas de esa vieja guardia de defensores y los domingos recorrí todos los humedales de Bogotá. Aunque me sentí mal por su estado, ví un gran potencial para hacer algo por los ecosistemas”, dice Jorge, hoy con 33 años.
Jorge Escobar vive cerca del humedal Córdoba, uno de sus ecosistemas favoritos que ha ayudado a conservar. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
En 2011, Jorge se arriesgó a crear una página web para publicar artículos, fotografías y análisis sobre estas esponjas hídricas, que llamó Humedales Bogotá. “La iniciativa tuvo muy buena acogida, muchos jóvenes ambientalistas querían escribir y dar sus aportes. Entonces conformé un grupo colectivo de siete personas”.
Un año después volvió a arriesgarse y escalar su proyecto en una organización sin ánimo de lucro llamada Fundación Humedales Bogotá. “Ahora trabajaríamos en distintas líneas, como responsabilidad social empresarial, siembra de árboles, salidas pedagógicas, caminatas ecológicas, talleres, investigación científica y educación ambiental”.
Los siete jóvenes empezaron a recorrer todas las semanas los humedales, información con la que elaboraron artículos que denunciaban sus impactos y revelaban la magia de la naturaleza. “La ciudadanía quería participar, por que desde 2016 involucramos voluntarios. Hoy contamos con 100 personas muy activas”.
La fundación suma más de 500 artículos sobre humedales y se convirtió en uno de los mayores referentes sobre estos ecosistemas en la capital. Uno de los estudios más importantes fue el del cucarachero de pantano y la tingua bogotana.
Jorge lleva a los niños de colegio a recorrer Córdoba, el humedal con mayor registro de aves en la ciudad. Foto: Fundación Humedales Bogotá.
El salvador de Pedro Palo
Roberto Sáenz, un bogotano de 56 años graduado como ingeniero de sistemas y especialista en bioestadística, hace parte de la historia de Pedro Palo, una laguna mística y biodiversa ubicada en las montañas de Tena.
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La conoció desde pequeño, ya que su familia era dueña de varios terrenos aledaños al cuerpo de agua. Sus abuelos y padres le contaron a la perfección la historia del sitio, como que en la época prehispánica fue utilizado por los muiscas para hacer sus pagamentos.
“Después de los muiscas, el territorio de la laguna fue poblado por jesuitas. También hizo parte de la ruta de los españoles y de la expedición botánica. En 1913 mi bisabuelo compró varios terrenos a su alrededor, por lo cual varios de mis primos son dueños de las tierras”, recuerda Roberto.
Desde hace cuatro años, Roberto Sáenz está radicado en Tenasucá, una de las reservas naturales de Pedro Palo. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Afirma que en 1990, la CAR declaró 125 hectáreas, incluidas las 21,5 del espejo de agua, como reserva forestal protectora productora, medida que no impidió que fuera atacada por los turistas, quienes acampaban en las orillas arrojando basuras y bebiendo licor. En 1995 fue construida una cabaña, lo que aumentó el riesgo para el ecosistema.
“En 1998, la corporación prohibió el ingreso del público y en la zona empezó a hablarse de la formulación del plan de manejo ambiental. Mi mamá asistía como representante de la familia, pero no se tomaban decisiones de fondo”.
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En 2005, con uno de sus hermanos, Roberto decidió tomar las riendas del predio de su mamá, al que bautizó como Tenasucá, nombre original laguna, y la convirtió en una reserva natural de la sociedad civil. Ocho dueños de los otros predios hicieron lo mismo.
A partir de esa fecha, Roberto decidió meterse de lleno en la defensa de la laguna. Participó en la creación de corredores biológicos para conectar las zonas afectadas por el ganado, construyó un vivero de árboles nativos e hizo parte de la formulación del plan de manejo.
Pedro Palo es la joya más biodiversa y ancestral de la cuenca baja del río Bogotá. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
Hace tres años, este bogotano padre dos hijos, tomó la decisión de radicarse del todo en Tenasucá, donde con sus seis hermanos construyó una vivienda de un piso con las maderas de los eucaliptos.
“Llegué a un acuerdo con mi esposa Vicky. Ella se quedaría en Bogotá y nos veríamos los fines de semana, un negocio que nos ha funcionado. Empecé a trabajar en la agroecología, cultivar sosteniblemente para consumir o vender los productos orgánicos libres de fertilizantes y pesticidas”.
Construyó una huerta de 3.000 metros cuadrados de la que saca la comida diaria: cebolla, lechugas. pepino, acelga, fríjol, granadilla, papa criolla, brócoli, coliflor, espinaca, mora y durazno.
“Nadie tiene permitido el ingreso a la laguna, solo puede ser observada desde alguna de las reservas. La gente que nos visita queda maravillada con su belleza, pero siempre está vulnerable. Por eso nunca dejaré este territorio que me vió crecer”.
Renace el bosque seco
Hace 50 años, Helio Mendoza, un habitante de la vereda Belén en Agua de Dios, tomó la decisión de conservar los relictos del bosque seco tropical del pueblo. Primero compró 20 hectáreas, donde construyó una casa colonial y dejó que la naturaleza siguiera su curso.
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Poco a poco fue sumando más terreno hasta completar cerca de 90 hectáreas repletas de árboles del bosque seco tropical. Constanza, una de sus hijas que vivía en Bogotá, lo visitaba constantemente. “Quedé maravillada con la obra ambiental que hacía mi padre. En su terruño hay cuevas con murciélagos, un mirador, senderos abiertos por los animales y un nacedero de agua”.
Hace 21 años, Constanza estaba a punto de dar a luz a su hija menor. Eso no le impidió tomar la decisión de irse a vivir con su padre, quien ya no podía encargarse del terreno por la edad. “Al poco tiempo de mi llegada mi papá murió. Tenía 95 años de edad. Seguí con su legado ambiental, pero quería crear un proyecto para que la gente pudiera apreciar la maravilla del bosque seco”.
Contanza lleva más de 20 años defendiendo el bosque seco que su papá le enseñó a cuidar. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
En el 2002, esta mujer convirtió las 90 hectáreas en la reserva natural Mana Dulce, nombre que significa donde brota el agua. Eso le permitió trabajar en un proyecto ecoturístico donde la ciudadanía aprende sobre biodiversidad e interactúa con la naturaleza y los científicos hacen investigaciones.
Mana Dulce alberga senderos repletos de árboles como ceibas y palmas de 30 metros de altura, un nacedero natural con 200 años de vida, un antiguo puente de piedra, la cueva de la Chimbilacera (donde habitan 19 especies de murciélagos) y el mirador del Indio Malachí.
“Tenemos identificadas cerca de 220 especies de aves, en su mayoría endémicas como el tochecito. Al mes vienen en promedio 300 personas, quienes salen mojadas, llenas de barro, sudadas pero felices después de vivir la experiencia natural”, dice Constanza.
El bosque seco es uno de los ecosistemas más amenzados en el país. Constanza cuida 90 hectáreas en Agua de Dios. Foto: Jhon Barros.
Un costeño que restaura humedales
Darwin Ortega nació hace 34 años en el municipio de El Copey (Cesar). Cuando era pequeño, su mamá le encomendó el cuidado de su jardín, repleto de plantas medicinales y árboles nativos. Allí conoció a Tommy, un árbol de mango que se convirtió en su mejor amigo.
“Todas las mañanas, antes de partir al colegio, le contaba a Tommy lo que había soñado. En esas charlas naturales, mi amigo arbóreo me dijo que debía dedicarme a cuidar la naturaleza, un llamado que mi mamá también me había inculcado”.
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En la adolescencia, Darwin siguió hablando con los recursos naturales de El Copey, pero en 2003, cuando tenía 16 años, su familia tuvo que abandonar el municipio del Caribe por los azotes de la violencia.
El barrio Aures, ubicado en la localidad de Suba en Bogotá, acogió a la familia Ortega. “Empecé a buscar espacios verdes. Así conocí al humedal de Córdoba y decidí a participar en los procesos comunitarios que buscaban recuperarlo, como dar charlas y recorridos a los niños de colegio”.
En sus 34 años de vida, Darwin ha ayudado a restaurar varios humedales en Bogotá y Tocancipá. Foto: archivo personal.
Darwin empezó a estudiar una carrera técnica en saneamiento ambiental, que intercalaba con la participación ciudadana en Córdoba. En 2008 fue contratado como intérprete ambiental del humedal. Con la comunidad, este costeño hizo parte del resurgir del ecosistema.
“Hicimos parte de las acciones y proyectos de restauración ecológica, como la reconformación hidrogeomorfológica de una parte afectada por escombros, basuras y conexiones erradas. No dejamos que llenaran de cemento al humedal y propusimos que Córdoba necesitaba de un caudal ecológico para que no se secara. Y así se hizo, con las aguas de una quebrada”.
Con estudiantes de colegio y vecinos del humedal, Darwin lideró jornadas de siembra y recolección de residuos sólidos y conformó los Guardianes del agua, por donde han pasado más de 300 niños y jóvenes que defienden el ecosistema.
La recuperación de Córdoba estuvo sustentada en un arduo trabajo por parte de la comunidad. Foto: Darwin Ortega.
Luego de ayudar a restaurar Córdoba, este ingeniero ambiental que está a punto de graduarse como magíster en biodiversidad, ahora trabaja en un nuevo reto: desde 2016 es director del Ecoparque Sabana del Parque Jaime Duque, 70 hectáreas de un antiguo humedal que fueron afectadas por las actividades agropecuarias.
“El Ecoparque Sabana será un pulmón en Tocancipá, municipio afectado por la industria. Ya llevamos cuatro años restaurando dos zonas de humedal, Arrieros y Jaime Duque, en donde las aves pasaron de 15 especies a más de 112, muchas endémicas como la tingua bogotana y la pico verde”.
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En estos humedales de la cuenca alta, Darwin replica todo lo aprendido en el humedal Córdoba: reconformación hidrogeomorfológica, siembra de plantas nativas y participación ciudadana. Más de 10.000 personas han sembrado 60.000 plantas nativas, lo que ha permitido que se apropien del lugar.
“Estos trabajos demuestran que sí es posible recuperar ecosistemas pero con un trabajo comunitario. Debemos reflexionar en la forma como actuamos con la naturaleza y darle la relevancia que merece como un eje fundamental para mantener el equilibrio ecosistémico”.
Las aves ahora son el común denominador en los humedales donde ha trabajado este costeño. Foto: Darwin Ortega.
El joven que reverdece Tena
Desde niño, William García comprendió que se iba a dedicar a cuidar los recursos naturales de Tena, municipio de la cuenca baja del río Bogotá. “Mi madre me llevaba a las salidas pedagógicas por las veredas, donde conocí quebradas y a la laguna de Pedro Palo. Todo ese verde y agua me enamoró”.
A los 10 años, con unos amigos y primos de la vereda, conoció la cascada El Tambo, por donde caen las aguas de la quebrada La Honda desde una altura superior a los 40 metros. "Empecé a soñar que de grande haría cosas para proteger ese terruño hídrico”.
En el colegio aprendió a hacer huertas orgánicas libres de químicos y en el Sena hizo un técnico en administración de empresas agropecuarias. Hace cuatro años, la Alcaldía de Tena lo contrató como técnico ambiental, trabajo que le permitió reverdecer varias zonas del pueblo.
Este joven recibió el llamado de la naturaleza desde que estaba en la escuela de su vereda. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
William, hoy con 30 años, tenía la función de recorrer los lugares repletos de biodiversidad y asesorar a los campesinos para que hicieran una producción sostenible. “Lideré jornadas de reforestación cerca de las quebradas de Tena como La Honda y La Sunia, en compañía de niños y jóvenes de colegio. Sembramos más de 4.000 árboles nativos y recogimos mucha basuras”.
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Desde el año pasado, William fue certificado como promotor ambiental de Tena, trabajo que consiste en asesorar a las personas en temas como reciclaje, cambio climático y educación ambiental.
“Una de las actividades más bonitas es Martica la gotica de agua, un cuento que se les lee a los niños de jardín y que narra la historia del nacimiento del agua hasta donde termina. Siempre protegeré la naturaleza de la cuenca del río Bogotá, un cuerpo de agua al que todos debemos conservar”.
La cascada El Tambo es uno de los sitios favoritos de William. Foto: Nicolás Acevedo Ortiz.
* Este es un contenido periodístico de la Alianza Grupo Río Bogotá: un proyecto social y ambiental de la Fundación Coca-Cola, el Banco de Bogotá del Grupo Aval, el consorcio PTAR Salitre y la Fundación SEMANA para posicionar en la agenda nacional la importancia y potencial de la cuenca del río Bogotá y sensibilizar a los ciudadanos en torno a la recuperación y cuidado del río más importante de la sabana.