Mantén a Kissinger”, le aconsejó Richard Nixon a Gerald Ford luego del estallido del escándalo de Watergate y de su dimisión en 1974. Fue el único consejo que quien asumió la Casa Blanca aceptó del saliente mandatario. Ford ratificó como secretario de Estado a un hombre que para bien o para mal influenció con su actuar el panorama del mundo contemporáneo. Ostentó el cargo de 1973 a 1977, una época turbulenta de Guerra Fría y decisiones complicadas, pero su influencia en el gobierno se hizo sentir desde 1968.
No existe un personaje más polarizador, recorrido y duradero en la política internacional. Tampoco uno tan peculiar. Nacido en Alemania en 1923, el joven Heinz Alfred Kissinger llegó a Estados Unidos en 1938 y se naturalizó en 1943. Sirvió en la Armada estadounidense y luego se formó como historiador y politólogo en la Universidad de Harvard, institución en la que luego enseñaría. De profesor saltaría a un escenario político influyente en 1968, cuando Nixon lo nombró Consejero de Seguridad Nacional.
A los 46 años Kissinger empezó su carrera en el gobierno, a los 54 se alejó de los puestos de poder y a sus 91, sigue generando opiniones encontradas. Su estatus como lector del pasado, observador del presente y predictor del futuro permanece intacto. “Ningún país ha jugado un rol tan decisivo en moldear el mundo contemporáneo como Estados Unidos, ni ha profesado tanta ambivalencia sobre su participación”, asegura en su nuevo libro Orden mundial, el decimoséptimo que publica en un periodo de 60 años. La frase bien puede definirlo, un personaje tan brillante e influyente como oscuro, que mientras ordenaba bombardeos en Vietnam y Camboya negociaba la paz del mismo conflicto.
Hábil en el escenario internacional, mediático como pocos y ferviente amante del fútbol mundial, su destreza abarcaba más que la educación y la política. El talante de sus conquistas femeninas era notable, y antes de casarse por segunda vez en 1974 salió con estrellas como Diane Sawyer, Jill St. John, Shirley Mac Laine y Liv Ullman, quien lo describió como el hombre más interesante que conoció. Él, por su parte, reconociendo que su cuerpo y apariencia no eran los de un galán, afirmó: “El poder es el mayor afrodisiaco que hay”. Su genialidad no radicaba en conquistar mujeres hermosas, sino en hacerlo para desviar el escrutinio público de temas mucho más importantes. Kissinger jamás dio puntada sin dedal ni perdió su acento alemán.
A sus 91 años explica que la caída de la Unión Soviética no trajo la aceptación global de los valores occidentales y ha llevado a que nuevos poderes reten el orden mundial liberal. El estadista ve la mayor amenaza en un posible choque entre el poder creciente -China- y el poder del statu quo -Estados Unidos-, como sucedió entre Alemania y Gran Bretaña a comienzos del siglo XX. Kissinger asegura que frente al caos que amenaza nace la necesidad de construir un orden capaz de balancear los deseos de las naciones: tanto de los poderes occidentales que escribieron las ‘reglas’ existentes (principalmente Estados Unidos) como de los poderes emergentes que no las aceptan, como China, Rusia y el mundo islámico.
En el retrovisor cercano, Kissinger demuestra su capacidad de jugar en ambos lados de la mesa. Expresa su aprecio por George W. Bush mientras explica por qué su presidencia se extralimitó tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. “La militarización de la política exterior que presidió Bush derivó en un cese de los avances en Afganistán y en la entrega de un estado fragmentado en Irak. Como resultado de estas acciones se rompió la Alianza del mundo occidental, el gobierno perdió credibilidad frente al público y la Irán teocrática se fortaleció”, dictamina. Resulta paradójico que un hombre que tuvo que ver con tantas muertes a través de los años hable de militarización excesiva.
El libro no ataca a la administración Obama, pero aborda la postura de Estados Unidos con escepticismo, lo ve preso de su tensión bipartidista. Lionel Barber, editor del Financial Times, opinó en su columna que “Kissinger es demasiado prudente para afirmar que el equipo de Obama ha sido pasivo, y ha fallado a menudo en reconocer el valor de las coaliciones, de tranquilizar aliados inquietos y de armar a quienes pueden combatir enemigos sin la fuerza directa de Estados Unidos”.
Kissinger recibió el Premio Nobel de la Paz en 1973, a sus 50 años, junto a su contraparte en las negociaciones para terminar la Guerra de Vietnam, Le Duc Tho. El asiático, consecuente, rechazó el honor, entre otras razones porque la guerra no había terminado (sucedió en 1975), pero Kissinger, enamorado de su ego como pocos, jamás hubiera considerado tal cosa. La decisión fue tan controvertida que dos miembros abandonaron el comité en señal de protesta.
Su rol en operaciones oscuras en la guerra dibuja su lado macabro, como el bombardeo ilegal a Camboya entre 1969 y 1970, y acciones como el Plan Cóndor, para desestabilizar gobiernos democráticos y apoyar golpes de Estado como el de Chile en 1973, o la invasión indonesia a Timor Oriental (que causó un genocidio). Pero a la luz pública, los acercamientos que logró con China y que derivaron en el encuentro entre Nixon y Mao Zedong, lo elevaron a la estratosfera de la fama. Por estas acciones, que incluso sacaron provecho del equipo nacional de tenis de mesa de Estados Unidos, fue nombrado junto a Nixon hombre del año en 1972.
Kissinger justifica sus acciones con el peso de su interpretación histórica, y es el principal defensor en su país de la realpolitik, corriente que privilegia el pragmatismo sobre los ideales. Su admiración por personajes como el cardenal Richelieu, Talleyrand y Lord Palmerston, cuya frase bandera, “no tenemos aliados eternos ni enemigos perpetuos”, lo definen.
Para algunos, los planteamientos de Kissinger suenan anacrónicos. Jonathan Powell, antiguo jefe de gabinete de Tony Blair y negociador internacional, sostiene que “es difícil estar de acuerdo con Kissinger en que el nuevo orden mundial requiere volver a los sistemas del siglo XVIII o del XIX. El mundo ha cambiado, y a duras penas menciona el terrorismo, uno de los mayores retos de hoy. Tampoco es sencillo ignorar su relativismo moral. Quiere evitar una disputa global de ideologías, pero eso es exactamente lo que tenemos”. Pero muchos observadores de hoy coinciden con el anciano analista en que el mundo de hoy refleja las tensiones geopolíticas que imperaron en siglos anteriores y que se creían sepultadas por la historia.