GRUPO RÍO BOGOTÁ
Un experto en biodiversidad que nunca pisó un salón de clases
Mateo Hernández lleva 40 años acumulando un conocimiento que muchos científicos envidian, sabiduría que inició de niño cuando jugaba a imitar algún animal silvestre. Su cuenta en la plataforma Naturalista suma más de 19.000 observaciones de plantas y animales.
Galo Hernández y Helga Schmidt no vieron la necesidad de que sus tres hijos fueran educados en un salón repleto de pupitres, un aula de cuatro paredes con un tablero de tiza donde un profesor vestido de bata blanca les hablara de números, mapas y los elementos de la tabla periódica a medio centenar de niños.
Helga, de sangre alemana, estudió filosofía y letras en la Universidad de los Andes, pero no quiso terminar la carrera por el tiempo que debía destinar para hacer la tesis. Prefirió emplear todas esas horas para criar a sus hijos y enseñarles la literatura que tanto le apasionaba y la cual reposaba en su arsenal de libros antiguos. Ella sería la profesora de español, ciencias sociales y biología.
Las matemáticas estarían a cargo de Galo, un bogotano descendiente de británicos que a pesar de sólo graduarse como bachiller, se movía como pez en el agua en temas económicos y de negocios, tanto así que vivía de invertir en finca raíz y en la bolsa de valores. También tenía talento para el entonces escaso mundo de la tecnología.
El amor de Mateo Hernández por los animales y plantas inició desde que empezó a gatear. Fotos: archivo personal Mateo Hernández.
Era la década de los 80 y la familia Hernández Schmidt vivía en un apartamento en el centro de Bogotá, ubicado en la carrera 1 con calle 15, donde los tres niños, separados por un año de vida, empezaron su educación en casa. Cada uno mostró interés por un rama distinta: Tomás, el mayor, siguió los pasos de su padre y se encaminó por los números; Juana, la menor, despertó una pasión por las artes y la cocina; y Mateo, el del medio, jugaba a convertirse en animal.
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“Yo nací con un interés enorme por los animales y las plantas. Cuando empecé a gatear y caminar, no jugaba con pelotas, carros o muñecos, sino a imitar a los animales que veía cerca a la casa. Mis primeros dibujos fueron de animalitos, por eso pienso que en la vida pasada fui un naturalista o ambientalista al que le faltó tiempo para estudiar la biodiversidad”, dice Mateo, hoy con 40 años de vida.
Mateo recuerda que uno de los primeros regalos que le dio su mamá fue un libro con ilustraciones de diversos ecosistemas del mundo, porque creía que tenía madera de artista. “Ella decía que yo dibujaba muy bonito, pero lo que me entusiasmó fue la biodiversidad que había en el libro. Al ver esa pasión, mi madre me consiguió literatura de Europa y otras partes del mundo, ya que en esa época había pocos textos colombianos sobre naturaleza”.
Desde pequeño, Mateo quedó impresionado con la magia de las aves que veía en el centro de Bogotá. Foto: Luis Guzmán (plataforma Naturalista).
Al frente del edificio de apartamentos donde vivía la familia, cercano a la Media Torta, había un extenso lote verde. Desde la ventana, Mateo veía llegar todos los días a una campesina llamada Carmen con varias vacas, los primeros animales que le llamaron la atención. “Me encantaba ver cómo movían la cola para espantar las moscas, para mí eran unos visitantes raros en medio de la civilización”.
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Al poco tiempo, con no más de seis años, el pequeño cachaco se concentró en las aves que sobrevolaban por un bosque de eucalipto al frente del apartamento. Las mirlas, pájaros azules y colibríes de cola larga que bajaban de los cerros orientales, deleitaron sus ojos negros. “Cada vez que veía uno de estos animales, corría a buscarlos en los libros que mi mamá me había regalado. Sus nombres, tanto comunes como científicos, se me quedaban grabados de inmediato”.
Los fines de semana, Galo llevaba a sus tres retoños a los parques capitalinos, como el Simón Bolívar, para que jugaran. Pero Mateo prefería buscar aves migratorias con unos binoculares dados por su mamá, que aún conserva, y sacar algunos bichos de la tierra y del agua como escarabajos acuáticos y caracoles.
El revoloteo de las mariposas en la cuenca del río Bogotá fueron una fuente de inspiración. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Cambio de escenario
Uno de los sueños de Helga y Galo era vivir en el campo, un cambio de vida que no tenía como propósito dedicarse a la agricultura sino escapar del ruido capitalino y dejar volar la imaginación de sus tres hijos. Lo cumplieron en los primeros años de los 90, cuando, con los ahorros del negocio inmobiliario, compraron un terreno en el municipio de Subachoque, que hace parte de la cuenca alta del río Bogotá.
Mateo tenía 13 años y desde que llegó a la finca El Cerro, ubicada en una montaña, supo que sus conocimientos biodiversos llegarían al máximo. “No era una finca convencional: estaba lejos de la carretera, carecía de muchos espacios abiertos y casi no habían potreros. Estaba más bien aislada de la civilización, el acceso era difícil y no tenía ni electricidad. La constante era el bosque”.
Las 6,4 hectáreas del nuevo nido familiar (10 fanegadas), donde los tres hermanos seguirían recibiendo clases por parte de sus padres, deslumbraron a Mateo. El terruño estaba repleto de ecosistemas como un bosque de encenillos, frailejones paramunos, una quebrada y árboles más húmedos cubiertos por orquídeas.
“Creo que fue un regalo para mí, porque mis papás sabían la pasión que despertaba en mí los animales y plantas. Esa montaña en Subachoque fue mi mayor aula de clases, donde poco a poco fui aprendiendo sobre el bosque nativo y sus árboles, a reconocer las aves y estudiar mamíferos como el cusumbo. En El Cerro hice un vivero para aprender a propagar las especies nativas, un experimento que arrojó la siembra de más de 400 árboles en la zona”.
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Uno de los mayores descubrimientos en ese laboratorio boscoso a cielo abierto fue que la naturaleza se recupera por sí sola. Por cada árbol que sembraba, Mateo vio que a su alrededor brotaban más de 10 individuos forestales por las semillas que dispersaban los pájaros. “La naturaleza era 10 veces más eficiente que mi trabajo de restauración. Una de las grandes ventajas es que no utilizamos el predio para actividades agropecuarias, ya que mis padres vivían de sus negocios en la bolsa y finca raíz. No había una sola vaca ni un administrador que limpiara la zona”.
Esta lección de la naturaleza cobijó un antiguo potrero que fue destinado para el cultivo de papa por los antiguos dueños. Para reverdecerlo, Mateo regó varias semillas de pasto en el árido terreno, pero al poco tiempo vio que apareció por sí sólo otro pasto espontáneo que se tragó al que estaba creciendo. Luego se fue conformando un bosque y a los 15 años, nacieron las primeras orquídeas.
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Helechos, musgos y orquídeas fueron algunas de las primeras plantas que empezó a conocer. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
“Yo pensaba que una orquídea se demoraba hasta 100 años en volver a recolonizar un lugar donde había papa, pero aparecieron a los 15 años. Para muchos puede sonar como un montón de tiempo, pero para mí fue un lapso muy rápido. Cada año iban apareciendo más especies de orquídeas, helechos, musgos y bromelias, sitios visitados por gorriones y aves de bosque, cusumbos, comadrejas, zorros, pavas de monte y ardillas. El pasto kikuyo desapareció”.
El joven aprendió que los árboles no necesitan de la ayuda humana para poder nacer. “Ellos, durante millones y millones de años, se han sembrado gracias al viento, los pájaros y otros animales que dispersan sus semillas. Lo que el bosque necesita es que no le metan vacas, machete y candela para que reverdezca por sí solo, una recuperación espontánea”.
Cada vez que veía un ave que no conocía en las montañas de Subachoque, Mateo corría a la biblioteca de la casa para escarbar en libros de biodiversidad, como la Guía de aves de Colombia de los años 80 y una fotocopia de Aves de Cundinamarca de 1969, que fueron como sus primeras biblias. “Con los mapas de esos libros iba identificando las zonas de procedencia de las aves, como la sabana de Bogotá y los cerros de la zona. Poco a poco fui completando el cuadro y logré reconocer a todos los pájaros de la finca, cerca de 80 especies a las que logré identificarles el canto, movimiento y comportamiento”.
En el bosque alto andino, Mateo empezó a estudiar la flora y fauna de la sabana. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Curtido en la naturaleza
Cuando cumplió 16 años, Mateo se unió a la Asociación Bogotana de Ornitología (ABO), grupo que le permitió compartir todo su conocimiento empírico sobre las aves de la finca y aumentar su sabiduría autodidáctica por medio de diversos recorridos en la sabana y la cuenca del río Bogotá.
“Muchos de los expertos de la ABO quedaron sorprendidos de todo lo que sabía sin haber pasado por un colegio. Las clases de mis papás, que fueron espontáneas y naturales, empezaron cuando teníamos como seis años. Una de las grandes ventajas es que mis padres son amantes de los libros, algo que nos inyectaron a los tres hermanos. En la mañana teníamos clases de idiomas y sociales con mi mamá y en la tarde de matemáticas con mi papá”.
A los 18 años, los tres hermanos culminaron su educación es casa e hicieron la validación del bachillerato presentando el Icfes, obteniendo puntajes sobresalientes. “Luego hicimos el examen de ingreso a la universidad, ya que nuestros padres nos dieron libertad de escoger si queríamos hacer una carrera”.
Mateo pasó su adolescencia en Subachoque, donde aprendió a diferenciar las diferentes especies de frailejones. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Ya estaban listos para su ingreso a la vida universitaria, pero algo los hizo recapacitar. “La velocidad y ritmo en que habíamos vivido y aprendido era muy diferente al que conoceríamos en la universidad. Por eso tomamos la decisión de no hacer carreras universitarias, algo que nuestros padres apoyaron”.
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En el caso de Mateo, algo que también influyó en esa decisión fue que la ABO le había propuesto trabajar en la creación de la Guía de aves de la sabana de Bogotá, un tema que lo apasionaba mucho más que estar encerrado en un salón de clases.
“En el proceso de escritura del proyecto, un profesor del colegio Nueva Granada me dijo que lo ayudara a crear una guía de los árboles de la quebrada La Vieja en Bogotá, a donde llevaba a sus estudiantes. Si entraba a la universidad no iba a tener tiempo para hacer estas actividades. Con 19 años ya había escrito dos libros sobre biodiversidad, entonces recapacité y concluí que no necesitaba de un título; además no quería convertirme en un académico dedicado a la enseñanza tradicional, mi camino era por otro lado”.
Mateo ha recorrido la mayoría de ecosistemas que hacen presencia en el territorio colombiano. Foto: archivo personal.
El mundo de las plantas
Cuando llegó al segundo piso de vida, Mateo empezó a sentir una gran curiosidad por unas especies de plantas que no había logrado identificar en la finca. Ya llevaba cerca de cinco años trabajando en su propio herbario, pero en los libros académicos no aparecían por ningún lado.
“Unos amigos observadores de aves me dijeron que fuera al Herbario de la Universidad Nacional. Decidí llevar mi propio herbario, un cajón con hojas de las plantas prensadas en hojas de papel bond. Era un proyecto muy ingenuo, porque no tenía mucho conocimiento de cómo se hacían las cosas en el mundo botánico. Sólo era un joven ilusionado en aprender los nombres de las especies del bosque”.
En el Instituto de Ciencias Naturales de la Nacional conoció al español Jose Luis Fernández, quien entre risa y chanza le dio consejos para que mejorara su herbario empírico. “Me dio a conocer varios estándares como que las plantas se montan en cartulinas de 30 por 40 centímetros y no se pegan con cinta, como yo lo había hecho. Fue muy amable y me ayudó a identificar algunas especies”.
Mateo no tiene una especie favorita. Todos los animales y plantas que ha registrado son especiales para él. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Al volver a la finca, Mateo empezó a trabajar en la remodelación de su libro de plantas con las indicaciones del español. “Poco a poco fui llevando plantas prensadas bajo los estándares exigidos por la Nacional. Al ver mi interés, Jose Luis me dijo que hiciéramos un catálogo de las plantas de Subachoque, trabajo que yo hacía desde que nos mudamos al municipio”.
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Durante siete años, el joven bogotano recolectó hojas de plantas por todo Subachoque, llegando a la cifra de más de 1.000 especies en el valle del municipio. Asegura que fue un proceso largo por la ardua identificación, tarea que realizó en el Herbario de la Nacional. Esos recorridos por el verde lo fueron convirtiendo en un gran conocedor de la flora de la cuenca alta del río Bogotá.
“Yo tengo muy buena memoria para grabar los nombres y características de las plantas y animales. En una caminata por las montañas y humedales de la cuenca, es muy raro que me encuentre una planta que no haya visto o no me le sepa el nombre. Eso también me pasa con otros ecosistemas que también he estudiado autodidácticamente, como la Amazonia y los manglares. Ese privilegio no aplica con las caras y nombres de los seres humanos”.
Logró identificar más de 1.000 especies de plantas en Subachoque. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Biodiversidad nacional y el amor
Al poco tiempo, la fundación OPEPA, que realiza salidas pedagógicas y ambientales por varias partes del país con estudiantes de colegio, se fijó en el trabajo del curioso joven. “Me encantó esa visión de educación al aire libre, una oportunidad para enseñar y aprender sin estar encerrados en un salón. Eso era lo mío”.
Mateo empezó como voluntario y luego se convirtió en instructor de campo, lo que le permitió llevar a los niños y jóvenes a varias partes del país como los cerros orientales, la Amazonia y la reserva natural Río Claro en Antioquia. “En esos lugares les enseñaba a identificar las aves por su canto y las plantas por sus colores y texturas. Los niños menores de 10 años son grandes máquinas de sensibilidad para aprender”.
Allí estuvo durante cinco años, hasta que llegó al tercer piso. En esa época Mateo ya no vivía en la finca de sus papás en Subachoque, aunque la visitaba constantemente para seguir aprendiendo. “En El Cerro viví desde los 13 hasta los 23 años. Con mis hermanos decidimos independizarnos primero en un apartamento que mi mamá tenía en Rosales, en el norte de Bogotá, donde estuvimos como seis años”.
Aunque poco posa para las cámaras, Mateo decidió romper esa regla para fotografiarse con esta danta. Foto: archivo personal.
En sus 30 años, Mateo se enamoró perdidamente de Laura Arango, a quien conoció cuando realizaba un taller sobre los bichos de los cerros orientales en la quebrada La Vieja en Bogotá. “¿Qué mujer madruga a las 5 de la mañana para ir a los cerros a ver bichos? Eso me cautivó y desde ahí empezamos a salir”.
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Los enamorados escogieron Sopó para empezar a construir su nido de amor, un municipio de la cuenca alta del río Bogotá en donde Mateo siguió curtiendose con la biodiversidad de la sabana. Allí vivieron dos años, hasta a Laura le salió un trabajo en Bogotá. El barrio La Soledad, ubicado en la localidad de Teusaquillo, los enamoró aún más.
“La cantidad de verde de Teusaquillo se convirtió en un nuevo frente de trabajo. Allí he podido identificar cerca de 700 especies de plantas y animales, lo que demuestra que Bogotá, a pesar de la jungla de cemento, no es sólo la tierra de la mirla y paloma sino una legión de otros organismos como gaviotas y cormoranes”.
Las guacamayas en la Amazonia deleitan a Mateo cada vez que hace recorridos por la zona. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Independencia
Desde hace una década, este experto empírico en biodiversidad trabaja como consultor ambiental y naturalista. Realiza talleres y caracterizaciones de los ecosistemas y asesora a los propietarios de fincas y reservas naturales sobre las mejores formas de conservar los bosques, el agua, la tierra y la vida.
“Asesoro a la gente que quiere recuperar una quebrada, sembrar especies nativas, atraer más pájaros y restaurar potreros degradados. En algunas fincas hemos realizado el inventario de plantas y animales, con fotos e información. Como consultor, he recorrido casi todo el país, desde las selvas húmedas de la Amazonia y el Chocó hasta las sabanas de la Orinoquia y los territorios del Caribe”.
Como naturalista, Mateo continúa recorriendo los hervideros biodiversos del territorio nacional tomando fotos y haciendo registros de todas especies que se topa, información que desde hace tres años publica juiciosamente en la plataforma Naturalista.
Antes de la cuarentena, Mateo recorría seguido los humedales bogotanos para fotografiar sus aves. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
“Esta plataforma me encantó porque está basada en la ciencia ciudadana y le permite a entidades como el Instituto Humboldt fortalecer sus trabajos. He subido registros antiguos y nuevos que hoy pueden ser consultados por el público. Somos una comunidad de naturalistas que por pasión queremos compartir el conocimiento con la ciudadanía”.
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En el Simón Bolívar, que sirve como límite de la localidad de Teusaquillo, Mateo ha visto tortugas, cormoranes, garzas, patos zambullidores, tinguas, gavilanes caracoleros y hasta cangrejos americanos, especie de Estados Unidos que fue introducida en la cuenca del río Bogotá. “La naturaleza nos sorprende a diario y está en un constante cambio. Para un naturalista nunca hay un momento aburrido y lo que hacemos es consolidar más conocimiento”.
El Instituto Humboldt es uno de los grandes enamorados del trabajo de este experto empírico. La entidad lo ha contratado en varias ocasiones para realizar trabajos de restauración, como el llevado a cabo en la sede del Venado de Oro en los cerros orientales, un sitio que estaba repleto de eucaliptos, pinos y árboles exóticos.
La garza real es una de las aves que más hace presencia en la cuenca del río Bogotá. Foto: Mike Baird (Flickr - publicada en plataforma Naturalista).
“Tras retirar varias especies exóticas hicimos una restauración ecológica muy parecida a la que lideré en la finca, es decir dejar que la naturaleza hiciera lo suyo. Poco a poco, la vegetación nativa empezó a retornar y las especies nativas pasaron de 100 a más de 180. Hoy es un bosque seminativo donde abundan los colibríes, pavas de monte, atrapamoscas y gorriones”.
Luego, el Humboldt lo contrató para un proyecto de restauración de jardines, que consistía en darle a este tipo de ecosistema un sentido más ecológico e histórico y que reflejara las diferentes etapas de su flora en los últimos siglos. “Lo que hicimos fue sembrar algunas especies que utilizaban los muiscas, como borracheros y papayuelos, con plantas mediterráneas que sirven como condimentos y la flora cosmopolita como la rosa y geranio”.
Este proyecto de jardinería ecológica, desarrollado en la sede del Instituto Caro y Cuervo, permitió atraer a los polinizadores y darles una nueva funcionalidad a los jardines. “Deben ser un complemento a la conectividad de los corredores biológicos para que regresen los polinizadores como insectos y pájaros. Fue hermoso ver cómo bajaron de la montaña los abejorros y las abejas nativas”.
Las orquídeas de la finca de sus padres siguen dando muestras de belleza. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Aportes para la cienca
En su cuenta en la plataforma Naturalista, Mateo suma más de 19.000 observaciones de plantas y animales en diversas zonas del mundo, correspondientes a cerca de 2.500 especies. Además, ya cuenta con la etiqueta de curador, trabajo que consiste en revisar que los registros subidos por la ciudadanía correspondan a la flora y fauna que describen.
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El bogotano administra 20 proyectos propios, como los bosques antiguos de Colombia y Europa, la biodiversidad de los Andes colombianos, las áreas secas de la cordillera oriental, la cuenca del río Claro, la flora silvestre urbana del Valle de Aburrá, BioBlitz de Teusaquillo y los animales y plantas de la sabana de Bogotá.
Este último cuenta con los registros que ha recopilado a través de sus años de trabajo en los territorios de las cuencas alta y media del río Bogotá, que van desde el nacimiento en el páramo de Guacheneque en Villapinzón hasta el Salto del Tequendama.
La lechuza de campanario habita en muchos sitios de las cuencas altas y media del río Bogotá. Foto: Pat Gaines (Flockr publicada en plataforma Naturalista).
“El territorio de la sabana comprende tanto las tierras llanas de la altiplanicie como los cerros que la circundan, un rango de elevaciones que oscila entre 2.500 y 4.000 metros sobre el nivel del mar. Desde hace milenios, esta zona es una de las regiones más fértiles y pobladas del país, hogar del antiguo pueblo muisca donde hoy viven alrededor de 10 millones de personas”.
Según Mateo, la planicie de la sabana fue un antiguo lago cubierto por un extenso sistema de lagos, pantanos y bosques inundables sujetos a los desbordes periódicos del río Bogotá y sus tributarios. “Los cerros albergaron varios tipos de bosque, seco en algunas partes del norte y suroccidente de la región, y húmedo en las vertientes altas. Los rosetales y pajonales del páramo abierto ocuparon algunas de las áreas más altas”.
Pero la mano del hombre causó estragos alarmantes. El bogotano afirma que la cacería por parte de los habitantes de la región acabó con los animales de mayor tamaño, como gonfoterios (especie de elefantes nativos) y los caballos americanos. “La pérdida de esta gran fauna, así como la reducción de las poblaciones de otros herbívoros como dantas y venados, deben haber causado profundos cambios en los suelos y la vegetación”.
El venado cola blanca es uno de los mamíferos más emblemáticos de la cuenca del río Bogotá. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
La agricultura, ganadería y urbanización siguieron la senda de la destrucción en últimos años. “Con la transformación de los hábitats se ha perdido la totalidad de los bosques inundables, así como la mayor parte de las áreas pantanosas. En los cerros secos desapareció la mayor parte de la cobertura vegetal. El pasto kikuyo es el que ahora domina en los potreros de la región”.
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A pesar de toda esta tragedia ecosistémica, en las últimas décadas varias áreas erosionadas y de potreros en las montañas se han regenerado con especies nativas como chilcos, cordoncillos, arbolocos, salvios, chusques y encenillos. “Además, en la cuenca hay miles de especies nativas, entre hongos, plantas, insectos, caracoles, cangrejos, peces, ranas, culebras, lagartijas, pájaros, mamíferos y muchos otros organismos”.
Más de 84.000 observaciones de 4.200 especies de animales y plantas, subidas por Mateo y 4.800 ciudadanos, hacen parte del proyecto de biodiversidad de la sabana de Bogotá. “Son cifras que cambian casi que a diario, porque hay que hacerle veeduría a las imágenes y muchas no corresponden a la especie o el lugar. Por ejemplo, cerca del 40 por ciento de las observaciones aún necesita de identificación”.
Sembrar y conocer
La decisión de crear un proyecto específico para la cuenca del río Bogotá tiene una sentida razón: es el sitio que lo vio nacer y donde ha crecido como naturalista. “A mi me encanta esta región. Las zonas más frías y del altiplano de Cundinamarca y Boyacá son como un país natural dentro de Colombia, que no se ve en ninguna otra parte del territorio nacional. Lo mismo ocurre con la cuenca del río, que alberga páramos, pantanos, humedales, bosques secos y húmedos. Todo eso fue lo que maravilló a Van der Hammen”.
Para este conocedor empírico, el río Bogotá es un conector que termina recibiendo lo bueno y lo malo que pasa en la región, mientras que la cuenca es la casa común que debe ser cuidada y protegida si la población quiere vivir bien.
“La ciudad de Bogotá es un ecosistema al que muchos ven como un cáncer de la naturaleza. Pero para mí no es así, la capital alberga una riqueza enorme que va desde buhos grandes, cusumbos, zorros, pavas de monte y aves migratorias, seres que aún sobreviven en la zona”.
Mateo es un gran conocedor de las aves y plantas de la cuenca del río Bogotá. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Con pequeñas acciones, la ciudadanía puede aportar a la recuperación del río Bogotá y los ecosistemas de la cuenca. “Lo primero que debemos hacer es conocer y aprender sobre estos vecinos de la biodiversidad de la sabana. Otra opción es sembrar en los jardines de las casas y las terrazas especies de plantas que atraigan a los polinizadores”.
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Por ejemplo, dice Mateo, las plantas de romero y lavanda atraen a los abejorros, cada vez más escasos en la ciudad. “Un arbusto de mermelada hace que lleguen decenas de colibríes porque la planta da flores todo el año. Ojalá vuelva a estar de moda en los jardines bogotanos”.
El experto biodiverso considera que los habitantes de la cuenca deben despertar su curiosidad para conocer más de la vida que los rodea. “Hay que salir al campo, subir a los cerros y visitar los humedales. Al ver esa belleza natural y las especies, las personas no seguirán contaminando y lograremos darle un desarrollo sostenible a la cuenca. Debemos entender, valorar y conservar la variedad de formas de vida que comparten con nosotros en la sabana”.
"La naturaleza nos sorprende a diario", dice este experto empírico en biodiversidad. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Herencia educativa y futuro cercano
Mateo y Laura se convirtieron en padres hace cuatro años con la llegada de Arturo. Dos años después, a su refugio en el barrio La Soledad en Bogotá llegó un nuevo miembro a la familia: Martín.
Ambos padres por ahora desconocen si alguno de sus retoños seguirá los pasos por la biodiversidad de Mateo, ya que aún están muy pequeños. Lo que sí tienen claro es que ambos serán educados en casa, así como lo hicieron Galo Hernández y Helga Schmidt con sus tres hijos.
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“Con Laura tomamos la decisión de repetir esa historia con Arturo y Martín, lo que les dará mucha libertad. Cuando estén grandes determinarán si quieren ir a la universidad, algo que apoyaremos”.
Arturo ha dado serios indicios de seguir la historia del papá y hermano mayor de Mateo. “Dice que quiere ser inventor de máquinas y habla de moléculas y el universo, mientras que a Martín le gustan muchas cosas, como los animales, el fútbol y los peluches, con los que hace montañas. Le encanta pasarla bueno”.
Las tinguas de los humedales son grandes protagonistas en sus registros. Foto: Mateo Hernández (publicada en Naturalista).
Aunque hay mucha incertidumbre sobre el futuro debido a la pandemia por el coronavirus, Laura y Mateo tienen planes de regresar al campo para educar mejor a sus hijos y trabajar por la biodiversidad.
“Pretendo seguir publicando artículos y registros de la biodiversidad en la plataforma, hacer asesorías ambientales y realizar guías de campo de la historia natural de las plantas y animales. Mi sueño siempre ha sido publicar insumos de las especies que nadie conoce por no ser carismáticas. Seguiré escribiendo, observando y aprendiendo, mi idea es dar a conocer lo más que pueda la historia natural de la fauna y flora que nos rodea”.
* Este es un contenido periodístico de la Alianza Grupo Río Bogotá: un proyecto social y ambiental de la Fundación Coca-Cola, el Banco de Bogotá del Grupo Aval, el consorcio PTAR Salitre y la Fundación SEMANA para posicionar en la agenda nacional la importancia y potencial de la cuenca del río Bogotá y sensibilizar a los ciudadanos en torno a la recuperación y cuidado del río más importante de la sabana